Yassin Pérez, reivindicando el atentado de Barcelona

¿La violencia no tiene nada que ver con el Islam?

El Corán puede leerse como una invitación a la yihad, al exterminio del infiel, o como una búsqueda del tawil, la verdad alegórica que va más allá del enunciado literal

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Yassin Pérez, reivindicando el atentado de Barcelona

Lo repetiremos tantas veces como sea necesario. Aunque sea obvio y fácilmente demostrable. La mayoría de la mayoría de musulmanes no han recurrido ni recurrirán jamás a la violencia. La mayoría de la mayoría de las víctimas de Estado Islámico son musulmanes. Y, precisamente por ello, la xenofobia y el racismo se han de combatir desde la argumentación, yendo a las fuentes, no desde mantras buenistas que sólo hacen que confundir más a creyentes y ateos. ¿Cómo podemos decir, sin sonrojarnos, que la violencia yihadista no tiene que ver nada con el Islam? ¿No tenían nada que ver, tampoco, la Inquisición y las Cruzadas con la Iglesia católica?

Hay dos factores que siempre desaparecen cuando llega el fundamentalismo: el humor y el contexto. El humor desacraliza, abre camino a la duda, pero también a la catarsis. El contexto nos muestra que un relato dice mucho más de que lo que afirman sus frases. Toda literatura (y el Corán, como la Biblia y la Torá, es literatura religiosa) tiene un significado que ha de leerse entre líneas, en las metáforas y en los símbolos, y que trasciende la mera literalidad que emana del sujeto, verbo y predicado. El dogma, en el Islam y en cualquier lugar, se alimenta de nuestra incapacidad para leer críticamente.

El fanatismo, lo podemos decir con total contundencia, es un problema de lectura.

Foto: Pixabay

Es evidente que el Corán, en algunas de sus suras, invita a la violencia (“Exterminad a los incrédulos hasta el último de ellos”, VIII, 7). Tan evidente como que, en algunas otras, es un canto a la paz y al humanismo (“El que salva a un solo hombre debe ser considerado como si hubiese salvado a todos los hombres”, V, 32). Esa contradicción no es una flaqueza, demuestra que el texto fue escrito por varias personas, y abre múltiples interpretaciones. El peligro surge cuando se rechaza cualquier tipo de hermenéutica y sólo se atiende a la doctrina pura y dura. Otra vez, exactamente igual que pasa con la Biblia (“No he venido a traer la paz, sino la espada”, Mateo X, 34-36).

Lo que estamos viendo ahora, en París, Niza o Barcelona, es cómo la rama más fundamentalista del Islam, el wahabismo, ha logrado insertarse en Occidente. Lo ha hecho porque, aunque nace en el siglo XVIII, su relación con Arabia Saudita cambia radicalmente en 1938, cuando el país descubre el petróleo. Hoy puede financiar un salafismo (una vuelta a los antepasados) que exige regresar a la forma de vida de los ancestros, sin poner ningún acento en los contextos sociales e históricos de la época. No se trata de una vida radical en el sentido que se dirige a las esencias, sino que aspira estúpidamente a una vida sometida a la literalidad, y que lee la vida de Mahoma, sobre todo en las crónicas de la Sira, como algo a imitar paso a paso. Y las guerras entre Medina y La Meca, como todas las batallas, están llenas de sangre y crueldad. No ser capaces, hoy, de separar religión y política sólo nos lleva a la sharia, un sistema legal para el siglo XXI que fue pensado según las costumbres y los valores del siglo VII.

Existen, afortunadamente, muchas otras maneras de leer el Corán. El sufismo, por ejemplo, que apuesta por la dimensión mística del texto, rechazando cualquier práctica legalista que surja de una idolatría (que el propio Corán rechaza) mal entendida. La obediencia ciega es infidelidad (kufr) ya que “la adoración al fiel común, incluido el teólogo, no está dirigida verdaderamente hacia Dios, sino hacia lo que ellos mismos conciben como Dios”, tal y como apunta Halil Bárcena.

