Luvina: la bilis negra en el cuento de Juan Rulfo

Mucho se habla de la melancolía, incluso catalogándola como una de las grandes enfermedades del siglo de oro. Lo que muy pocos se debaten es su beneficio de apertura hacia el sueño y la gracia, esos dos estados virtuosos con los que es posible construir descripciones solemnes y estéticas. Quizás muchas de las apreciadas obras literarias, partieron de este supuesto, algunas bajo la intención de sublimar el desconsuelo y otras como resultado inconsciente de un embeleso en los suspiros. Sea como fuere, el texto melancólico nos envuelve y nos transporta… ¿Y hacia dónde nos lleva su fuerte viento? Probablemente hacia nosotros mismos, posiblemente hacia la sorpresa de escucharnos a través de los diálogos de sentencias ajenas, esas que de vez en cuando leemos en un libro.

C. J. Ga.

“Leyendo un libro, un día, de repente, hallé un ejemplo de melancolía:
Un hombre que callaba y sonreía, muriéndose de sed junto a una fuente”.

José Ángel Buesa, poeta, novelista y profesor cubano.
(Cuba, 1910-República Dominicana, 1982).

Juan Rulfo (foto: Muladarnews)

Bien se ha dicho que “la nostalgia del paraíso es el deseo del hombre de no ser hombre” (Milan Kundera), razón suficiente para observar que los fantasmas, de aquel pasado que les queda de consuelo, tienen mayor pisada que los habitantes de las comunas que aún permanecen vivos.  En el cuento de Juan Rulfo “Luvina”, el relato probablemente más poético del  libro titulado El llano en llamas (1953), se describe con morriña la imagen de las calles de un pueblo casi espectral; un sitio en donde “nadie lleva la cuenta de las horas”(2)  y en donde “a nadie le preocupa cómo van amontonándose los años”(2).

El cuento “Luvina” leído por Juan Rulfo
www.archivosonoro.org

En un pueblo con habitantes, cuyos días sencillamente “comienzan y se acaban”(2)-hasta el momento de la muerte, “que para ellos es una esperanza”(2)– viene a mi memoria aquella frase en la que Juan Rulfo, escritor, fotógrafo y guionista mexicano, hablara del elíxir figurado que mantiene al hombre al día: “¿La ilusión? Eso cuesta caro. A mí me costó vivir más de lo debido”.

Pensando en la prolongación de sus anhelos, que probablemente marcaron la dilatación misma de su ánimo dentro de la literatura hispanoamericana, Juan Rulfo enseñó, mediante sus cuentos cargados de realismo mágico -un género metalingüístico en el que lo extraño se presenta como algo común y cotidiano- que “los problemas sociales se pueden plantear de una manera artística” (Juan Rulfo), siendo además ineludible el hecho de evadir de la obra la temática del brete social, ya que invariablemente “surgen estados conflictivos, que obligan al escritor a desarrollarlo” (Juan Rulfo).

En el debate de las fuentes inspiracionales, que pudieran plantear una historia con la crudeza de la imagen, o con el esteticismo de la lírica, cabe preguntar entonces: ¿Dónde queda la intención por la existencia? ¿Al filo del anhelo entusiasmado? -que cuesta más al  prolongar las necedades por las que se lucha- o a la orilla de aquel “humor bruno”(3)-ese flujo que congela a la sangre con melancolía-… ¿Se pierde más en la cotidianeidad que pretende llenarse de sorpresas?, o en las tardes de brindis en los que la cerveza y el mezcal alivian a la memoria seca -como si se “enjuagara la cabeza con aceite alcanforado”(2)-.

En el contexto de una testa, que busca llenarse de todo menos de experiencias,  “la mirada melancólica permanece inexpresiva mientras sea concebida sin la perspectiva de lo ilimitado”(1)… De esta manera “la melancolía implica un estado vago, sin ninguna intención determinada”(1)-tal como cuando se observa un punto fijo, como aquel borracho del cuento que posa sus luceros sobre la mesa, justo “donde los comejenes ya sin sus alas rondaban como gusanitos desnudos”(2)-.

Y si Luvina era una clase de purgatorio, “un lugar moribundo donde se han muerto hasta los perros”(2),  y un sitio en dónde “ya no queda ni quien le ladre al silencio”(2), ¿por qué solo se esperaba a la muerte y no se aceleraba su encuentro en el suicidio? Probablemente porque para un pueblo melancólico, el mundo se convierte en “un espectáculo al que el ser humano asiste pasivamente”. Quizás porque en el recuerdo de lo estético, “la nostalgia vuelve al ser humano melancólico sin paralizarlo, sin hacer fracasar sus aspiraciones”(1), ello debido a que la conciencia de lo irreparable que concibe,  “no se aplica más que al pasado”(1),  de modo que “el porvenir permanece, en cierta manera, abierto” (1).

Y  “¿por qué la melancolía exige una plenitud exterior?”(1)-preguntaría el escritor y filósofo rumano Emil Cioran– quizás “porque su estructura implica una dilatación, un vacío cuyas fronteras no es posible establecer”(1). De esta manera, la melancolía  no es una expansión de la existencia, sino una “gangrena” que hace retornar al cuerpo en la vacuidad, la estática y la espera -tal como se dejaba carcomer en el pueblo inamovible descrito por Juan Rulfo-.

