Una de las novelas más agrias de Naipaul arranca con su protagonista, Ralph Sing, subiendo a toda prisa la escalera de la destartalada pensión inglesa donde malvive para observar desde la terraza cómo cae la nieve. Cuando la casera se interesa por el repentino furor de su inquilino, el joven le responde que para su familia él siempre ha sido “el de la nieveâ€. El lector tarda veinte páginas en descubrir que Sing es ciudadano de una colonia caribeña donde los muchachos nadan en playas calurosas, donde creció ambicionando con hacerse un nombre en Londres al tiempo que simulaba su aprecio por un fenómeno atmosférico que nunca habÃa contemplado.
El fracaso formativo y sentimental de Sing en Londres le empuja a regresar a su colonia insular. AllÃ, amparado por su participación en una empresa polÃtica vagamente nacionalista, se dedicará a granjearse una fortuna manejable con tejemanejes que ahora llamarÃamos urbanÃsticos. Las dificultades de Sing empiezan cuando se desata una crisis económica que empuja a sus votantes a exigirle medidas efectivas. La isla necesita más independencia o más dinero y Sing regresa a Europa en calidad de ministro para plantear una serie de reivindicaciones concretas a la antigua metrópolis.
Londres le procura a Sing una serie de lecciones de realismo: constata que el margen de maniobra real de su colonia es risible, deben limitarse a gestionar las lÃneas maestras trazadas por instituciones demasiado grandes y lejanas para dialogar o imponerles nada, Sing es un actor que simula tomar decisiones en un simulacro de polÃtica. La broma inicial de Naipaul reverbera con amargura al pasar de la peripecia personal de un presumido a la impotencia pública.
El lector occidental podÃa avanzar más sereno por las crudas ironÃas de Naipaul cuando se publicó el libro en 1967 que en 2011. Si bien la situación polÃtica y económica de las antiguas colonias es notablemente distinta a las de un estado europeo, la distancia que separa a unos polÃticos que simulan poderes que todavÃa no han alcanzado mientras maduran como paÃses independientes se ha reducido en relación a unos estados que están cediendo poder a organismos supranacionales sobre los que el ciudadano apenas puede aspirar a influir.
Lejos de disimular esta dependencia de las directrices de la Unión Europea o del FMI, los polÃticos españoles con responsabilidades de gobierno han optado, ante la debacle económica, por actuar no sólo como si se enfrentasen a una plaga de langostas (mal disimulando que en España la crisis se amplificó por la connivencia de las consejerÃas de urbanismo con la burbuja inmobiliaria), sino también como si las gravosas medidas adoptadas fuesen ajenas a su capacidad de decisión, dictadas por un oráculo superior.
Los polÃticos españoles llevan dos años emitiendo señales de impotencia. En mi ciudad, Barcelona, hemos asistido en pocos meses a cómo Artur Mas participaba en un referendo callejero sobre un asunto tan importante y delicado como la independencia. ¿Se preocupó alguien de su partido en evaluar en qué posición quedaba la institución más poderosa del paÃs (o de la comunidad o la región, tanto da) si su máximo representante escenifica en espacios de polÃtica ficción asuntos con los que deberÃa bregar en los foros donde se toman las decisiones que afectan a la vida de sus representados? Y todavÃa hoy, en los carteles electorales del “alcaldable†por el partido que ha dirigido la mutilación del sistema de pensiones se puede leer: “Barcelona m’agrada. Que no te la retallin†(“Barcelona me gusta, que no te la recortenâ€). No se trata, aunque también, del proverbial cinismo propagandista con el que suelen dirigirse a los ciudadanos, ni de un partido o de otro, es un hábito generalizado que se intensifica mes a mes: dar por hecho que la responsabilidad no va con ellos, que su trabajo es gestionar directrices ajenas.
Hace tiempo que el ciudadano se desencantó de la predisposición de los partidos a dejarse irrigar por las iniciativas cÃvicas. Arrastrados por la marea de una economÃa que no dejaba de crecer hemos aprendido a convivir con una casta de gestores alérgica a las listas abiertas, reacia a dotarse de un sistema de financiamiento transparente, que prima las lealtades medrosas, y que, como denunciaba hace bien poco Javier Calvo, reacciona con alarma ante cualquier intromisión de agentes exteriores (no importa mucho el signo, que sea C’s o Joan Laporta) hasta que no son convenientemente metabolizados. Entretanto, el “debate polÃtico†en los medios rara vez trasciende el berreo recÃproco de las jaurÃas alineadas, y a la intensificación de los reproches nacionalistas (catalán, vasco, gallego o español, qué más da) que entretanto han alcanzado temperaturas bochornosas.
Es probable que la abstención no sea el resultado de un desinterés por la polÃtica (entendido como el juego de asuntos que concierten a la comunidad) sino por las convocatorias que los gestores públicos organizan para que puntuemos sus concursos publicitarios. Es también probable que lo que ha provocado la salida de miles de ciudadanos a las plazas sea fruto de una genuina preocupación polÃtica que los partidos son incapaces de capitalizar toda vez que ellos mismos allà donde gobiernan llevan dos años dedicándonos muecas y gestos estentóreos para recordarnos que ellos se limitan a obedecer órdenes.
La lección de Los simuladores quizás sea que cuando la polÃtica se refugia en la ficción aumenta el riesgo de que la realidad se manifieste en las calles. Si bien la situación descrita por Naipaul no es (afortunadamente) extrapolable, y el paralelo aquà trazado sólo sea orientativo, tampoco parece responsable despreciar a los “acampados†como mochileros incautos o venenosos antisistemas; es probable que estos miles de ciudadanos, hastiados de una casta polÃtica que parece haberle encontrado el gusto a presentarse como marionetas, estén allà para solicitar un interlocutor válido (o para aprender cómo constituirse ellos mismos en interlocutores) para expresar o proponer aquello que quieran expresar y proponer, sea lo que sea. Quizás la difÃcil pregunta que intentan resolver es en qué punto de la escala que va desde simular un poder que no se tiene hasta fingir una irresponsable impotencia se encuentra ahora mismo la clase polÃtica.
Tampoco hay que descartar que a 20 de Mayo de 2011 esa misma clase polÃtica todavÃa no haya entendido la naturaleza y las implicaciones de la pregunta.
Gonzalo Torné
Excelente artÃculo, y muy oportuno.
Gonzalo Torné (Jerez, 1949)
Aranjuez – Madrid