Pablo Katchadjian | Foto cedida por el autor

Pablo Katchadjian: La escritura como ofrenda

Hurtado & Ortega editores publican 'Amado señor', el tercer título de la Biblioteca K con la que se proponen componer toda la obra del escritor argentino

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Pablo Katchadjian | Foto cedida por el autor

Los amantes de la literatura mística irónica estamos de enhorabuena. Este siglo cuenta con una de las voces más originales: Pablo Katchadjian. Un escritor de culto en Argentina y que ya comienza a tener una legión de seguidores a este lado del Atlántico. No es para menos. Por eso, y a pesar de los estragos de la pandemia, Hurtado & Ortega Editores pone todo su empeño en componer una Biblioteca K, en un intento de reunir toda su obra. Con motivo de la presentación del tercero de estos libros, Amado Señor (Hurtado & Ortega, 2020), Lata Peinada, la librería de literatura latinoamericana ubicada en el Raval, ha organizado un Club de Lectura. De ahí proceden estas notas y una entrevista como colofón con las preguntas que quien firma esta crónica ha logrado formularle.

Hurtado & Ortega Editores

Dice Katchadjian que plan no tiene nunca cuando empieza a escribir, que buena parte de los libros que ahora se publican hablan de la vida de los autores ya casi como parte del trato, y que a él le parece una gran oportunidad este contexto pues uno puede escribir cualquier cosa en primera persona y los lectores le van a leer con esa misma intensidad, y le ha gustado mucho mezclar ficción y biografía, y que lo que parece falso es lo que más se parece a la verdad y viceversa. Que le ha gustado mucho jugar deliberadamente con eso que llamamos verosimilitud, y con el hecho mismo de querer contar cosas, pero a la vez no querer contar nada; pero que todo esto le lleva a la vez a un par de preguntas o planteamientos morales que circulan del tipo: “¿esto es tuyo o no es tuyo?, ¿esto pasó o no pasó?”, y que quiere que esas preguntas queden desarmadas por la literatura de tal modo que no tengan sentido.

Dice que como lector le gustan muchas cosas y que no tiene prejuicios, pero que lo que ahora valora mucho es la intensidad. Dice que Tres cuentos espirituales es un libro donde todo está muy ajustado en términos narrativos, y que le gustó mucho escribirlo y le quemó mucho al mismo tiempo, porque la narrativa pide un tipo de atención muy particular. Que siempre que termina un libro se pone a probar cosas, como si estuviera probando sonidos, y que el género epistolar con el que elaboró Amado señor le vibró. Dice que siempre le ha gustado esa segunda persona que le habla a algo superior, que encontramos en la Carta al padre de Kafka y en las Confesiones de San Agustín. Esa figura que le habla a alguien que entiende todo, tratando de entenderse a sí mismo. Dice que las cartas de su Amado señor iban a ser una ficción, como dirigidas a alguien que le da órdenes, pero que no le salió, que autor y narrador estaban demasiado pegados. Y que después empezaron a aparecer las historias.

Dice que no tiene plan, que su cabeza va bastante por libre. Que la intensidad tiene mucho valor, pero también es lo más difícil de convertir en libro. Dice que cada vez más busca un ideal de escritura que es el de escribir sin darse cuenta de que está escribiendo y que en Amado señor es donde más se acercó a ello. Y que eso le gusta, éticamente, le gusta hacer cosas como sin intención, sin imponerse sobre lo que está pasando. Y que, aunque eso podría parecer contrario a la intensidad, es a su manera un tipo de intensidad, un poco como la de los místicos.

Dice que ahora mismo no tiene ningún proyecto encaminado. Que la pandemia le ha dejado como tarado y que incluso ha comenzado a tomar mate, algo que antes no hacía, aunque esto último a la cronista no le parece cierto. Dice que en su estudio no tiene internet, y que estos días los pasa ahí escuchando música, leyendo un poco, escribiendo pavadas, anotando ideas pero que nada lo agarró todavía.

