Los mismos reparos que se argumentan en la actualidad en la relación entre la literatura —en cualquiera de sus estadios: creación, edición, publicación o mercado— y el dinero ya existÃan en la época de Zola, hace más de un siglo. El escritor sigue siendo, a pesar de ser el origen de todo el negocio ligado a la literatura, el eslabón más débil y, paradójicamente, el más prescindible. Para analizar, desde su punto de vista, la problemática relación entre ambos factores, Zola dejó escrita su opinión en el folleto Literatura y dinero (L’argent dans la littérature, 1891), partiendo de una premisa con aires de constatación: cuanto mayor sea la consideración literaria menos puede el escritor vivir de su obra.
«Todo el mundo parece de acuerdo en que el dinero es una cosa vulgar que resta dignidad al hecho literario; al menos, no se sabe de nadie que se haya hecho rico escribiendo, algo poco sorprendente, y los propios escritores hacen gala de su pobreza aceptando vivir de una limosna principesca. Ellos son el ornamento, el artÃculo de lujo, algo que sale de la vida ordinaria, que no tiene que ver con un negocio, una fantasÃa que solo los grandes pueden permitirse, lo mismo que se paga a bufones y a saltimbanquis».
Con respecto a la situación de que trata Zola —siglo XIX—, parece que el incremento exponencial de escritores con obra publicada no ha conllevado un aumento proporcional del número de escritores que pueden vivir de su trabajo; falta saber, por otra parte, si el crecimiento del nivel literario, la influencia social, el compromiso polÃtico, el deber ético, es también proporcional; es decir, si la progresiva independencia de la subvención de un noble o del mecenazgo de un soberano, al precio de la pérdida de la remuneración económica, se acompaña de la correlativa independencia de criterio y de opinión.
«Este es pues el verdadero estatus de los escritores de los siglos XVII y XVIII, una situación que podrÃa corroborarse mediante documentos aún más pertinentes. Resumiendo lo que acabo de decir: la obra literaria no puede dar de comer al autor, quien se convierte entonces en una rara avis de la que solo los reyes y los grandes señores pueden permitirse el lujo. Entre el protector y el protegido se establece un contrato; el protector ofrece vestido, comida y alojamiento, o bien se limitará a pensionar al protegido, que a cambio lo adulará y le dedicará sus obras para que asà su nombre y sus favores pasen a la posteridad».
Teniendo en cuenta que la variedad de recursos a disposición del escritor ha aumentado considerablemente, la alfabetización se ha universalizado, la clase media que puede permitirse comprar libros es más numerosa y el acceso a estos, que ya no son unos objetos de lujo inasequibles, se ha generalizado, ¿por qué el escritor no puede vivir de su trabajo?
«Es una puerilidad quejarse de lo difÃcil que es acceder a los editores. Publican demasiado; Francia publica cada año miles de tÃtulos. Viendo las banalidades, el aluvión de obras mediocres que saturan los escaparates, uno se pregunta cómo serán las obras que rechazan los editores».
La pensión estatal, a pesar de ser concedida por un organismo democrático, en tan reprobable como la antigua pensión real pues, a la larga, es el precio al que el escritor vende su independencia.
La democratización del acceso a la lectura ha convertido la creación literaria en una derivada del mercado y ha multiplicado la nómina de intermediarios restando relevancia a la obra literaria en sà misma, cada vez menos importante ante la potencia de la industria editorial, las nuevas plataformas de venta —incluyendo las vergonzosas alianzas entre ambas— y la volubilidad del creciente número de lectores, cada vez más maleable e incapaz de discriminar entre el alud de opiniones interesadas y dirigidas sin ninguna relación con la calidad literaria; todo ello mezclado con la multitud de becas, ofertas de patrocinio y premios más o menos oficiales —tanto los concedidos por las editoriales, generalmente empleados para robarse autores entre ellas, como los concedidos por las diversas Administraciones, en busca de propagandistas de los que echar mano cuando haga falta, asà como los otorgados por asociaciones diversas de dudosas intenciones— que intentan crear climas de expectativas que jamás habrán de cumplirse.
«La idea de una ayuda generalizada hace sonreÃr: siempre habrá que escoger; un comité o un delegado cualquiera tendrá que examinar los manuscritos; y nos las veremos de nuevo con la arbitrariedad, los excluidos volverán a acusar al Estado de no hacer nada por ellos, de asfixiarlos a propósito. Por lo demás, no se equivocan: comoquiera que sea, las subvenciones benefician a los talentos mediocres, nunca se ha encargado una obra a un talento libre y original. Este sistema de ayudas no se ha aplicado nunca a los libros; en efecto, no hay ningún editor que reciba cien o doscientos mil francos del Estado con el compromiso de publicar diez o quince libros de autores noveles al año. Pero en el teatro lleva tiempo haciéndose la prueba: el Odéon, por ejemplo, está abierto a los dramaturgos noveles. En este sentido, me gustarÃa que se hiciese un estudio sobre los autores de talento cuya primera obra se haya representado en el Odéon. Estoy seguro de que son los menos, mientras que la lista de autores mediocres y ya olvidados debe de ser formidable. Esto nos lleva al siguiente axioma: el proteccionismo en literatura solo beneficia a los mediocres».