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Lanzarote y Fuerteventura

Las obras de José Saramago, Ignacio Aldecoa o Miguel de Unamuno quedaron impregnadas por unas islas que son memoria de fuego y morada del viento

“En 1° de Septiembre entre nueve y diez de la noche la tierra se abrió de pronto cerca de Timanfaya á dos leguas de Yaiza. En la primera noche una enorme montaña se elevó del seno de la tierra y del ápice se escapaban llamas que continuaron ardiendo durante diez y nueve días… Pocos días después un nuevo abismo se formó y un torrente de lava se precipitó sobre Timanfaya, sobre Rodeo y sobre una parte de Mancha Blanca. La lava se extendió sobre los lugares hacia el Norte, al principio con tanta rapidez como el agua, pero bien pronto su velocidad se aminoró y no corría, más que como miel. Pero el 7 de Septiembre una roca considerable se levantó del seno de la tierra con un ruido parecido al del trueno”.

Es el testimonio escrito por Andrés Lorenzo Curbelo, el cura de Yaiza, tras la gran erupción del Timanfaya, en 1730. Lanzarote se convierte así en una isla de fuego que, década tras década, ha ido haciendo de su suelo negro, de sus rocas de basalto, un paisaje lunar arrojado al Atlántico.

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“La historia de Lanzarote hasta el periodo histórico reciente había sido, pues, la de un aislamiento total; por otra parte, de esta historia no quedaba más que el relato incompleto de algunos sacerdotes españoles que habían recogido diversos testimonios orales antes de proceder al exterminio de la población autóctona. Este desconocimiento dio pie posteriormente a algunos mitos acerca del origen de la Atlántida”, escribe Michel Houellebecq en Lanzarote, una novela tan corta como extraña.

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Timanfaya | Foto: Albert Lladó

El malpaís, según el diccionario, es un campo de lava reciente, con una superficie tortuosa, estéril y árida. Como tantas otras veces, la RAE se equivoca. En la carretera de La Geria encontramos kilómetros de viñas que nacen protegidas por surcos de piedra, en los cráteres de esta luna canaria. Uvas de una variedad autóctona, la malvasía volcánica, que nos recuerdan que la belleza también puede nacer de la violencia antigua, fijada en la memoria de la tierra. ¿Por qué siempre apelamos a la épica de la tabula rasa cuando, por el contrario, de la destrucción más absoluta la naturaleza reaparece así, desnuda, viva, con la tenacidad de los siglos?

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El lago de los Clicos, los Hervideros, el Charco Verde, y el pueblo pesquero de El Golfo van dibujando el acantilado que abraza, desde el suroeste, el Parque Nacional de Timanfaya. Una vez dentro, los géiseres, el islote de Hilario y el Echadero de los camellos dan la bienvenida a este planeta rojo, negro, imposible. La imposibilidad es recorrida por una carretera lenta, melódica. Una carretera que se inventó, sin dañar las esculturas de lava, un hombre llamado Jesús Soto.

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Lanzarote es una isla esculpida por la miel del fuego, y por la mirada de un artista. César Manrique está en todos los rincones de este lugar, abriendo ventanas al mar, a sus dentaduras de piedra, a los riscos y a las nubes que caminan a toda prisa. Especialmente interesante es el Monumento al Campesino, en Mozaga, un conjunto arquitectónico en el que colabora con Jesús Soto, personaje lúcido y autodidacta, y mano derecha de Manrique en múltiples proyectos. ¿Qué enigmáticos creadores encontramos, discretos, tras la sombra de los artistas más reconocidos? ¿Es Jesús Soto para César Manrique lo que fue Josep Maria Jujol para Antoni Gaudí? ¿Olvidamos, también, que la sombra es el lugar para el asombro?

