Thomas Bernhard desde Dubrovnik

Grand Hotel Imperial, Dubrovnik

2.3.1971

Querida y honorable Dra. Spiel,

Le prometí un artículo para su Ver Sacrum. Me dijo que “algo sobre Ludwig Wittgenstein”, y he estado considerando el asunto durante un par de semanas, desde el día, de hecho, que volví de Bruselas; ahora estoy de viaje otra vez, Ragusa, Belgrado, Roma, etc., y he llegado a la conclusión de que escribir algo sobre la filosofía de Wittgenstein y por encima de todo sobre su poesía, pues para mí la cuestión que importa es el modo de pensar totalmente poético de Wittgenstein (su PENSAMIENTO), su MENTE filosófica, no Wittgenstein como filósofo, es demasiado difícil. Se me habría podido pedir que escribiera algo (¡frases!) sobre mí mismo, lo que es imposible. No se pueden describir el estado de una cultura y la historia de un cerebro. La cuestión no es: ¿debería escribir sobre Wittgenstein? La cuestión es: ¿puedo ser Wittgenstein aunque sólo sea por un momento sin destruirle a él (W.) o a mí mismo (B.)? No puedo responder a esta pregunta y por consiguiente no puedo escribir sobre Wittgenstein. En Austria, la filosofía y la poesía (matemática y musical) están enterradas en mausoleos, nosotros percibimos la historia verticalmente. Por un lado es aterrador, por el otro, avanzado; en una palabra: en Austria, la filosofía y el arte no existen en la mente de sus gentes, a diferencia de cómo en otros lugares, sino tan sólo su poesía y su filosofía (su cultura), etc.; lo que para el filósofo y poeta es una ventaja, y él es consciente de esa ventaja.

De qué se preocupó Wittgenstein: es el fundador de la pureza y la claridad kantianas y el más grande desde Kant (y con Kant). Lo que nosotros, los alemanes, no tenemos en NOVALIS, lo tenemos ahora en Wittgenstein. Y una última palabra: W. es una cuestión que no puede responderse; él trabaja en un nivel que excluye las respuestas (y una respuesta).

Nuestra cultura contemporánea, en todas sus inaguantables manifestaciones, debería responder estas cuestiones con facilidad, puesto que las respuestas están siempre al alcance de la mano. Sólo con Wittgenstein es diferente.

Y el mundo es siempre tan estúpido para comprender su propia estupidez, un mundo permanentemente sin ideas, donde las ideas se representan a sí mismas como ideas. Esto es fatal para la MAYORÍA, pero la mayoría no es digna de consideración. Por lo que no escribiré nada sobre Wittgenstein porque no puedo, pero porque no puedo responderle, lo cual es suficientemente explicativo.

Un saludo y mis mejores deseos,

Suyo, Thomas Bernhard.

Es innecesario comentar algo así, tan suficientemente explicativo.

Esa carta la encontré deambulando. Ignoro si está incluida en algunos de los libros que se editaron en España tras el agotamiento de las palabras de puño y letra de Bernhard —aunque no hace mucho se editó en español Mis premios, volumen esencial para quienes ya hayan leído algo suyo—. De aquéllos sólo tengo uno, Thomas Bernhard. Una biografía, escrito por Miguel Sáenz, su traductor de siempre. Me consta la existencia de otro también interesante que no he leído, Thomas Bernhard: un encuentro con Krista Fleischmann, editado por Tusquets en su fantástica colección dorada Marginales. En este último se incluye la relación de Hilde Spiel (la destinataria de la carta) con Bernhard, que dista mucho de ser tan seca y abrupta como el tono del texto anterior podría dar a entender. Lo que sigue es un pequeño extracto de ese libro (habla la “doctora” Spiel):

Thomas Bernhard y Hilde Spiel, en 1988 (foto: fortlaufen.blogspot.com)

