Madame Melville
Texto: Richard Nelson
Traducción al catalán: Jordi Prat i Coll
Dirección: Àngel Llà cer
Música original: Manu Guix
Reparto: Clara Segura (Claudie), Carlos Cuevas (Carl),
Montse Vellvehà (Ruth)Teatre Borràs (Barcelona), hasta el 31 de julio de 2011
Hay pocos montajes teatrales en los que se produce ese curioso efecto que consiste en que, cuando se llegan a ciertos momentos claves de la representación, parece que la iluminación sobre el escenario disminuye sensiblemente, y uno nunca sabe si es cosa de un trabajo intencionado de iluminación, o es la propia retina la que se ajusta a esa variación y lo que hay alrededor del escenario se apaga; variación siempre mÃnima, pero de una gradación suficiente como para tomar conciencia de ella y un sÃntoma claro de encontrarse cerca de un cierto tipo de verdad.
De hecho, no es este un montaje excesivamente complicado a nivel técnico: una escenografÃa práctica pero llena de curiosos detalles, un vestuario más que correcto con predilección por los tonos planos en los que se destacan piezas determinadas, y una música ambiental apoyando el excepcional trabajo con el ritmo que Llà cer ha realizado sobre unos diálogos ágiles y realmente ingeniosos, en los que se deja espacio para una introspección, si bien superficial y claramente contemporánea, por otro lado es muy honesta, muy alegre. Toda la pieza es alegre. No podÃa ser de otra manera viniendo del autor de Chess, libreto para el musical de ABBA, versión Broadway, y de la adaptación extrañÃsima de Los muertos de Joyce, por la que se llevó el Tony en el 2000, poco antes de que se extinguiese la civilización. Un cierto tipo de civilización al menos, esa que se describe en esta historia, la que vivÃa antes del despertar parisino de mayo del ’68.
La intriga es sencilla: Carl es un estudiante americano ingenuo y muy controlado por sus padres (interpretado por Carlos Cuevas, homólogo de Macaulay Culkin, mejor que si hubiera sido un trasunto de Harry Potter), que tiene una aventura intelectual y fÃsica con Claudie (Clara Segura, que siempre da luz a los repartos multitudinarios), una de sus profesoras. En ese mismo apartamento lleno de libros y discos, presidido en la escenografÃa del Borrà s por un póster de Ladrón de bicicletas, aprenderá de la vida, beberá vino, fumará porros, y bailará con ella y con su vecina Ruth (un trabajo muy especial de Montse VellvehÃ, actriz de las que se quedan grabadas en la retina por su belleza y su forma de mezclarse con las tablas), algo que sucedÃa en muchos de los áticos de ParÃs de mediados de los sesenta. El sofá en el centro de la habitación con sus cojines, la mesa plegable, el cenicero como un ovni, el tocadiscos y las ventanas perpetuamente empañadas. Los actores actúan como esas personas que necesitaban un cambio en su sociedad; los actores aquà convierten los personajes en personas, para ser más exagerados y acertados aún. Comen poco, fuman mucho, sostienen conversaciones atropelladas y viven ante una continua expectación, un rumor en las calles y en los cafés, una nueva ola en los cines y un revisionismo constante en la música. Sueñan sobre el sofá, apoyados en la pared con los hombros caÃdos con convicción por el peso de las circunstancias. Reciben la educación en libros de saldo, descubren la imposibilidad del Kamasutra, repiten a Racine sin conocerlo de verdad, Proust es un espejismo que comienza a citarse sin leerse. Pierre Bonard levanta las faldas a las muchachas, y Hopper se cuela como un espectro al que nunca se nombra, pero sabemos que está ahÃ. Faulkner es ese tÃo al que no entendemos pero es alucinante. Los labios se asoman como desde una azotea cuando los chicos hablan, los dÃas son largos y las semanas cortas; hay ganas de caminar descalzo y desvariar, pero no como los hippies, sino más bien como un beat sobrio que prefiere quedarse en casa. Aquà las referencias son muy reconocibles: Godard, Johnny Cash, Shakespeare en zapatillas y bata. SerÃa fácil caer en la trampa de inundar la pieza de tÃtulos desconocidos, pero de lo que se trata es de hablar del descubrimiento, de la primera vez con una obra artÃstica, atrapar ese momento que sigue a la recomendación entusiasta de un libro o una pelÃcula, de disfrutar del surco deslizándose por el vinilo, ese momento hasta que la música empieza. Además, la gente hablaba entonces de Jules y Jim, o de Hiroshima mon amour como hoy lo hacemos de la última de Woody Allen o de Piratas del Caribe.
Aún queda algo más: Carl no sólo hace el amor con su profesora, también lo hace con la generación anterior. Se empiezan a disolver ciertas barreras sociales, ciertas convenciones. No es una fantasÃa al uso. Él empieza a descubrir el amor, y ella que el desencanto amoroso tiene puertas de salida de emergencia. Eso es lo que vemos en las secuencias más explosivas y divertidas de la obra, hasta que irrumpe como un puñetazo la realidad tozuda e impostada que hay en el exterior del piso, lugar que se habÃa convertido en una especie de refugio o cueva para dos generaciones que buscan encontrarse. A él le toca regresar a su ambiente controlado, y la relación se diluye con el paso del tiempo, aunque siempre queda de fondo la memoria. Una memoria que sin embargo hace daño, quizá más que la misma separación.
Entonces es cuando nos toca preguntarnos si para seguir adelante es necesario recomponer todas las rupturas, si una generación (pongamos por ejemplo los nacidos a principios de los ochenta) tiene que empezar a fijarse en la preparada y algo compleja época anterior (mediados de los setenta) y sujetarse del pezón como en el cuadro de Gabrielle d’Estrées. O quizá tan sólo sea una cuestión de vivir intensamente, de matarnos a besos.
Daniel Jándula
www.nedham.blogspot.com
Fotos: Teatre Borràs / Produccions Pas 29