El rÃo Rin muestra cómo su sexo de arbustos y sus largas piernas de agua dividen, en dos orillas, la Maguncia de Johannes Gutenberg y el Wiesbaden donde Wagner acudÃa al casino. En la ciudad del inventor de la imprenta aún se ven los arquitectónicos grafitis, en forma de heridas de metal, que cuelgan de las casas estrechas. Por su parte, en la ciudad balneario la noche escupe, desde sus redondas alcantarillas, columnas de humo. El ladrillo rojo de algunos edificios, y esos bostezos de humedad, ofrecen el extraño espejismo de un Nueva York pequeño, verde y domesticable, vigilado por sus leones de oro alemán.
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En Maguncia, Gutenberg morirá arruinado. La metáfora es tan evidente que brindamos callados. “Apenas se habla y ya se está uno equivocandoâ€, nos advierte Goethe.
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Para crear la moderna imprenta Gutenberg se basó, en realidad,  en las prensas utilizadas para exprimir el jugo de las uvas usadas en la elaboración del vino. La literatura es ebria desde sus inicios. Tal vez por eso nos desplazamos a la cercana Rüdesheim. En la ancestral Drosselgasse bebemos el mosto blanco de la temporada que acaba de nacer. Allà el Rin peina, como la desdichada Lorelei hará con sus dorados cabellos, los amarillos y cobrizos viñedos de la zona. El turismo interior llena esos campos de canciones tradicionales. “La vaca vuelaâ€, oÃmos desde el teleférico. El teutónico, asÃ, saca punta a su lengua para celebrar que todo va bien. La vaca vuela.
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En el café Maldaner de Wiesbaden sirven bombones de chocolate y tartas con frutos rojos desde 1859. La vieja puerta giratoria de madera nos adentra en otra temporalidad. Las mujeres beben una suerte de oriundo champán. Suena, sin sonar, un piano de silencios y de tazas vacÃas. Las camareras agachan su cofia en la cámaras para recoger los postres. Parece que de una momento a otro va a entrar allà Bernhard a hablarnos de esa sociedad que brinda por la tarde bajo las lágrimas de una enorme lámpara de cristal. ¿Quién es aquà el enemigo del pueblo? ¿Quién será el Stockmann autóctono que abra las ventanas del viejo balneario?
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En el parque de Nero un árbol atraviesa el banco amarillo que le habÃan colocado justo en el medio. La naturaleza, incluso en estos jardines granates y ocres del otoño, sigue siendo la verdadera encarnación de la desobediencia.
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En 1946 el vendedor de souvenirs Emil Kronenberg se inventó “El más grande cucú del mundoâ€. Esperamos, justo en la lÃnea marcada, a que salga ese pájaro loco que anuncia las horas. Se golpea la cabeza con la madera cada vez que nos canta. El reno que corona el conjunto mira el horizonte, impasible.
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El funicular Nerobergbahn, instalado en 1888, se impulsa gracias a un lastre de agua, superando una pendiente de más de 400 metros de largo. Es para los alemanes un auténtico monumento de la técnica. Dos vehÃculos se miran cara a cara, desafiándose, hasta que en una especie de chicane sorteamos la colisión frontal. Todo está calculado al milÃmetro. Al llegar a la cima nos espera el balneario Opelbad, que aún respira Bauhaus. Desde allà se ve toda la ciudad. Los patos, impermeables y rutinarios, siguen el recorrido del estanque. Una iglesia rusa de cinco cúpulas acoge la tumba del pintor expresionista Alekséi von Jawlensky, que impregna de sus cromatismos este frÃo tranquilo y quieto.
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La ciudad vieja iza sus velas. En forma de “barquito†las calles más pretéritas ensayan su particular coreografÃa. Cansadas, las paredes del XVIII cogen fuerzas en la Fuente de los Panaderos. En la Grabenstrasse un agua tibia y turbia escupe el caldo de la vetusta urbe.
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Son, claro, el Kurhaus y el Kurpark las verdaderas joyas del antiguo imperio. Una concha acústica espera el concierto de magnolias y cipreses. El busto de Dostoievski, como el impasible reno, apunta sus propias memorias del subsuelo. Todos somos, aquà y allÃ, hombres anónimos y subterráneos.