Viaje a los infiernos: «Un mundo aparte», de Gustaw Herling-GrudziÅ„ski

Un mundo aparte OR.inddUn mundo aparte. Gustaw Herling-Grudziński
Traducción de Agata Orzeszek y
Francisco Javier Villaverde González
Libros del Asteroide (Barcelona, 2012)

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Albert Camus, sobrecogido y al mismo tiempo admirado por el contenido y la calidad de este vívido testimonio de la experiencia de Gustaw Herling-Grudziński en uno de los muchos campos de trabajo soviéticos, escribió: “Este libro tendría que ser publicado y leído en todo el mundo, tanto por lo que es como por lo que dice”. Por su parte, Jorge Semprún, prologuista de la primera edición del libro en francés, en 1985, recordaba que lo leyó de una tirada, fascinado y conmovido, y cómo Bertrand Russell dejó escrito a principios de los años cincuenta, en el prólogo a la edición inglesa, que de entre todos los numerosos libros leídos sobre este tema Un mundo aparte era el más impresionante y el mejor escrito. Más de medio siglo ha debido pasar para que lo veamos al fin publicado en España directamente traducido del polaco, por ello debemos felicitar doblemente a la editorial Libros del Asteroide: por permitirnos acceder a uno de los primeros y más auténticos testimonios de cuantos sobre el horror de los gulags se hayan escrito, y por hacerlo, como siempre, con la calidad que le caracteriza.

Gustaw Herling-Grudziński, polaco nacido en 1919, fue detenido por el temible NKVD en 1940 acusado de espionaje, y pasó dos años en cárceles y campos de trabajo soviéticos, experiencia que relatará en el libro que nos ocupa, Un mundo aparte. Tenía, así pues, veintiún años, edad que nos parece corta para tamaña desventura -aunque no haya tiempo suficiente para tanto dolor, estremece sentirlo en carne tan joven-, pero suficiente para mirar con lucidez y honradez, y valentía de criterio, el abominable entorno de su captura y los escabrosos y muchas veces delirantes detalles de su vida en los campos de trabajo. Porque, como muchos de los intelectuales y de las mentes despiertas que no se dejaron arrollar por las premisas propagandísticas que conllevaba toda tortura extrema en los gulags, como muchos de los sabios y de las mentes poderosas que vivieron en campos de concentración alemanes, y que tampoco se dejaron quebrar por sus miserables e inhumanas condiciones, toda esa aberración quedó convertida en el único anhelo que les permitía la supervivencia, el de poder contarlo. Impedir que el olvido o la indiferencia marchitaran la vívida recreación del horror vivido. Pero nuestro autor, además, lo contó con un dominio del lenguaje, con una belleza de estilo, preciso y hondo y agudo al mismo tiempo, con una templanza y una brillantez tales que admira aún, tantos años después, y seguro que seguirá admirando muchos más, el enorme aliento sobre el que fundó su palabra.

Quizá no fue solo su preclara inteligencia, sino también una visión honesta y certera del hombre, la que le permitió declarar: “Solo en la cárcel se puede comprender que una vida de la que nada se espera no tiene ningún sentido y se llena de desesperación”. O, mal que nos pese a quienes -ilusos de nosotros- creímos en el buen hombre rousseauniano hasta que supimos de Auschwitz y de Stalin: “¿Acaso se puede vivir sin piedad? El campo te enseñará que sí se puede”. Sí se puede, por desgracia, y este libro describe paso a paso, sin necesidad de vehemencia ni subterfugios lingüísticos, cómo el hombre en condiciones extremas deja de ser cuanto creyó que era, aunque “no es posible juzgarlo a partir de actos que ha cometido en condiciones inhumanas”. Precisamente, otras perversas mentes diseñaron a conciencia las condiciones de vida que se requerían para llegar al desmantelamiento y hundimiento totales, tanto físicos como emocionales, de sus víctimas: servir en bandeja el aplastamiento definitivo de esos presos políticos para quienes se diseñaba a medida la culpa y los delitos que enterraran en vida sus cuerpos, sus ideas, su fe en el ser humano, sus recuerdos y sus pensamientos. No en vano, el autor se vale de uno de los pocos libros a los que pudo acceder durante los dos años de “inquisición más desbocada” -los presos políticos sólo podían leer las obras de Stalin-, “bajo el sistema esclavista soviético”: los Apuntes de la casa muerta de Dostoievski, el único autor citado en el libro y el único que le permitió mantener a ratos una mente lo suficientemente despierta como para no perder la conciencia de su propia y denigrante caída a los infiernos.

