«La muerte del adversario», de Hans Keilson | Revista de Letras
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La palabra judÃo y el nombre del canciller están omitidos. La palabra partido aparece una sola vez.
Y todo empieza verdaderamente bien, con una potencia cuidada y resonante, con lo que las abuelas llamarÃan un buen chorro de voz. Una alocución casi desde el púlpito en la que se exponen, durante una primera parte de corte maldororiano, las claves de todo el libro: el hombre sin curiosidad por la propia muerte, interesado sólo en la muerte del enemigo; la definición del enemigo como aquel ser que carga con dos promesas: la amenaza y la felicidad.
Entramos en lo que se revelará como el cuerpo central y más extenso de la novela: el relato de una infancia y adolescencia aprendiendo a conocer al enemigo. La evolución temporal de la trama es paralela a los progresos de Adolf Hitler, con el protagonista asistiendo incluso a algún mitin temprano y, más adelante, a actos públicos ya masivos. El conflicto que favorece quien habla en primera persona es el siguiente: empeñado en conseguir una objetividad con la que juzgar a su adversario, pone el acento en la relación, de carácter mucho más Ãntimo, que se establece entre enemigos. La complicidad entre contendientes. En consecuencia, es excluido de su comunidad —de los acorralados—.
Y llega el soberbio párrafo sobre la nosiedad, con el que me parece que se puede cerrar el libro por la obertura que uno prefiera. Describe la oratoria del (ya) Jefe de Estado:
Para redondear el motivo nunca olvidado de la falsificación, pongámonos fin con la escena de las fotografÃas falseadas en las que los judÃos posan disfrazados de heridos: