Volvemos al cuaderno de notas cuando volvemos al viaje.
DÃas de descanso y desconexión en Cabo Verde. La primera parada es Praia, capital del paÃs, ciudad situada en la isla de Santiago. Allà los carteles, aunque estamos a finales de julio, anuncian conciertos, actos, congresos, para el pasado abril. Los letreros comienzan a saltar, queriendo huir de su destino y de los soportes metálicos donde están enganchados, por las puntas, que se doblan hacia afuera, contra el tiempo caducado. Todo acaba en abril.
A lo alto de la urbe se asoma, como un balcón colonial, el barrio de Plateau. Las casas pintadas de azulete, la plaza de Alexandre de Albuquerque, y la avenida AlmÃcar Cabral acaban en una rotonda que es la puerta del liceo, donde salen los niños, en la mañana uniformados, con hambre de mar y juego. A tan sólo una calle nos encontramos por accidente con el hospital, donde una mujer llora en la puerta, desconsoladamente, en medio de una fila de ciudadanos que, con un pulcro orden, esperan a que le comuniquen su correspondiente dolor.
En la rampa que baja al puerto, los taxistas limpian sus coches con toda la espuma que pueden sacar del enfangado barreño. La espuma de los dÃas.
En la plaza de Palmarejo, como en una acuarela de Barceló, hay un mercado -epicentro de todas las ciudades- en la que la ropa de segunda mano comparte protagonismo con paradas de caramelos. Las moscas susurran todos sus secretos.
Los niños son los anfibios de la tarde. Acuden a una playa minúscula, Prainha, para saltar sobre las olas atlánticas, algo domesticadas por estos lares, como el que juega a la comba. Es una suerte de bahÃa protegida por dos brazos. Uno, el derecho, está formado por las rocas en las que los más pequeños buscan pulpos o percebes. El otro brazo es un edificio a medio hacer que será, quién sabe cuándo, un hotel o un restaurante. Como en tantos lugares de la isla, es la construcción fantasma que se reivindica, a veces con la violencia del vacÃo, en paisaje transformado.
Desde el faro de Praia observamos la Isla de Santa MarÃa, un pedrusco a pocos metros de la arena, en la que antes -nos cuenta el farero- encerraban a los enfermos de lepra para aislarlos del resto de ciudadanos. En las islas también aÃslan. Ahora, nos relata este hombre corpulento, que nos ha dejado ver todos los rincones de su torre de marfil a cambio de cien escudos, quieren construir un casino. La lepra del dinero. La historia, asÃ, haciendo su propia justicia poética.
Es en Gamboa, una playa larga y sucia, donde los niños juegan a fútbol. Grandes contenedores del puerto, granates y oxidados, son las paredes de un campo en el que el dribbling, la bicicleta y el caño suman más que todos los goles por la escuadra.
Mientras, las barcas de pescadores, impasibles al partido, duermen su siesta. Con los gatos bailando en las cubiertas descubiertas.
En el barrio de Santo António las embajadas ondean sus banderas. Pero aquà la única patria es la del sol. Las mujeres, en vez de bolso o carro de la compra, transportan las bananas y los atunes en un cubo reutilizado de pintura plástica. Leemos en lo alto de sus cabezas Novalac, la marca que un dÃa sirvió para cubrir de blanco las paredes, y que hoy lucen como el logo de sus elegantes y útiles sombreros de copa.
En los dÃas más limpios
No hay más de veinte minutos en coche desde Praia. A las puertas del mercado de Sucupira, nos subimos en una furgoneta que, por el equivalente a dos euros, nos llevará a la Ribeira Grande de Santiago, donde está Cidade Velha, centro histórico de la isla.
Las mujeres han subido tal cual en la furgoneta, con su trajinar a cuestas. En el suelo del vehÃculo hay plátanos, chucherÃas y artilugios no identificados. La carretera serpentea piedras y arena roja, una suerte de paisaje marciano con banda sonora de morna, género nostálgico y marÃtimo que cultivó Eugénio Tavares, poeta nacional por excelencia. Es la saudade caboverdiana: “Fomos singrando, sob um céu cinzento / Como, num ar de chuva, uma andorinhaâ€.
Habita dentro de esa furgoneta el aliento de tantas migraciones, la mirada callada que atraviesa horizontes en busca, quién sabe, de la familia que ha ido esparciéndose por el mundo asfaltado.
Hay en las rocas frases pintadas de blanco, agresiones de brocha gorda a los pedruscos desnudos. Son, cómo no, mensajes polÃticos, invitaciones al voto, proclamas electorales que conviven con el plástico abandonado de las botellas vacÃas. La mercadotecnia y la propaganda intentando, también aquÃ, domesticarlo todo.
Estamos solos, con un único guÃa silencioso, en la Fortaleza Real de San Felipe. Funciona como un espléndido mirador, recientemente reconstruido, desde el que, según promete el discreto cicerone, se puede ver, en los dÃas más limpios, la cercana isla de Fogo. La muralla regatea el acantilado enseñando sus cañones usados, como si fueran grandes habanos olvidados.
Ya abajo, caminamos por la corta y humilde Rua Banana, la calle más antigua del Ãfrica subsahariana. Algunas de las viejas casas, cubiertas de cal, conservan los techos de paja. En la plaza, allà donde antes vendÃan los esclavos, encontramos un chiringuito al pie mismo del mar (y eso, aquÃ, es literalidad pura). Enseguida reconocemos a Juan, un canario que apareció en el programa que Españoles en el mundo dedicó a Cabo Verde.
Es el gerente del local. Nos prepara, con cebolla, tomate y perejil, unas maravillosas coquiñas. Luego, dos enormes salmonetes, rojos como la tierra del camino, que parecen pedir clemencia. No hay compasión que valga.
Perros y jacaranda
Otra vez acudimos al mercado de Sucupira, ya que sus puertas funcionan como estación improvisada. Nos hemos acercado con un taxi, desde el hotel, pero ahora la palabra mágica, Tarrafal, ha levantado todas las expectativas de los chóferes que esperan en la zona.
Asaltan directamente el taxi, nos cogen del brazo, y cada uno nos estira hacia su furgoneta. Durante los primeros segundos no sabemos qué pasa, si nos están atracando o quieren matarnos allà mismo. Pronto comprenderemos que estamos presenciando una especie de representación teatral. Se insultan, se acusan de alta traición, e intentan, acumulando todo tipo de argumentos, que hagamos con ellos el viaje. No es como ir a Cidade Velha. El trayecto es mucho más largo, tal vez sesenta kilómetros de curvas y montañas, y la recompensa son quinientos escudos de ida y quinientos de vuelta.
– Tarrafal, Tarrafal. -siguen gritando.
Las prisas para llenar las furgonetas se entienden luego. Hasta que no tengan todos los pasajeros -nueve o diez como mÃnimo- no partiremos. De hecho, desde que nos hemos sentado en los sillones traseros, pasará una larga hora hasta que eso arranque. Luego iremos parando por el camino, en medio de una carretera solitaria o en el pueblo de Assomada. Los pasajeros irán sumando -somos los únicos blancos de esta habitación de los hermanos Marx a cuatro ruedas- hasta llegar a los veinticuatro personas afrontando, juntas, cada desnivel. El Dragon Khan es para cobardes.
La urgencia es, pues, palabra extranjera. Alguien obligará a detenerse al conductor para comprar una Coca-cola, o ultimar un recado. Lo normal.
Por fin, después de dos horas, llegamos a la ciudad. Un viejo campo de concentración abandonado, a nuestra izquierda. Bajamos en la plaza central, enfrente de una iglesia blanca y azul, y saboreamos algunos de los pocos gestos de morabeza -la hospitalidad de la que presumen los caboverdianos- que encontraremos en el camino. El resto, una indiferencia que resulta ser, en realidad, la mejor de las sonrisas.
Nos equivocamos en la calle que lleva a la playa -cosa difÃcil por las dimensiones del lugar-, y llegamos a un bar cerrado junto a múltiples piscinas naturales formadas por rocas negras. “No cagarâ€, reclama una inscripción rupestre que leemos en una minúscula cala. Indicación que se agradece, por supuesto, porque vamos descalzos, y porque nada, a estas alturas, puede arruinar nuestra sensación de ser el mismÃsimo Caspar David Friedrich mirando el insondable horizonte.
Lo sublime, eso sÃ, es una fiebre de corto recorrido. A nuestra espalda, bolsas rojas y verdes ondean atrapadas en los matorrales.
Caminado se hace camino y asÃ, por sorpresa, se presenta la bahÃa de Tarrafal, la playa de arena blanca de la que tanto nos han hablado. Los perros -los perros de Cabo Verde son los vagabundos más felices de la Tierra- se acercan con la única intención de una caricia. Cuando se cansan de nosotros, chapotean durante unos segundos en el agua, y consuman la ceremonia embadurnándose en la orilla. Es la coreografÃa libre del animal libre.
Los niños anfibios, de los que ya hemos hablado aquÃ, combinan el salto acrobático con la pesca a cuatro manos. Las mujeres, agachadas al lado de las barcas de madera, limpian en sus barreños el pescado de la mañana.
Un cangrejo negro escala una gruta cercana. Al fondo, moviéndose ligeramente, como una escultura de papel, asoma la bella y violácea jacaranda.
Zenón en la playa
Las dunas de Boa Vista forman la cama deshecha de esta mañana atlántica.
Es domingo y la tienda de telefonÃa está cerrada. Dentro, cinco televisores siguen encendidos las veinticuatro horas. Se ha convertido este local en el cine sin interrupciones de Sal-Rei, una capital con apenas dos mil habitantes. Muchos acuden allà -incluso equipados con sillas plegables- para ver, desde el otro lado del cristal, una liga europea, una pelÃcula en portugués, o el canal que lanza, sin descanso, todo tipo de videoclips musicales.
Son, tal vez, siete u ocho hombres. Cada uno escoge hacia dónde dirige su mirada (por la posición de sus cabezas, entendemos que la mayorÃa prefiere el partido del Manchester) en lo que se convierte en una postal africana de esta particularÃsima escena del 1984 de Orwell.
En el pequeño puerto vampirizamos el wifi de un café italiano. AquÃ, los que no trabajan como artesanos o pescadores, se refugian en la sombra para jugar al ouril, un duelo estratégico en el que el resto de hombres, en forma de coro, opinan sobre los pasos a seguir. El tablero es, en realidad, un tronco de madera con una doble fila de seis hoyos, comenzando el lance con cuatro semillas en cada uno de los cuencos. En esta especie de backgammon caboverdiano -seguramente procedente de Senegal– gana el que deja al otro sin piezas. Y asÃ, la comunidad en cÃrculo, concentrados, forman la misma estampa que en España verÃamos en un bar del sur, jugando los viejos al dominó, o en HungrÃa, en una partida de ajedrez en los muchos balnearios de Budapest.
Todos somos algo derviches.
La tarde entrará por el delgado espigón. Los niños, también en redonda, irán pasándose el balón con el objetivo de que no toque el suelo. La pelota a veces coincide en el aire, milimétricamente, con el sol que se apaga. El conjunto crepuscular muda entonces en esférica calcomanÃa.
Ahora las dunas se preparan, como alfombras de arena blanca, a que lleguen las tortugas. Al otro lado de la isla, un grupo de turistas, armados con linternas rojas, caminamos la noche junto a un biólogo marino. Nos avisan de que han localizado a un reptil que ya está haciendo lo suyo. Con un silencio sepulcral, somos testigos del espectáculo del enorme quelonio. El resultado son noventa y ocho huevos, que son noventa y ocho pelotas de ping pong, de un ejemplar al que, entre todos, hemos decidido llamarle Gabriela.
Gabriela, una vez enterrado y protegido el porvenir, regresa al mar. Nosotros, al campo base. La tortuga de Zenón, por muy lenta que parezca, siempre llega antes que cualquier Aquiles de excursión pagada.
Fiebre de jueves noche en la isla de Sal
En las noticias informan de que ha caÃdo un avión, no excesivamente lejos de aquÃ. A uno, sin embargo, lo que le ha caÃdo como una patada es la comida, una nata en mal estado que venÃa, conquistadora, con el estandarte de la gastroenteritis.
El castellano, lengua bÃfida, siempre avisa. Estaba ya la profecÃa en la carta. La S de los primeros temblores se instala al final de la palabra (nataS). Luego, simplemente, le daremos la vuelta, exactamente como ella gira el tambor de nuestro estómago. No falla el palÃndromo: Satan (O crema de leche de cuatro estrellas y dudosa reputación).
Hay algo que trae la enfermedad, evidentemente sólo si es un polizonte ligero de equipaje, que redondea el viaje. Nos muestra, como lo hace también la tortuga noctámbula que hemos ido a visitar, que la vida es constante combinación de lucha y azar. Y no el diván que balanceamos en las oficinas.
Ha sido éste un viaje para releer El hombre rebelde, de Albert Camus. Buen momento cuando Europa disfraza, una vez más, los viejos dogmatismos de futuras panaceas. Unos hacen sonar los espantasuegras, en modo arcángeles del sacrificio. Otros, más serafines, dicen conocer dónde ha estado eternamente el caliz. El papá Estado (que es como Noel, pero con más barbas) nos irá dando pistas. Si ellos llegan al poder. La hegemonÃa, claro.
La enfermedad es la ballesta del cuerpo, que impone su lÃmite en la estrategia de juego. La mesura frente a la desmesura, advertencia valiente y solidaria de Camus.
La mesura es, pues, el lÃmite dionisÃaco entre rebelión y revolución. Una tela en blanco. Prometeo sin falsas promesas. O somos libertarios (y decimos No) o somos comisarios (y decimos No importa). Ay, la justificación de la violencia y sus guillotinas, enseñando, poco a poco, los dientes. Siempre tan sucios.
El pensamiento solar de Camus, de raÃces griegas, se ha instalado esta noche de julio entre el pecho y la cintura. Quema, circular, y bombardea múltiples escalofrÃos. El mediterráneo danzando, con olas de fiebre, contra sus propios atlánticos.
La idea y el cuerpo, diremos. SÃ, pero aquà y ahora. Y juntos. ¿O a quién le interesa renunciar a la belleza?
La historia nunca sortea, por sà sola, a la naturaleza. Quede en el recuerdo.