Gustaw Herling-Grudziński (foto: wikipedia/D.P.)
Gustaw Herling-Grudziński (foto: wikipedia/D.P.)

La estancia en las cárceles soviéticas, con torturas propias del martirologio e interrogatorios en los que “lo que realmente se persigue es la total desintegración de su personalidad”, basados en la premisa de la teoría del derecho soviético de que no había personas inocentes -y así el NKVD cultivó sin obstáculos el mito de su infalibilidad-, deja paso a la descripción de tipos, abominables circunstancias y condiciones de no-vida, y al relato de las penurias, sufrimientos y agonías de algunos de los que compartieron su vida con el autor en el campo de trabajo de Yértsevo, sometidos al frío extremo -35 grados bajo cero en invierno-, a un trabajo extenuante de doce y trece horas diarias a la intemperie, talando árboles y desbastando la madera, y al hambre más insoportable que degeneraría en lo que el autor llama la locura del hambre, “los ojos enormes y ardientes de un demente”, -una ración de 400 gramos de pan y dos de la sopa más aguada era cuanto comían al día los políticos, frente a una ración más que recibían los urkas o presos comunes-, vestidos con harapos atados con cuerdas y a menudo sufriendo enfermedades como el escorbuto o la pelagra que les hacían perder por completo la visión nocturna y llenaban sus cuerpos de pústulas infectas. Aunque no quepa imaginar horrores peores que los descritos, todavía los había: el autor recuerda que “un transporte a Kolymá era en los campos de trabajo soviéticos algo parecido a la selección para las cámaras de gas alemanas”, pues seleccionando a los presos con la mayor merma en la salud, el castigo se convertía en un viaje al fin del mundo. Recuérdese los sobrecogedores Relatos de Kolymá, de Varlam Shalamov, otra obra absolutamente imprescindible que aúna los méritos de su prosa y los de su espeluznante narración.

Hombres que habían perdido del todo el sentido de la propia dignidad, hombres que debían atar corto sus recuerdos para no sucumbir, por contraste, a la abominable realidad, hombres que se mutilaban para poder respirar durante unos días en el barracón del hospital pero que con frecuencia ello les suponía la condena a muerte o a más años de presidio por ser considerado por las autoridades del campo sabotaje y por el código penal soviético parasitismo social, hombres que sentían un odio feroz por sus semejantes y por sí mismos, hombres acusados por los crímenes más estrafalarios -el actor Mijaíl Stepánovich coincidió  con nuestro autor en el campo de trabajo, acusado de “acentuar exageradamente en una película la nobleza de un boyardo de Iván el Terrible”, así como un montañés de Chechenia, detenido cuando se negó a entregar un saco de trigo, una pequeña parte de lo que habían sido sus cosechas, y que jamás volvió a saber de su mujer y de sus tres hijos deportados, no eran en absoluto la excepción de unas leyes basadas en la universalidad de todos los castigos para un universo de inocentes-; organismos extenuados, desperdicios humanos, esqueletos humanos, muertos vivientes esclavizados, que “concebían la muerte como el bien supremo, lo único en lo que merece la pena tener esperanzas cuando todo lo demás ha fallado”. Hombres destinados a morir antes de tiempo -jóvenes, mujeres, ancianos- en el Mortuorio; a menudo, como le sucedió al propio autor, tras pasar unos días encarcelado en una celda de aislamiento haciendo huelga de hambre, con ventanas sin cristales y sin ropa de abrigo. Y mujeres, que además de padecer las mismas condiciones de trabajo extenuante, hambre, frío y sufrimiento, eran violadas por presos y guardianes, o debían venderse para obtener pan, y a las que con frecuencia se las veía pasar embarazadas hacia el barracón donde debían parir niños destinados al hospicio.

Este escenario sobrecogedor y abominable está descrito, sin embargo, con una extraordinaria  contención, propia de un relato sincero que no desea -a pesar de su contenido- extremar la realidad y sí ser fiel a la verdad. Un mérito añadido que convierte la lectura de este  testimonio en una expedición imprescindible por las entrañas más desgarradoras del hombre.

Yolanda Izard

Yolanda Izard

Yolanda Izard Anaya, (Béjar, 1959), escritora y crítica literaria. Ha publicado las novelas 'La mirada atenta' y 'Paisajes para evitar la noche', además de tres poemarios y una Selección de Poemas en la Transición. Colaboradora habitual del suplemento cultural de 'El Norte de Castilla', y de las revistas digitales 'Sigueleyendo', 'Granite&Rainbow' y 'Subverso'.

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