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Cueva de los Verdes | Foto: Albert Lladó

Es Jesús Soto a quien le encargan en 1965 alumbrar la Cueva de los Verdes —se llama así porque así se llamaban sus antiguos propietarios— para que los arqueólogos y espeleólogos puedan trabajar con eficacia. El hombre lúcido y autodidacta había creado, hacía poco, una empresa de iluminación. Lo que le han pedido es algo sencillo. Cables, y bombillas. Soto escucha el silencio de la roca, camufla todos los artefactos lumínicos, consigue contrapicados de luz, trampantojos, aprovecha los recovecos, e introduce elementos sonoros. Juega al asombro de las sombras, y la naturaleza empieza a despertar de un prolongado letargo.

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También se encargará de la iluminación de los Jameos del Agua, la continuación del mismo tubo volcánico, la primera gran obra de César Manrique tras regresar de su estancia en Nueva York. Allí se esconde un lago formado tras las filtraciones en la roca. En el lago viven los cangrejos ciegos, unas criaturas albinas, en peligro de extinción, que se mueven entre la oscuridad del agua. ¿O se trata, en realidad, de una ceguera blanca?

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José Saramago se trasladó a vivir a Lanzarote después de que el gobierno portugués vetara, en 1991, su presentación al Premio Literario Europeo con la novela El Evangelio según Jesucristo porque, según argumentaban las autoridades (de un país laico, por cierto), «ofendía a los católicos». Saramago se instala en el pueblo de Tías junto a su compañera, la periodista Pilar del Río (vean el documental de Gonçalves Mendes), en lo que hoy es también su casa museo. La primera gran obra que publica tras decidir quedarse a vivir en Lanzarote es Ensayo sobre la ceguera, en 1995. ¿Es esa ceguera blanca de sus personajes la misma que vio en los cangrejos ciegos (y blancos) de los Jameos del Agua?

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Saramago nos invita a adentrarnos en la isla, en su alma callada, a través de sus Cuadernos de Lanzarote, que escribe desde 1993. El paisaje es un miembro más de nuestro cuerpo, una extensión. El cuerpo es, a su vez, una prolongación de cráteres, rocas y vegetación. “La memoria es también como una estatua de arcilla, el viento pasa y le arranca, poco a poco, partículas, granos, cristales”, escribe el portugués.

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Las nubes siguen caminando como soldados sin ejército. Lo hacen en Teguise, antigua capital, y en sus cúpulas blancas. Y lo hacen en Arrecife, en sus charcos, balanceando sus barquitas amarradas. Lo hacen en Haría, y ante los teleclubs de Tao o Máguez, donde desde hace décadas los vecinos comparten una pantalla, un plato de papas arrugadas, o una ración de lapas. Las nubes caminan también en Famara, frente a la urbanización de Los Noruegos, cuando la marea crece, y la playa es una espejo de arena.

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A veces la calima aprieta, y el cielo es un cielo de gravilla, un cielo ocre y africano.

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La Graciosa | Foto: Albert Lladó

A finales de los años cincuenta llega por primera vez a Lanzarote Ignacio Aldecoa. Fascinado por las Islas Canarias, escribe Diario de Godo. “No es, ni por asomo, guía, y sí perdedero; como quien dice, paisajes a barrisco; como quien lava arbitrariedades sin cuento”, nos advierte. Desde Órzola, sorteando Punta Fariones, llega a la isla de La Graciosa, el paraíso que está buscando tras una crisis existencial. Allí se instalará hasta escribir la novela Parte de una historia, construyendo los personajes desde el cuerpo a cuerpo con los isleños. “Del clorofílico cielo de la amanecida, sobre el perfil del acantilado, pende un nubarrón orondo, cárdeno y frutal. Desprendido rodaría por las laderas, machucándose y esparciendo zumo, hasta las playas de nuestra isla. El río de mar, en la turbiedad de la penumbra, parece canecido y mate… Corren niños madrugadores, camaradas de perros, hacia el espigón del muelle, repeluznando a algún gato tránsfuga… El muecín de los gallos convoca al sol desde el alminar de una roca solitaria, dominante. He salido descalzo y camino con inseguridad, con aprensión. Pronto me acostumbraré, pero ahora la debilidad de las plantas de mis pies vence a mi voluntad, y mi andar entre cauteloso y circense atrae las miradas de todos”, escribe.

