En la calle Telègraf hay una arcana escalera que en mi infancia tenÃa un moco petrificado colgando de su último escalón. Hace veinte años los niños salÃamos del colegio y a las cinco en punto corrÃamos enloquecidos hacia la verde estalactita, primera percepción de una cierta persistencia de la memoria. En la plaza previa a la escalinata vivÃa un viejo molesto con el fútbol infantil. SalÃa de su casa como una horda bárbara, se calaba la boina made in Paco MartÃnez Soria y, enfundado en su batÃn, daba palos de ciego con el bastón persiguiendo el balón de veinte duros que siempre se perdÃa entre coches y alturas imposibles.
Ayer pasé por la calle Telègraf. Durante más de una década fue el centro de mi existencia. Me levantaba cada mañana e iba a la escuela. De nueve a cinco el tiempo se congelaba en un antiguo parking reciclado a EGB. Al lado tenÃamos una tienda de golosinas con el señor alto y catalán y sus polines a diez pesetas. Ahora la han cerrado y nadie ha comprado el establecimiento, por lo que el letrero desgastado recuerda demasiado esas tardes de conguitos y pegatinas, pasiones de una edad donde ojos contentos se dejaban transportar por colores de una manera absolutamente racional, sin determinismo del gusto. Toqué la puerta del colegio, pero no me atrevà con el antiguo templo dulzón. Se activó un resorte y entendà el uso que hacia en esa época del mapa mental de la zona. Los tres puntos más importantes eran tiendas con gominolas, nubes, chicles y helados. Un barbudo dependiente homosexual se quejaba si le pedÃamos bubaloo de chorizo. Levantaba su mano de ogro y escapábamos, enanos. Es curioso ese concepto, la intuición del peligro y acelerar la marcha para salvarse de un mal inofensivo.
La calle tiene dos sectores divididos por el asfalto automovilÃstico. Su parte superior destaca por la rivalidad visual de las escuelas. La mÃa se llamaba Estel y era menos opulenta que la de enfrente y sus estudiantes, equipados con una bata verdiblanca. No eran del Betis, pero lo parecÃan. Nosotros éramos mejores sólo por poder elegir el color de nuestro uniforme del dÃa a dÃa, un lastre inútil que resaltaba nuestra pequeñez para mayor gloria de los abusones, libres de la ridiculez con botones.
En la calle Telègraf hay una tienda de fotos que parece un monumento imperecedero. Instantáneas de bodas, bautizos, comuniones y familias felices. El escaparate está lleno de cámaras, distintas a las de hace dos décadas. Leer con música de Gabinete Caligari. La culpa fue del digital. Paren el k7. El pelo del propietario ha encanecido y su mujer reposa en una silla de plástico. Los miro y no me reconocen. Una madre regaña a su hijo porque no ha comprado el pan. En el lado opuesto un grupo con sÃndrome de down enfila la cuesta cantando una canción. No sé si reÃr o pellizcarme. La casa del vecino gruñón tiene una puerta metálica de esas que te hacen sentir viejo por su peso. La lumbalgia futura llevará su marca. El individuo salió con un hacha porque unos chavales le gastaron una broma. No pensaban en verdugos medievales. Cromos en el pavimento. Tengui y falti. Certifico, una ráfaga del cerebro, que mi descenso es una máquina de recuerdos, toma de conciencia que cada detalle acentúa mientras paseo y resucito recovecos relegados, partÃculas de mi infancia que tienen cabida hasta en un sempiterno bar Manolo con su luz mortecina, iluminada por unas tragaperras que han suplantado el juego de la Copa de Europa, debut de mi consumismo salvaje por el deseo de ver a futbolistas pixelados alzando un trofeo contra el Real Madrid. En este caso poco importa Telègraf. La estampa es idéntica en cualquier rincón de España. Hopper castizo. El hombre panzudo con sus manos reposando en la barra, carajillos con cucharita, la televisión encendida y un silencio tembloroso, de miedo cotidiano.