Dice que cuando escribió En cualquier lado se preguntó qué era esa voz que hablaba en el texto, y que le hizo preguntarse dónde se quedan las voces narrativas que salen en los textos, adónde van cuando el autor, luego de que las ha convocado, termina de escribir. Y que En cualquier lado le apelaron “¡Hey!, estamos acá”, como si fueran el gremio de narradores.

Dice que sobre todo siente la influencia de Kafka y de Kleist, especialmente de Kafka. Que ese avanzar mediante la transformación es un mar de fondo de influencia kafkiano. Dice que empezó a escribir como poeta y que todo el desarrollo y descubrimiento fue con la poesía y que sólo después comenzó a escribir prosa, y que lo primero que escribió fue Qué hacer, que se podría discutir si es o no una novela, aunque para él sí lo es, porque hay dos personajes que tienen un problema y buscan una solución (¡y la encuentran!). Que la decisión de hacer poesía primero y luego prosa es cosa del azar y que al principio él quería ser músico. Y que a la poesía llegó por una serie de peripecias, sin darse cuenta de que lo hacía. Y que de repente escribió prosa casi sin dase cuenta y que no sabe cuál será la próxima transformación pero que espera que haya alguna y que desea la deriva. Que las transformaciones tienen que ver con tensiones que se acumulan y que de repente hacen aparecer todo en otro lado. Que las tensiones llevan a la revolución de un momento a otro. Dice que, en este sentido, detrás de los textos está Marx, y que a Marx y a los marxistas los ha leído mucho.

Para acabar dice que ahora mismo está leyendo el Seminario 8 de Lacan, sobre el amor. Y también un libro en conmemoración de los doscientos años del nacimiento de Kleist, de 1977, que es el año que él nació. Dice que los ensayos de Kleist son increíbles y también sus cuentos y su novela Michael Kohlhaas. Dice que estudió música: guitarra, violín y oud o laúd oriental, y entonces todo cobra un poco más de sentido para la cronista, que en más de una ocasión ha sentido cómo la música flota y acompaña las voces narrativas que convoca este poeta.

¿Reescribes, corriges, o lo tuyo va de corrido? Lo pregunto porque tu estilo tiene un ritmo rápido.
Cada vez corrijo más, porque cada vez veo más cosas problemáticas, pero lo que no hago mucho es reescribir. Corrijo como si fuera a peinar el texto, para acomodarlo o desacomodarlo incluso, a un nivel superficial, pero no puedo reescribir partes. Es como leí en un ensayo de Kleist, uno de mis autores favoritos. Tiene un ensayo que me gusta mucho, Sobre el teatro de marionetas, sobre la pérdida de la gracia por la expulsión del paraíso, y que al perder la gracia ganamos la conciencia y entonces perdemos la posibilidad de actuar espontáneamente. Para mí la reescritura tiene también algo de esta pérdida. Lo que sí puedo hacer es corregir, pero para que la corrección logre algo más fiel a lo que ya salió, introduciendo alguna oración o cambiando alguna palabra. Y esto sí lo hago mucho. Estudié música y quise ser músico y me doy cuenta de que cuando grabo no tengo la paciencia que sí tengo con la escritura. El deseo de seguir encima de un texto hasta que me parece que está bien, o si tiene la posibilidad de estar bien… Cuando escribí Amado señor no sabía si iba a quedar bien o siquiera si lo iba a publicar. Muchas cosas de las que escribo las descarto o las abandono una vez ya muy avanzadas.

En Amado señor parece que tu relación con la escritura tiene algo de ofrenda.
¿Ofrenda, en qué sentido? La idea me gusta, sí, puede ser.

