Cuando era pequeño podÃa mear por la calle. Hay un extraño código de conducta que permite a los niños les esté consentido hacer sus necesidades en la vÃa pública. Si eres adulto la cosa cambia, y mucho. Por experiencia propia, aunque este texto no es ningún lamento, puedo asegurar que sale caro hacerlo si por casualidad te topas con guardias urbanos, adalides de la conciencia cÃvica de Barcelona, ansiosos recaudadores para sanear las arcas municipales y asà tener dinero para Woody Allen o pintar bicicletas de amarillo para cuando el Tour de Francia circule por nuestras carretera y proporcione pingues beneficios.
Cuando era pequeño habÃa una extraña cápsula especial en el cruce de Sant Antoni Maria Claret con la Calle Cuenca. PonÃas cinco duros y una puerta abrÃa un lavabo parecido al de los aviones, pero con el añadido fantasioso de tener mil y un detalles que lo convertÃan en una habitación cilÃndrica que por poco dinero te permitÃa total privacidad y silencio. En el parque de la Sagrada Familia vi otro ejemplar que los años y el vandalismo arruinaron. Con los servicios públicos ocurrió como con las cabinas de teléfono. Depositar la monedita era desperdiciar el dinero, perdido de antemano por culpa de ineficaces ranuras destruidas con y a conciencia.
Cuando era pequeño los equipos ingleses no jugaban contra el Barça en el Camp nou, a ver si algunos aprenden el nombre correcto del coliseo blaugrana, porque fueron sancionados de 1986 a 1991 por la tragedia de Heysel. Cuando los readmitieron, me acuerdo con jolgorio, volteretas y clavicordios de un aficionado del Newcastle que escondÃa un bogavante en su chaqueta. Iba borracho como una cuba y no miraba el partido. Soltaba incongruencias, sacaba el crustáceo de su bolsillo interior y reÃa. También acude a mi memoria un grito, el de los hinchas del Manchester cuando su equipo empató a tres en el estadio. Esos eran momentos espectaculares, cargados de emoción. Ya en el siglo XXI asocio las escuadras de la otrora pérfida Albión con buen juego y hooligans mimados por el ayuntamiento de Barcelona. Cuando aterrizan tienen programadas actividades especiales, una especie de campo de concentración posmoderno destinado al ocio para evitar males mayores, y largas hileras de retretes que desaparecen cuando el árbitro pita tres veces, ¿tendrá esa norma sentido cristológico de negación?, y en El Prat despegan aviones de retorno isleño.
Cuando era pequeño mi escuela tenÃa muchos excusados. Eran útiles para repasar chuletas, iniciarse en el sexo y solventar urgencias de menor o mayor grado. El patio del colegio era mi ciudad, y me sentÃa seguro por conocer el camino y poder acudir al habitáculo de evacuación cuando el cuerpo lo requerÃa. Ahora paseo y constato la imposibilidad de cubrir tan primordial función en las avenidas de la capital catalana. La única solución tiene horarios marcados. Las puertas de los bares cierran a las tres de la mañana y si entras para orinar existe la costumbre de consumir algo para no quedar mal. Pese a la miseria moral y polÃtica de Italia ellos nos superan en civismo al permitir mear si lo pides al camarero o dueño del establecimiento. En Barcelona los pobres ciudadanos tienen que rascarse el bolsillo o, en caso de traspasar la frontera lÃmite del reloj, hacérselo encima para evitar sanciones económicas que pueden alcanzar la increÃble cantidad de cinco mil euros.
Cuando era pequeño el mundo estaba dividido entre buenos y malos casi desde una perspectiva cinematográfica. Los justos salÃan vencedores y los perversos de turno caÃan derrotados por una absurda y aplastante lógica. Ahora que soy mayor sé que no es asÃ, y por eso le ha dado a mi cerebro por reflexionar que quizá la ausencia de mingitorios públicos se deba al oscuro deseo de poder atrapar a culpables de infringir la flamante ordenanza municipal de civismo aprobada a finales de 2005, horrible regalo navideño que por suerte, aunque según los rotativos de la época llegó a plantearse, evitó prohibir vomitar. ¿Se imaginan a un policÃa multando a un viandante por no poder contener una pésima digestión? Me sentó mal la paella. Lo siento. Por favor, deme sus datos. Podemos ir desnudos en cualquier sitio, pero no podemos escupir o beber una simple lata de cerveza.
¿Nos estamos volviendo locos?
Cuando era pequeño los seres más peligrosos eran los desconocidos. Caramelos al salir y largas gabardinas. El coco cedió su puesto a horribles asesinos de ancianas, todas bondadosas, que dirÃa Barricada. A los veintitrés años leà apasionadamente la obra completa del gran Italo Svevo y quedé prendado por su ciudad, Trieste, famosa por ser la población italiana con más suicidios por habitante y ser la primera localidad en experimentar un sistema que dejaba a los pacientes del manicomio circular libremente por sus calles con fines terapéuticos y de integración. Dice la leyenda, y la creo, que parte de los trastornos psÃquicos de la multicultural urbe se deben a la bora, viento que en su máxima intensidad puede alcanzar los 180 km/h. En Barcelona el dios Eolo es más benigno y la tramontana reside en Figueres; sin embargo, las últimas semanas y mis últimos paseos avanzan hacia la senda y el choque casual con personas afectadas de algún grave problema mental, seres desangelados, ángeles caÃdos por el sufrimiento que andan ciegos, ensimismados en un insondable malestar.