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También nosotros caminamos cautelosos y descalzos por la playa. La marea aún no nos ha dado la sorpresa del día (aquí crece el agua sin avisos ni especulaciones, como un telón que cae al caer la tarde), cuando llegamos a la Montaña Amarilla. Un lagarto menudo y barrigón baja a toda velocidad en zigzag. ¿En qué demonios estaría pensando quien inventó la matemática infantil según la cual la línea recta es la más rápida de las opciones? Regresamos al pueblo, ahora ya sorteando la marea, como el lagarto, esbozando ángulos entrantes y salientes en la arena caliente.

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Ya de regreso a Lanzarote, en Arrecife, nos sentamos en el bar del Castillo de San José. Desde allí —desde un ventanal espléndido, también ideado por César Manrique— observamos cómo los barcos manejan, en zigzag, los grandes contenedores de colores que transportan. Dentro del castillo, que acoge el Museo Internacional de Arte Contemporáneo, nos detenemos ante una pintura del artista canario Óscar Domínguez. Se trata de Atelier, y es de 1952. Este pintor experimentó como pocos la importancia que tiene para los surrealistas la premonición y la clarividencia. Y lo hizo, efectivamente, desde el taller. Fue en su propio estudio de París cuando, la noche del 27 de agosto de 1938, el artista nacido en La Laguna se enfrenta a Esteban Francés para defender a su amiga Remedios Varo, en una disputa tan atravesada por el alcohol como por el surrealismo que todos procesan. Domínguez lanza un vaso a su contrincante, con el que ni le roza, pero con la mala suerte que una de las esquirlas se le clava por accidente a Brauner, al que tienen que vaciar el ojo derecho. La ceguera parcial (¿otra ceguera blanca?) de Víctor Brauner la había presagiado él mismo, mucho antes, en 1931, en su obra Autorretrato con el ojo extirpado. Como si los accidentes, cuando ocurren en el taller del artista, fueran lo menos accidental que a uno le puede pasar en la vida.

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En los últimos días en Lanzarote caminamos —incorporando ya la parsimonia de las nubes y el zigzag del lagarto—desde el faro de Punta Pechiguera, en Playa Blanca, hasta Punta Papagayo, pasando por Punta de Aguila y el Castillo de Las Coloradas. Cada una o dos horas, un baño. Y el asombro, de nuevo, en cada precipicio atlántico. Es el abismo azul de estas playas un descenso y un ascenso al mismo tiempo. Los puntos de referencia nunca son el centro.

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Detrás del faro de Pechiguera, junto a la Montaña Roja, y en medio de un no-lugar formado por villas casi deshabitadas en plena pandemia, un local mínimo y modesto asoma entre un supermercado, una tienda de souvenirs, y un cajero automático. El zigzag del lagarto nos lleva, ahora, a un pequeño gran milagro, el restaurante Coentro, de Joao Faraco. El chef brasileño tiene la muñeca de estrella Michelin, sin necesidad de estrellas ni cometas, y los precios son de cocina de proximidad. Hay ambición, sensibilidad y discernimiento, en su propuesta. Salmorejo con mango, pescado azul con sandía y ajo blanco, buñuelos de bacalao. Calamar, mole de calabaza, pollo de corral, millo y huitlacoche. Chocolate, cacahuete, cítricos. Melón y ginebra. Todo servido en una cerámica viva, hecha por Eguz Zerain (Eguzkine), una artista instalada en Teseguite que ha sido capaz de trasladar cada rastro del paisaje conejero, cada trazo de este malpaís de fuego, a una vajilla que es, ya, una caligrafía propia. El idioma rasgado, teñido e irregular de una isla como Lanzarote.

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Desde Playa Blanca se llega en veinte minutos a la isla de Fuerteventura. Los turistas se reúnen en los restaurantes de Corralejo. Esta isla es un lienzo de dunas que cabalgan por Morro Jable.