El sufismo no es la única rama del Islam que opta por la interpretación más allá de la doctrina. Sabemos que uno de los principales obstáculos para leer el texto sin estar secuestrados por su enunciado radica en el hecho de que se cree que es Dios, Alá, quien dicta el contenido del Corán a Mahoma (vía el arcángel Gabriel), y que son sus seguidores quienes, para que no se pierdan las enseñanzas, lo transcriben en diversos materiales.

Entonces, ¿el autor del Corán es directamente Dios (y, por lo tanto, su palabra es indiscutible) o los hombres que, tras un ejercicio de memoria y técnica narrativa (y, por lo tanto, con amplia falibilidad), intentan recuperar las enseñanzas que han oído del profeta?

Paidós

El pensador francés Michel Onfray, en Pensar el Islam, explica cómo este problema, filosófico, ha generado muchos discusiones entre los musulmanes. La tesis mutazilita considera que el Corán fue creado, mientras que la tesis asharita considera que fue increado. Eso lo cambia todo. Si el libro sagrado fue creado por los hombres, éstos pudieron haberse equivocado. Si no fue creado, quien habla literalmente es Dios. Es un tema capital. Lo que está en juego, en realidad, es si existe libre albedrío o no entre los seguidores del Islam.

El mutazilismo es una escuela inaugurada en el siglo VIII en Basora (y desparecida en el siglo XIII, después de ser considerada heterodoxa). Apuesta por hacer de la razón el principal instrumento de lectura del Corán. Por su parte, el asharismo, fundada en el siglo X y activa hasta bien entrado el siglo XIX, no permite margen para una lectura interpretativa. En ese debate, aunque parezca tan lejano, está la controversia que nos podría responder al título con el abrimos el artículo.

“¡Qué pocos reflexionan!”, leemos en el Corán (XL, 58). Quien sí lo hizo fue Averroes, desarrollando la teoría de la doble verdad. Ya en el siglo XII (ay, si los que dicen querer recuperar Al-Ándalus leyesen a sus principales pensadores…) el médico y matemático aborda la dicotomía entre creencia y argumento. Nos dice que hay una verdad según la fe y una verdad según la razón. Si nos topamos con alguna contradicción, la interpretación (otra vez la hermenéutica como oportunidad) no llegará por elucidación (eligiendo una en contra de la otra) sino por conciliación entre ambas (gracias a la dialéctica y la retórica aristotélica).

Eso, de alguna manera, nos lleva al tawil, uno de los conceptos que nos parecen esenciales del Islam si los musulmanes quieren escapar de esa amenaza, constante, con la que el actual salafismo, y sus imanes pagados con el negro queroseno, busca hacerlos cómplices de una guerra declarada. El tawil es una sofística que se acerca al Corán como texto sagrado pero desde la interpretación alegórica. Como afirma el islamista Henry Corbin, “aquel que practica el tawil es alguien que aparta el enunciado de su apariencia externa y lo hace retornar a su verdad”.

La alegoría ha liberado a las civilizaciones que han perdurado en el tiempo. Desde los mitos a las leyendas, lo sagrado sólo es sagrado cuando respira, cuando escapa de sus propias cárceles y se deja actualizar. Cuando no es mera arqueología. Claro que los atentados de Barcelona tienen que ver con el Islam. Con una lectura que suma la infantilización, el totalitarismo y la pulsión de muerte. Nuestra respuesta como sociedad abierta, aquella que reivindica todos los credos desde la laicidad política, no puede caer en ninguna de esas tres peligrosas tentaciones. Ni selfies en los altares improvisados de las Ramblas, ni miedo y aversión a las mezquitas, ni, tampoco, ninguna celebración por los disparos en la cabeza de los terroristas.

Homenaje a las víctimas en las Ramblas | Foto: Ajuntament de Barcelona

Albert Lladó

Albert Lladó (Barcelona, 1980) es editor de Revista de Letras y escribe en La Vanguardia. Es autor, entre otros títulos, de 'Malpaís' y 'La travesía de las anguilas' (Galaxia Gutenberg, 2022 y 2020) y 'La mirada lúcida' (Anagrama, 2019).

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