Creo que Thomas Bernhard fue una de las personas más encantadoras que he conocido. Algo quizá inconcebible ya que fue siempre agresivo en sus obras de teatro y trató ferozmente a Viena, a sus gentes y a los políticos. Pero en el trato privado era tan extremadamente amable y alegre que una no podía hacer otra cosa que ser cariñosa con él. Tuve que perdonarle un montón de cosas —era, por supuesto, una persona muy difícil, quién no lo habría sido en su situación. Tuve que perdonarle cosas que no le habría perdonado a ningún otro. Que me dejara plantada, por ejemplo. A veces le decía lo que dijo Brecht, “soy alguien en quien no se puede confiar”, cuando faltaba a sus promesas. Pero generalmente —en los primeros años— mantenía el contacto y a menudo me visitaba espontáneamente. En los últimos tiempos se volvió muy solitario, a propósito, y dejamos de vernos. Pero cuando, por alguna coincidencia, se encontraba con alguien, se ponía muy contento y volvía al día siguiente. Fue una relación extraña, no siempre fácil, aunque maravillosa. Creo que puso fin a las relaciones humanas después de la muerte de la señora mayor que fue para él su Lebensmensch [normalmente traducido en las versiones españolas como “el ser de mi vida”]. Esa fue mi impresión. Lo que quiere decir que se preocupó de mantener las viejas amistades y no las descuidó, pero que no hizo nuevos amigos y que solamente se concentró en su trabajo. No debería olvidarse que cada vez estaba más enfermo y al parecer se retiraba muy a menudo cuando se sentía mal. Tampoco debería olvidarse que su vida estuvo marcada por la enfermedad durante décadas, lo que también explicaría su jovialidad exagerada. Cuando se está enfermo tan a menudo —y cuando se es mayor, se está—, se disfruta el tiempo bastante más que cuando uno se encuentra bien. Y Thomas realmente prefería reír y estar contento cuando se decían disparates, cuando estaba sentado cómoda y acogedoramente en un sitio alegre, para cenar o lo que fuera. Disfrutaba enormemente. El éxito era infinitamente importante para él. Pero era una persona muy orgullosa y nunca dio muestras de ello. Indudablemente, leía todas las críticas y no cabe duda de que le alteraban las malas reseñas y las que le malinterpretaban. Y creo que cuando más se alteraba —al margen de la literatura— era cuando se daba por hecho que su enfermedad era una pose. Eso le llegó al corazón, aunque lo hubiera dicho un crítico determinado. Porque esa enfermedad fue todo lo contrario a una pose, fue una maldición que tuvo que padecer en vida. Pero naturalmente todo reconocimiento le importaba y por supuesto leía los periódicos todos los días. No solamente para averiguar y comprobar los ecos de su trabajo, sino también para estar al día y saber lo que estaba sucediendo. Sabía más sobre las cosas de lo que parecía. Me pasó con él algo divertido muy al principio, en 1968. Recibió un premio en marzo —el Förderungspreis [normalmente traducido como “Premio Nacional Austriaco” aunque su título real es “Österreichischer Förderungspreis für Literatur”—, nunca recibió el gran Premio Nacional, y fue en esa ocasión cuando dio aquella conferencia suya tan inquietante y existencial. Y entonces, como es sabido, todos los escritores, personalidades y funcionarios del Ministerio abandonaron la sala, y entre ellos, desafortunadamente, también mi amigo Alexander Lernet-Holenia. Un año después, Thomas comenzó a visitarme con frecuencia en St. Wolfgang. Y una de esas veces estuvo allí todo el día, cuando yo esperaba que Lernet, que era vecino mío, viniera, como hacía a menudo, a tomar el té por la tarde. Y entonces pensé, ¿qué sucederá? Pero Lernet no le reconoció. Thomas llevaba un traje regional y parecía muy civilizado y más bien elegante. Y dije, sabéis, llamémosle Rumpelstiltskin. Y Lernet, que era extraordinariamente raro —quién sabe por qué se le aceptaba—, dijo: ah, de acuerdo, sí. Y se pasaron hablando toda la tarde y, cuando llegó la hora de la cena, dijo que hablaban de los asuntos del campo como si fueran terratenientes. Fue un acontecimiento muy amistoso, provinciano y agradable en el que ambos se cayeron bastante bien y en el que Thomas aceptó el juego y se rió entre dientes en secreto mientras sucedía. Cuando se fue, Lernet preguntó: pero, realmente, ¿quién era ese? Le dije que Thomas Bernhard, y se sonrió con malicia. Sin embargo nunca supe si llegó a reconocerle. Thomas podía bromear y hablar con todo el mundo, con las personas más simples y con las más complicadas. Su auténtica obsesión con la muerte podría entenderse en su caso porque siempre estaba enfrentándose a la eternidad y algunas veces ésta se le mostraba. Por ejemplo, después de que mi segundo marido muriera en Ischl y me encontrara allí con él y con la señora mayor, Hedle (“el ser de mi vida”), insistió rotundamente en ir al cementerio y que le mostrara la tumba. Era muy importante para él y estaba muy enfadado por que no le hubiera invitado al funeral. Vi que sus pensamientos más íntimos siempre giraban alrededor de la muerte, a la que siempre se sintió expuesto. Nunca armó ningún escándalo por su escritura. Su trabajo era suyo, la única ocupación que no compartía. Sabía que tenía un cometido y que probablemente moriría pronto. Y sé que una vez —me lo contó él mismo— estuvo a punto de tener un accidente de avión. Le pregunté cómo fue. Tuvieron que dar la vuelta, había un problema con los motores. Y dijo: mi compañero de asiento estaba rezando y yo sólo pensaba en cómo era el último libro que había publicado. ¿Se trataba de un libro después del cual uno podía morirse? Ese fue su único pensamiento.

José Luis Amores
http://bolmangani.blogspot.com

José Luis Amores

José Luis Amores (Málaga, 1968) es Licenciado en Ciencias Empresariales por la Universidad de Málaga. Especializado en marketing, ha fundado varias compañías que después ha vendido a diversas multinacionales. En la actualidad ejerce su profesión como freelance. Ha sido colaborador de Diario Málaga y de la revista Papel Literario.

Deja una respuesta

Your email address will not be published.

Este sitio usa Akismet para reducir el spam. Aprende cómo se procesan los datos de tus comentarios.

Previous Story

La disección del engranaje a través de un peón: «El nazi perfecto», de Martin Davidson

Next Story

Pedro Hofhuis: «El público pierde el hambre de teatro»

Latest from Crónicas