En un sentido místico y también irónico. Hay algo de ello en ese agradecimiento final.
La pregunta de la ironía me gusta porque siempre aparece. La ironía es una distancia, y el acercamiento mediante la distancia es como el camino heroico modernista, en algún punto. Ese acercamiento con esfuerzos… Esta aceptación que decíamos citando a Kleist, como perdimos la gracia no se puede ir directamente a la cosa. Entonces ponemos distancias para acercamos a ella, pero como de costado. Hay ironía, sí, pero en un sentido doloroso. Justamente el dolor de tener que poner esa distancia y no poder hacerlo directamente. Ese dolor de pérdida de gracia, de haber sido expulsado del paraíso. Es una aceptación de esa experiencia, de hacerlo visible y sufrirlo al mismo tiempo. A la vez que hay ironía hay esa intensidad dolorosa de la distancia. En este sentido el agradecimiento es irónico y es genuino. Hay también algo de pudor en todo ello. El pudor es algo lindo también, porque te obliga a esa distancia.

Superpones el movimiento de acercamiento y el de tomar distancia.
Totalmente, las dos cosas a la vez. A mí me gusta superponer las dos cosas a la vez. Pienso mucho en la tensión. Alberto, el protagonista de Qué hacer, habla, en sus textos fuera de la novela, como humano, de la mirada estrábica, que es ver dos cosas a la vez. Y pienso mucho en eso, pienso que habría que enseñarlo en las escuelas. Una materia que fuera “Estrabismo”, o “Visión doble”. Enseñarles a descubrir qué dos cosas a la vez puede haber en algo. Sería todo muy distinto, todo el mundo sería muy distinto si todos pudiéramos pensar cosas superpuestas y no tener que optar por una, que siempre es como la opción inteligente. Ver las cosas superpuestas es revelador y permite todo un mundo de ambigüedades.

¿Crees que podemos reconocer en tus textos algo de tu origen armenio?
Cuando murió mi abuela vino un cura armenio muy viejo. Y entró y se sentó y empezó a contar chistes en armenio, uno detrás de otro. La familia lo mirábamos un poco sorprendidos, pero todos nos reíamos con los chistes. Hay mucho de armenio, sí, pero me da pudor explicar… Hay como un tipo de vitalidad, me parece.

¿Algo de sentido de supervivencia? ¿De tener siempre la maleta lista?
Eso sí, totalmente. Una vitalidad como de padecer y festejar al mismo tiempo. De no estar del todo en un lugar, que sería un poco lo mismo, ¿no? Como no creérselo del todo. Incluso llevada esta idea a la cuestión del idioma, no creerse del todo el idioma que uno habla, el lugar en el que está, la profesión que uno desarrolla…

En tus relatos hay algo de onírico.
El máximo nivel de intensidad con respecto a la ficción lo tenemos en los sueños. Uno sueña cosas que son un delirio completo, pero se sienten muy fuertemente. Ese es un ideal de la lectura, me parece. Ahora, la cuestión es ir a buscar eso sin esconder la mediación, sin la sensación de engañar o ser engañado. Hay en esa tensión algo de lo que busco.

Tus lecturas me llevan mucho a Kafka…
Está ahí, sí.

Con algo más de sentido del humor.
¡Pero Kafka es muy divertido!

Pero en ti encuentro una insolencia que los tiempos actuales necesitan.
¡Gracias, gracias! (con ironía).

Una última pregunta: ¿volverías a escribir El Aleph engordado?
¡Ahhhggg! Mirá, tengo un tipo de personalidad que es que no me arrepiento de nada; a menos que hiera a alguien y entonces pido disculpas. No puedo decir que nunca debí haber hecho algo, porque en general pienso un poco como los libros que escribo, donde los personajes se dejan llevar por lo que pasa. En este sentido, haría todo de vuelta, sí, y El Aleph engordado, sin ninguna duda… Tal vez me gustaría evitar el escándalo, pero no lo produje yo. El libro sí, yo lo quiero, aunque ahora lo escondo un poco.

Berta Ares Yáñez

Periodista e investigadora cultural. Doctora en Humanidades. Alma Mater: Universidad Pompeu Fabra.

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