La tutora de los retrasados mentales pide calma. Dos de ellos se cogen de la mano, cansados. Algún mecanismo me lleva a Giulietta degli spiriti antes de parar en la segunda estación de caramelos, extinta. Ahora venden flores. Lo supongo por un cartel verde y unas letras que no memoricé. Una vez, poco después de la batalla del mocho, fuimos en tropel a comprar botellitas de cola y otras monerÃas, consecuencia de un furor guerrero para soliviantar lÃbidos en pantalón corto y carpetas forradas con muslos anglosajones. La fruterÃa se ha convertido al Pakistán y todo es más barato. Llevan sus horas con alegrÃa, se mueven y ordenan los productos de consumo. Su tranquilidad contrasta con nuestra adquisición en 1993 de huevos, arma de destrucción masiva que lanzamos contra los jugadores de baloncesto en Virgen de Montserrat. El entrenador era un gordo vestido con un chándal hortera y una camiseta rosa. Nos protegimos con el muro de los grafitis. Era una actitud harto estúpida, El calvo cuarentón podÃa intuir el origen de los mÃsiles, hijos frustrados de muchas gallinas. Resopló y nuestras bambas fueron Superman, pies en polvorosa hasta el final de Telègraf, trescientos metros de sprint adolescente y respiración entrecortada, risas e ingenuidad divertida. Son las tres menos cuarto. El hombre del kiosco del metro tiene una pierna paralizada. Nunca mutó expresión, siempre con su bigote y el rostro de alguna ausencia en su mirada. Ha descargado parte del trabajo en una veinteañera agobiada por los piropos desde el andamio. Me saluda, le devuelvo el gesto y compruebo otra desdichada metamorfosis. El grupo sigue con su Tourmalet y los rezagados circulan a la altura del Centro deportivo municipal, bunker de hormigón aniquilador del aire libre y los campos de arena, desaparecidos por amor al asociacionismo abusivo al rico descuento. Nadie de los que acuda a ese engendro de gimnasio, piscina y ligues hercúleos tendrá vivencias reseñables entre sus infinitas paredes. Asesino el gris que todo lo cubre e imagino la cancha de fútbol y esos memorables partidos del sábado por la tarde con otros chavales del barrio y la bendita locura de querer emular a nuestros Ãdolos. Han matado lo pasional. La ideologÃa del siglo XXI pide funcionalidad y anonimato global. La desaparición de esa superficie rectangular es un sÃmbolo del mal de mi ciudad, Barcelona, princesa esclavizada en puta por gracia de unos maltratadores que prohÃben jugar a pelota en la plaza. Delincuencia recreativa.
El terreno tiene tremendos trechos irregulares, toboganes en posición de firmes que dificultan mis andares. Luzco sonrisa al toparme con una sorpresa. Un viejo amigo saca su cabeza por la ventana de un SEAT y agita un cencerro. Su sonido despierta y aleja la brisa. Alguien ha inaugurado una peluquerÃa y cuelga marcos polvorientos que nadie apreciara mientras las tijeras poden cabelleras y el reloj ejecute su circularidad que no se ciñe al 24. Diez metros y la esquina con Juliol, mes de César y huida al campo, séptimo de caballerÃa feliz por abandonar libros de texto, redundancia de tintes académicos que desaparecÃa al abandonar Telègraf y penetrar en la Ronda del Guinardó, su panaderÃa y el tráfico sincronizado. Otro bar. Robert Zimmerman tenÃa razón. The times they are a-changin. El timbre rojo de un interfono excita mi edad adulta. Ese punto redondo significa sexo de pago desde que entiendo los códigos vigentes en nuestro mundo, ya no tiene ese valor anecdótico de brillo ante la monotonÃa de los timbres. Lo hubiese picado para, otra vez, echarme a trotar. El semáforo dice verde y cruzo.
Jordi Corominas i Julián
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