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Isla de Lobos | Foto: Albert Lladó

Es fácil cruzar desde aquí a Isla de Lobos, lugar inhabitado, al que aún acuden algunos pescadores, y que uno puede transitar sin demasiadas dificultades. Es el mundo otro mundo desde el Faro de Martiño, donde nació y pasó sus primeros años de vida la poeta Josefina Pla —el puertito nos da la bienvenida con un busto suyo—. Hija del farero, desarrolló su carrera literaria en Paraguay, pero en su imaginario siempre quedó esa “verruga en el mar de la epopeya definitiva de la conquista del planeta”. El oleaje golpea en la playa de la caleta, y un viejo molino mueve sus aspas frente a las salinas. Todo aquí es horizonte. Horizonte que se mete adentro. “Yo era playa… Y me veo alta, prendiendo las banderas más rápidas del viento”, escribe la autora de Paisaje sin salida.

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Miguel de Unamuno es desterrado en Fuerteventura, en 1924, tras oponerse a la dictadura de Primo de Rivera. En Puerto de Cabras (hoy, Puerto del Rosario) pasa cuatro meses, una experiencia narrada en la película Isla del Viento, de Manuel Menchón, y que transforma para siempre al escritor.

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En Puerto del Rosario puede visitarse una casa museo situada en el hotel en el que se hospedó Unamuno. En la isla, el bilbaíno escribe dos libros. Alrededor del estilo, un ensayo, y  De Fuerteventura a París, un conjunto de sonetos en los que explica, también, cómo huye de España hacia otro exilio, el francés, gracias a un periodista que, además de entrevistarle (su destierro causa consternación en Europa y Argentina), le invita a marcharse escondido en su embarcación.

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Unamuno queda fascinado por la aulaga, un arbusto que aún crece a lo largo de la isla. “La aulaga no es más que un esqueleto de planta espinosa… ¡Qué lección de estilo, y de lo más íntimo del estilo, esta aulaga de Fuerteventura! Es la expresión más perfecta de la isla misma; es la isla expresándose, diciéndose; es la palabra suprema de la isla. En la aulaga ha expresado sus entrañas volcánicas, el poso de su corazón de fuego, esta isla entrañable”, escribe.

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Y la mar. Unamuno se hace amigo de los marineros majoreros, y se mezcla con ellos en su labor diaria. “Estos últimos días hemos salido a la mar, a esta mar maternal. Mis compañeros iban a pescar peces, yo a pescar metáforas hundiendo mi mirada en el regazo de las olas azules”, apunta.

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Gran Tarajal, Pozo Negro, Las Salinas, Caleta de Fuste, Costa Antigua, y todo el perfil este de la isla está lleno de caminos transitables. Al otro lado, en playa de Cofete, Puerto Nuevo, playa de Garcey y de Tebeto el viento sopla con una violencia inclemente, moldeando las fuertes corrientes.

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Creer es crear, defendía Miguel de Unamuno. ¿Es posible que en esa orilla solitaria, en la que solo asomaban gaviotas, ahora un caminante alce su mirada para observar la espuma de los días? ¿Es este caminante sobre el mar de nubes, en realidad, una ardilla desubicada? Lo es. En 1965 unos vecinos trajeron desde el norte de África una pareja de ardillas morunas, que pronto se escaparon y crearon su propia comunidad. Ahora son más de un millón en la isla, considerándose una especie peligrosa e invasora. Nos observan, precavidas, como los foráneos que somos.

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“Y en este clima las viejas parábolas, las parábolas eternas, me suenan a algo extremadamente nuevo”, escribía Unamuno, tras su paso por Fuerteventura. Pero también admitía, el escritor, que este mar es más viejo que la Historia. «La fe no es creer en lo que no vimos, sino crear lo que no vemos», insistirá una y otra vez.


Albert Lladó

Albert Lladó (Barcelona, 1980) es editor de Revista de Letras y escribe en La Vanguardia. Es autor, entre otros títulos, de 'Malpaís' y 'La travesía de las anguilas' (Galaxia Gutenberg, 2022 y 2020) y 'La mirada lúcida' (Anagrama, 2019).

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