Óscar M. Prieto lo ha vuelto a hacer, con su séptima novela nos invita a participar de historias que nos llevan a repensar la condición humana. Resurge en su capacidad inventiva con Y por esto el prÃncipe no reinó (SÃlex Ediciones, 2022). Todos tenemos en la cabeza aquel nombre archivado sobre algún rey godo que memorizamos y nombramos pero del que probablemente no recordemos legado, vida, alegrÃas o infortunios, sustrato común de vida, al fin y al cabo. Tal y como ya nos avanza en su carta de presentación:
«Esta es la historia de un rey que conoce todos los secretos del poder. De su hijo, que quiso reinar contra su padre y de un prÃncipe que no llegó a reinar. Los jardines del Palacio Imperial en Constantinopla son el escenario para que el huérfano comprenda su destino y prepararlo asà para lo que le espera afuera».
Esta novela supone un nuevo encuentro o reconciliación del lector con el Reino Visigodo en España. Ha conseguido acercar la historia a la intrahistoria (como ya hiciera Unamuno) que traspasa tiempos y fronteras. Es un libro que parte de hechos históricos pero no es una novela histórica en stricto sensu; más bien, se sitúa en un tiempo anterior para llegar a la hondura humana y para evidenciar la ambición, el poder, la estructura estratégica que hay detrás… pero también el amor, la pérdida, la muerte que nos iguala y espera.
Destaca  la capacidad -no invasiva sino progresiva- de reflexionar sobre el poder y sus sistemas polÃticos en su contexto histórico, desde la mirada amable y crÃtica de un eunuco carismático -alguien que vertebra la esclavitud y la voluntad de ser con la naturalidad de quien se sabe preso y libre al mismo tiempo-, tratando de elevar su honestidad a través de un imperativo vital que se cimenta en educar y acompañar a Atanagildo en su existencia vulnerable y compleja -fútil en tableros de poder, ambición, intereses nacidos de un otro peligroso en extremo-.
A nivel formal, destacan los diálogos como mecanismos de búsqueda. No son diálogos banales; ya que, en su núcleo principal, están integrados por las conversaciones pedagógicas y de pensamiento mantenidas entre Atanagildo y el esclavo. Merece especial atención el capÃtulo Los dioses, en el que el autor, con gran acierto, da con aquella fórmula magnifica de entrelazamiento, intercalando parlamentos en los que pincela un paisaje sobre el poder utilizando el universo mitológico y el discurso no- condescendiente, irradiado la búsqueda del pensamiento crÃtico y consciente.
Estamos ante un libro reflexivo, que busca dar forma a lo invisible y colocar palabras a la dificultad de nombrar. Otro de los aspectos clave reside en la recuperación del gusto por escuchar historias y contarlas, por la extensión del tiempo desde la curiosidad y el asombro, ensalzando la grandeza del mito por su esencia atemporal y su potencial para aunar belleza y crueldad. En ocasiones, el libro rompe el molde de la forma: ¿es un ensayo, un poema, una narración…?
Salimos del texto, del asombro que nos provoca,  para hacer de él un relato no-categórico, único, uno sobre la condición humana, con varios estratos de significado en diferentes canales expresivos.  Recuerda levemente a las denominadas novelas de formación pero va más allá; como decÃa, es algo múltiple y poliédrico que huye del canon con gran naturalidad.
El inicio de la novela está precedido de un texto bellÃsimo que nos sitúa en el tipo de universo que se abre ante nosotros: «Muerte y nacimiento, hitos entre los que transcurre el devenir humano evidenciados en un mismo dÃa». Merece especial atención, la utilización de un lenguaje fluido pero a la vez penetrante y cuestionador, potenciador de la mirada atenta y sensible. Es recurrente el uso de fórmulas poéticas, tales como reiteraciones y puntuaciones -a veces abruptas y evocadoras- como aforismos que, de pronto y con rotundidad, te perpetran y recuerdan a Cioran: «Un poder fragmentado es tan inútil como un jarrón roto en mil pedazos y peligroso como cada esquirla de cristal que puede cortar».
También resulta significativo que,  durante el relato, se suceda la idea de que el prÃncipe no reinará pero pese a ser conocedores de ese final y de alguna verdad terrible que aguarda, queremos seguir conociendo su historia… Se concede al lector la virtud del conocer. El tÃtulo es una invitación al saber más, a la fábula, al poema del mundo, a la historia anónima; la de aquel que alcanzó el poder y la de aquel otro que lideró la libertad de un futurible, en su corta existencia (Atanagildo). Hay un gran trabajo en la conformación de personajes y espacios, personajes que emergen de la historia contextual hacia su historia personal e intimista. Hermenegildo, Leovigildo, Brunequilda… son ideas que avanzan y se mueven para explicar el orden de las cosas. Los personajes son el paisaje, parte de él, indesligables. Vemos algunos pasajes en los que esta sensación panteÃsta nos capta y singulariza la escena, a través de imágenes visuales inmersivas de un tiempo detenido.
Tal y como decÃamos al inicio, la muerte está presente de manera transversal, casi como un personaje más. En cada capÃtulo se relatan los orÃgenes de la pérdida, las consecuencias terribles y permanentes de la pérdida. «La brutal sencillez del hecho fÃsico de la muerte, que es igual para todos. Nada importa entonces que hayas sido rey o esclavo» / «su madre ha muerto, pero seguirá siendo su madre mientras viva».
Toda la novela está concebida para llegar al final, el tÃtulo encierra un vaticinio. Prieto nos lo ofrece y nos conmina a participar de él; durante el relato, percibimos cómo progresivamente se adueña de nosotros una compasión enternecida, junto al proceso de integración de todo lo leÃdo. Nos interpela la vinculación del ser humano con los tonos grises -lo bueno y lo malo no son categorÃas totales, sino hÃbridas-. Es un final que actúa como aglutinador de sentido. Nos deja bogando en algún mar reparador de heridas y crueldades. Nombrar tiene la facultad de hacer que algo exista, que alguien salga de su ignominia para contar alguna verdad. Nos acercamos a ese final, de pronto, nos enmudece, el personaje pasa a ser mucho más real ahora que ya forma parte inmaterial de nosotros.
Y acabo con estas palabras de Bachelard que también me acompañaban en la lectura de Y por esto el prÃncipe no reinó: «Basta sentir el temblor del mundo para temblar junto con él. El poeta, soñador del mundo, contemplador activo, capta estas imágenes brotadas del temblor del mundo, las respira y las expresa en su poesÃa renovando asà al mundo, devolviéndole su juventud, su infancia: Asà los poemas vienen en nuestra ayuda para recuperar la respiración de los grandes soplos, la respiración primera del niño que respira el mundo».