Cuando era pequeño los locos de las pinturas llevaban un gorro napoleónico, como si tal atuendo simbolizara la fina lÃnea que separa la demencia de la genialidad. Los chiflados no son Pablo Picasso, Arnold Schonberg o James Joyce. El pavimento los acoge alienados y temerosos. Cada quince minutos topamos con alguna persona, podemos ser nosotros mismo o el vecino de al lado, con alguna perturbación psÃquica. El martes pasado emprendà una larga y alegre caminata. De repente el cielo tiritó y surgieron nubarrones por doquier. En una esquina un hombre de unos cincuenta años aguantaba un clavel y soltaba piropos a todo bicho viviente que pasara cerca de su refugio majareta. Guapa, estás divina, te lo comerÃa todo. Que culo tienes. PodrÃa ser un pervertido, pero su ida mirada mostraba tonos más preocupantes. Dos calles más arriba un hombre repetÃa voz en grito que con Franco se vivÃa mejor. No lo decÃa para nadie, era su mantra de martes. Cabeza gacha, espalda caÃda.
Cuando era pequeño un compañero de escuela resbaló con un balón que hizo estallar un furibundo ataque de epilepsia. Después de llamar a un amigo subà por una zona peatonal y fije mi visión en un escaparate chino, con los gatos amarillos sin mover el brazo en plan hitleriano porque la crisis aconseja ahorro de pilas en los escaparates. Al ser un enamorado del deambular tengo la visión periférica muy desarrollada. El rabillo de mi ojo–tengo dos, no soy tuerto– vio como un cuerpo se deslizaba desde un banco al suelo. El individuo, de unos sesenta años bien llevados, se movÃa agitado. Llamad a una ambulancia. Ya lo ha hecho ese chico. Muy bien. Se arremolinó una importante cantidad de personas para ver qué ocurrÃa. El señor empezó a golpearse su propia testa. Le cogieron las manos. Sus pupilas mantenÃan un reto con un punto fijo. La multitud creyó estar en un bar viendo la goleada del Barça al Madrid. Yo creo que es epilepsia. No, decÃa el fortachón que impedÃa el movimiento del enfermo, es alcohol, ha bebido y por eso está en otra dimensión. Llegó una hermosa mujer. He visto más veces a Nicolás. Vive por aquÃ, siempre tiene estos ataques. Todos creÃan tener la razón. Veinte minutos después la asistencia médica seguÃa haciéndose esperar y el murmullo aumentó. Mercado de buenos y miserables unidos por el morbo y la afición nacional al marujeo en cualquier faceta de la existencia.
Cuando era pequeño mi principal miedo antes de llegar a casa eran dos perros que ladraban mucho. Ahora cuando saco las llaves de la chaqueta sé que el pavor quizá aparezca en las noticias de la televisión, no en los alrededores de mi hogar, donde cada miércoles merodea un barbudo con gafas que, suelo recordar muy bien rostros y andares, guarda un parecido asombroso con Harry, nombre por el que llamábamos al encargado de material en la Universidad Pompeu Fabra. Harry ahora está sucio y lleva consigo una bolsa de supermercado para el bocadillo. Es capaz de transcurrir horas y horas en emplazamientos que disgustan a la mayorÃa. Entradas de Parking, rellanos de escalera y ángulos obtusos. No lo he comentado con ningún conocido del barrio, pero serÃa harto interesante conocer el motivo de sus apariciones, pues el antiguo empleado del templo del saber acude a su cita puntual, como si se tratase de un pacto privado o una tradición que mantener. Misterios.
Cuando era pequeño un compañero de pupitre, y otros niños con bastante mala leche, solÃa emplear una amenaza infalible: mi padre tiene una escopeta y te matará. El jueves pasado un anciano con gorra de los Memphis grizzlies me soltó que toda la culpa era mÃa y por eso merecÃa morir. Hay mucho majareta en la calle, gente sin pecado alguno que son dejados de la mano de Dios por las instituciones. Mis abuelos no conocieron la palabra depresión, entonces no existÃa y ahora desde nuestro relativo avance, no es lo mismo progreso que desarrollo, podrÃamos intentar ayudar a las personas que necesitan algún tipo de atención que facilite la difÃcil tarea de vivir. Mientras atendemos medidas utópicas nos conformaremos con costosas campañas publicitarias y proclamas como la de Jordi Hereu, quien en la reciente inauguración de una librerÃa pronunció un frÃvolo más lectura y menos crisis que poca o ninguna gracia tiene. Gajes del oficio. Perturbaciones más que mentales.
Jordi Corominas i Julián
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