Y de su origen profundo, la fatiga, esa sensación de cansancio extremo, agotamiento o debilidad que trae como sedimento la supervivencia y no la vida, los aforismos cioranistas señalaban que “representa la primera causa orgánica del saber”(1), ya que ella produce las condiciones fundamentales para una distinción del ser humano en el mundo. De esta forma, “la fatiga nos hace vivir por debajo del nivel normal de la vida y no nos concede más que un presentimiento de las tensiones vitales”(1). Por consiguiente, las raíces de la melancolía se encuentran en “una región en la que la vida es vacilante y problemática”(1), de modo que es fértil para el saber y estéril para la existencia.

Es por eso que “nunca verá usted un cielo azul en Luvina”(2)-relata con solemnidad el cuento y se expresa a usted lector para que lo viva-. “…Allí todo el horizonte está desteñido; nublado siempre por una mancha caliginosa que no se borra nunca” tal como se observa en la bóveda de algunas ciudades que la actualidad habita-. Justo como nos imaginamos a aquella insoportable aridez de vegetación y pensamientos, en el espacio donde anida la tristeza, “donde no se conoce la sonrisa”(2)… Donde el aire juega con la emoción “pero no se la lleva nunca”(2).

Ahora bien, se puede dar otro cuestionamiento… ¿Los habitantes de Luvina sufrían el presente incierto? O como buenos melancólicos, hacían tolerable sus monótonas vivencias con la sublimación en la soledad y el abandono. Desde las miras de un poblado que no desea marcharse para tener otro comienzo, pudiera apreciarse que los viejos, y las mujeres sin fuerzas dejadas por sus esposos, guardaban estados de ánimo con escasa pena, considerándolos incluso como disposiciones poéticas. Y es que al final de cuentas, en el paraje desolado de un pueblo sin esperanza -o con la única promesa de sus  rezos frente a un claustro polvoroso- “el mundo adquiere una belleza extraña y enfermiza”(1), ya que la melancolía “es la felicidad de estar triste” (Victor Hugo).

En base a esta condición recreativa, que no siempre se deshace en el desenlace trágico de una irremediable enfermedad, cabe recordar que “la melancolía es una tristeza, un deseo sin nada de dolor” (Henry Longfellow Wadsworth), a su vez que es  parecida a ésta “en la misma medida en que la neblina se parece a la lluvia” (Henry Longfellow Wadsworth). Ya que como el vaho evanescente que no moja carreteras, pero empaña las ventanas y nubla diligencias, “la melancolía es la tristeza que ha adquirido ligereza” (Italo Calvino).

Con la melancolía y su sentido profundo de la soledad, que suspende al hombre en el “estar” y no en la transformación del “ser”, “vivir solo significa no pedirle nada a la vida, no esperar ya nada de ella”(1). De ahí que el pueblo de Luvina no aguardase ni la ayuda del gobierno, pues de acuerdo a sus experiencias, el político no tenía una “madre” que velara desinteresadamente por sus  huertos.

En el pueblo deteriorado, el aislamiento era acatado -de la misma manera en que la costumbre de tener visiones, en las que  se “observaba” al viento “llevando a rastras una cobija negra”(2), era la típica imagen del desconsuelo que irónicamente era el serenamiento-.  Recordemos que en medio de la melancolía, hasta los fantasmas son compañía, pues “la muerte es la única sorpresa de la soledad”(1). Por eso es que la gente de Luvina se pregunta “¿quién se llevará a nuestros muertos?”(2)-anteponiendo este pretexto absurdo a su propia integridad-.

Para el poblado etéreo, que dulce y voluptuosamente espera su final, la honra del entierro queda muy por encima de la necesidad de alimentar a sus propios cuerpos. Los sobrevivientes sienten simpatía por los ausentes, por los espectros, mezclando  su hondo compromiso para devolverles el favor que les han hecho: el bien de no haberlos dejado tan solo con sus recuerdos.

En  el cuento de Juan Rulfo, los vivos  defienden a sus muertos: “Ellos viven aquí y no podemos dejarlos solos”(2).  Mientras tanto, los viejos aguardan por el día de la muerte, “sentados en sus puertas, con los brazos caídos, movidos sólo por esa gracia que es la gratitud del hijo… Solos, en aquella soledad de Luvina”(2).

30 de julio del 2012, Zapopan, Jalisco, México.

Cristina Juárez García
http://cristinajuarezgaopusculos.blogspot.com

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ANEXOS

(1)  Cioran E., “La melancolía”. En las cimas de la desesperación. Traducción de Rafael Ponzio. Primera edición en Fábula Tusquets Editores México: julio de 2009. P.p. 54 a 62.

(2) Fragmentos de “Luvina”, cuento de Juan Rulfo perteneciente a la obra El llano en llamas  de Editorial Anagrama (2006).

(3)  El término melancolía viene del griego clásico μέλας «negro» y χολή «bilis», un concepto que hacía referencia al desequilibrio de los humores del cuerpo.

Cristina Juárez García

Cristina Juárez García (Oaxaca de Juárez, México, 1987), médico de pregrado y escritora. Estudios cursados en la Escuela de Medicina del Tecnológico de Monterrey (Nuevo León, México) y en la UAB, en prácticas de internado en el departamento de psiquiatría del Hospital Vall d' Hebron (Barcelona). Actualmente colabora en la elaboración de textos del Colectivo de arte contemporáneo mexicano Artecocodrilo.com, trabaja en su primera publicación literaria: “¿Cartas a Suso? Hablaba de ti y no de mí”, recopilación de prosas y versos abordados como profundizaciones de un recuerdo y cotejo analítico de un sentimiento.

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