Mítico Robert Mitchum, inolvidable Eddie Coyle

La cuestión principal de Los amigos de Eddie Coyle es comprobar que no tiene ningún amigo, pero lo realmente importante de la novela de George V. Higgins es que todo está en los diálogos.

Higgins no era un escritor profesional cuando escribió su primer libro, y posiblemente gracias a eso nos encontramos ante una de las novelas más excitantes que se haya escrito en mucho tiempo. Seguramente porque ni siquiera se paró a pensar en ello, las descripciones y las atormentadas infancias de los perturbados personajes brillan por su ausencia. Todo lo fía a unos diálogos que, queriendo o sin querer, describen a los personajes y sus circunstancias, dejando en todo momento que sea el lector el que entienda al personaje. Pueden llamarlo costumbrismo, que también, pero lo importante es que Higgins no siguió casi ninguna de las reglas sagradas de la novela canónica, ya sea por desconocimiento o por intencionalidad. Esta duda queda porque todo lo que escribió después de Los amigos de Eddie Coyle, su ya mítico debut, incluye más elementos del canon, sumando páginas y paja innecesaria. Muchos le dirían aquello de «sí, está muy bien, pero…». En cualquier caso, siempre fue mejor que todos los pelmas que le susurraron los peros y siempre nos quedará ese maravilloso costumbrismo al que luego nos acostumbraríamos a base de imitaciones, primero literarias y luego, sobre todo, cinematográficas. Higgins había sido fiscal antes que escritor y sabía muy bien de lo que hablaba y cómo hablaban sus personajes. La novela negra clásica murió -definitivamente- el día que Higgins se decidió a publicar lo escrito sobre todo aquello que había vivido en primera persona. Los diálogos dejaron de ser la guarnición para convertirse en el plato principal, las descripciones se convirtieron en una simple necesidad y no en una forma de lucimiento para el escritor y la acción descrita en la única manera de contarnos las cosas como si estuviéramos allí, sin alambicados párrafos que no se acaban nunca.

George V. Higgins (foto: muckrack.com)

Si algo destaca en Los amigos de Eddie Coyle al compararla con el resto de sus novelas (por ejemplo la que acaba de ser adaptada, Cogan’s Trade, traducida ahora como Mátalos suavemente), es la mesura en su heterodoxa manera de escribir y la falta de ganas por plegarse a las convenciones clásicas para agradar a todos. Los diálogos pueden ser todo lo maravillosos que se quiera y todo lo irónicos y cínicos que la situación permita, pero nunca pierden la funcionalidad de describir y ambientar la situación y a los personajes que la pueblan, entendidos como un todo conectado. Las subtramas son igualmente funcionales y necesarias para el desarrollo de la trama principal, lo que hace que prestemos atención en todo momento. La suspensión de la acción como digresión la utiliza para poder alargar unos diálogos cargados de jerga callejera (una de las cosas que más sorprendió allá en 1970), pero sin perder nunca el ritmo en la progresión de la trama principal -que en ningún caso está entorpecida por las subtramas y sus diálogos-. La forma en la que se equipara la personalidad y las aspiraciones del personaje con el coche que lleva y paga es una inteligente manera de utilizar un estereotipo masculino para describir a los personajes, sobre todo porque establece dicha estructura descriptiva en la primera conversación de Jackie Brown con su proveedor de armas y luego no abusa sistemáticamente del recurso. He aquí una lista de cosas que se deben hacer y que, sin embargo, la mayoría de los escritores -superventas o no- de novela negra ni siquiera intentan. Incluso el propio Higgins, en novelas posteriores, cae en algunas de esas trampas de lo fácil o lo recargado. Algunos de esos errores se pueden ver, de una manera muy moderada y en un entorno de grandísima calidad, en Cogan’s Trade, la tercera novela de Higgins, que se acaba de llevar al cine.

La película homónima dirigida por Peter Yates (1973), sin llegar a obra maestra, hizo honor a la novela publicada tres años antes y, aunque no recibió los premios que se merecía, no ha dejado de ganar con los años y las comparaciones con sus imitadores. Paul Monash, el guionista, acierta al darse cuenta de que los diálogos tenía que dejarlos tal cual, y en la mayoría del metraje es lo que hace. Se le podría reprochar a Yates un cierto conservadurismo que no termina de aprovechar todas las posibilidades del original, pero es algo que podemos decir ahora, muchos años después de Tarantino, Ritchie y compañía -que toman como ejemplo películas como The friends of Eddie Coyle, mal traducida en España como El confidente y las novelas de Higgins y Elmore Leonard-. Peter Yates ya había sido el responsable de películas como El gran robo, Bullitt y Un diamante al rojo vivo, y la que nos ocupa repite la fórmula que le dio el éxito en las anteriormente mencionadas. Un estilo clásico y seco hasta la médula que lo fía casi todo al buen hacer de los personajes, desde que son escritos hasta que son interpretados. El material de partida es genial y Robert Mitchum (Coyle) está impagable en una de sus actuaciones más míticas, empezando por el discurso a propósito de los nudillos, con el que queda retratado en los primeros minutos del metraje. Peter Boyle (Dillon, que luego aparecerá casi innecesariamente en Cogan’s Trade) y Richard Jordan (un policía nada heroico) tampoco defraudan. Retratados con ese realismo clásico, esa cámara que se limita a observar, al mismo tiempo que vemos los primeros destellos de la otra cámara en movimiento. Una película y una novela que marcan el final de una época y dan los primeros pasos de una nueva, a la que no se le puede reprochar nada y que mantiene la intriga desde el primer minuto sabiendo esconder el desenlace. El costumbrismo de Higgins hace el resto, porque la verdad es que nunca antes habíamos oído esas conversaciones de mafiosos tan de poca monta, los asesinos nunca habían sido tan de andar por casa y camareros a tiempo parcial, y el negocio del contrabando de armas pocas veces había sido tan cutre. Los personajes más que hablar, «rajan» sin parar, y sin embargo no dicen casi nada de manera directa. Los diálogos se cierran sobre sí mismos alcanzando siempre una conclusión, sobre la abyecta personalidad del personaje o sobre las inevitables consecuencias de sus actos, pero nunca le escupen al lector-espectador qué tiene que pensar.

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Nota: La película fue traducida como El confidente y la novela, que se publicó en España el mismo año, El chivato. La reedición de la novela recupera el título verdadero. El DVD sigue titulándose El confidente. En fin, cosas de los traductores.

Jesús Díaz de Lope

Jesús Díaz de Lope

Nació en septiembre de 1984 de manera esperada, estudió desde chiquito con los salesianos, salió de allí y acabó licenciándose en Sociología, a la que no se dedica. Luego estudió otras cosas y ahora realiza trabajos de lo más variopintos, va complusivamente al cine y tiende a escribir por la noche.

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