El plantador de tabaco. John Barth
Traducción de Eduardo Lago
Cátedra (Madrid, 1991)
A Pilar y Edda,
tanto si son como no la misma.
Y a O., él sabe.
John Barth nace en Maryland en 1930, y con sólo veintiséis años publica La ópera flotante, que fue nominada al National Book Award. Dos años después termina de escribir El fin del camino, y en 1960, ya con la friolera de treinta añazos, da a la imprenta El plantador de tabaco, la más importante de las pocas novelas suyas traducidas al castellano. Barth forma parte de un cuarteto de escritores norteamericanos que han estado, con desigual fortuna, dándose guantazos entre ellos desde finales de la década de los cincuenta. Nombres y otros rumores a lo largo del texto.
Primeros pasos
Primero leà La ópera flotante, imposible de conseguir, naturalmente. Eso fue en un hotel de Barcelona, cerca de la Casa Batlló. Algunos detalles no los recuerdo bien porque por la noche estaba algo borracho.
Después compré Sabático (1982) por internet. Llegó en perfecto estado junto con otro libro que no recuerdo. Aún no la he leÃdo; la arrumbé en una estanterÃa.
Años después, en una tertulia multitudinaria de lectores aficionados y no lectores me llamaron elitista, lo mismo que a otro individuo que pasaba por allà con El plantador de tabaco bajo el brazo. Intercambiamos impresiones, nos criticamos mutuamente por estar donde no se nos llamaba ni querÃa, entablamos amistad, y desde entonces no ha cejado en su empeño de que leyera yo la novela de Barth.
Hace tres meses, otro amigo totalmente distinto, bajo los efectos del ron Negrita, insistió en el asunto. Dijo: “a mà me proporcionó un gran placer intelectualâ€.
Finalmente, este verano obtuve de la biblioteca El plantador de tabaco y me largué a Francia con ella bajo el brazo. La novela tiene 1.295 páginas de letra diminuta, lo diré ya para ir eliminando lectores tanto de este texto como del libro en sÃ. Pero también diré que es, sin duda, la mejor novela que he leÃdo en todo 2011.
Consejos de lectura (para los que sigan aquÃ)
La edición de Cátedra que tendréis que perseguir va precedida de una exégesis académica cuya primera parte es genial y la segunda prescindible y repleta de spoilers, asà que mejor obviarla hasta el final para ejercer una lectura incontaminada.
Puesto que al fin y al cabo somos como niños, es más que probable que el grosor del volumen asà como el apelotonamiento de caracteres carguen al probo lector de una sensación simular al desánimo. Mi consejo para estos momentos iniciales es de corte zen: relajad los hombros y la pelvis, sentaos y empezad a leer.
No recuerdo comienzo de novela igual de atractivo ni estimulante. Un poco cervantino, como quizá lo sea toda la novela. HumorÃstico, como en efecto lo es toda la novela. Aprovechaos pues, y disfrutad.
Una vez entrados y centrados en la lectura, quizá penséis en cómo habéis podido sobrevivir hasta ahora sin leer esta novela. De qué forma ha pasado desapercibida en medio de la inmundicia a que estáis acostumbrados. Estos pensamientos son mundanos y afectan a vuestra comprensión y deleite de lo que tenéis entre manos. Desterradlos y continuad.
Os preguntaréis sobre el género. Normalmente se tilda de literatura a todo aquello no encuadrable en un, asà llamado, género concreto. Sin embargo la novela que estáis leyendo mezcla las aventuras con la picaresca, la historia con la filosofÃa, la poesÃa con el humor y el arte con el comercio, la navegación y la polÃtica. No temáis, pues, denominarla pastiche, ya que precisamente ésa era la intención de su autor al escribirla.
SÃ, pasaréis las páginas y a la par que fascinados por lo que leéis, por la ausencia de caÃdas de tensión narrativa, por el fenomenal ritmo, la profundidad del pensamiento y el ingenio y la erudición del autor, sentiréis vergüenza por haber tenido todos esos absurdos prejuicios sobre el posmodernismo. Porque, sÃ, claro, eso que estaréis leyendo hunde sus raÃces en el denostado posmodernismo, con toda esa anidación de historias que después serÃa copiada ad nauseam y malinterpretada estructuralmente; con ese recurso a la regresión tan natural que os parece estar montados en una carreta mascando tabaco mientras escucháis la aguardentosa voz de una prostituta vieja que os cuenta sus avatares; con esa mezcla formal tan bien amalgamada que por sà sola es capaz de engendrar un género propio; con todas esas caracterÃsticas que han ahuyentado a lectores espurios y en las que vosotros, hasta el momento, ni habÃais reparado, estando ahà todo el tiempo.
Sed benévolos con los deslices, relativamente escasos, de Eduardo Lago y de los editores. Me consta que el primero terminó hasta los cojones de la traducción, y que nunca más se acercó a otra obra de Barth. Los segundos son unos mandados.
Motivos (adicionales) por los que habrÃa que leer a Barth
Hace poco más de un año un amigo que lee estuvo en casa y me ofrecà a prestarle libros. Mi amigo es conocido en la ciudad porque siempre va por la calle leyendo o con un libro en la mano. Mi ciudad es famosa porque en ella casi nadie lee. Tengo la esperanza de que eso cambie un poco cuando inauguren las primeras lÃneas de metro y comience a haber vida subterránea.
Mi amigo se acercó a una de las estanterÃas y se asombró del desorden marca de la casa. Entonces eligió una edición de bolsillo de ParÃs era una fiesta. Asombrado yo por su elección, le ofrecà una en rústica de los hombres repulsivos de David Foster Wallace y un incunable de William Gass, En el corazón del corazón del paÃs. Al poco me escribió para contarme qué le habÃan parecido los préstamos. De DFW dijo poco, la verdad. Y con Gass insistà tanto que acabó escribiendo una recensión bajo el tÃtulo ¿Hay que leer a William Gass?
SÃ, hay que leer a Gass, como a Gaddis, como a Pynchon, como a Barth, siquiera sea para poder aborrecerlos con conocimiento de causa y no vicariamente, con odios prestados. Tras la excusa de la información sepultada bajo toneladas de inanidad y desperdicios, es tolerable, aunque poco defendible, desdeñar el conocimiento de este tipo de hitos. Pero no somos aquà ni los primeros ni los únicos en traer a colación los nombres de estos tipos. Que no muerden, que sólo escriben. Y que pueden enseñar mucho sobre el mundo en que ahora (¡ahora!) vivimos.
Un joven Gaddis se adelantó a un joven Barth en la delineación de las guÃas maestras del big bang posmodernista. Las sendas primeras obras elefantiásicas de ambos (la aquà comentada más Los reconocimientos, de próxima consideración) generaron en un aún más joven Thomas Pynchon tal afán de superación que dio lugar a El arcoÃris de gravedad, genial pastiche, como es sabido, histórico-bélico-saturnal-humorÃstico-polÃtico. La relación entre ellos debe reconocerse más allá incluso de la pertenencia a un escueto grupo de excelencia innovadora.
Como se verá, Gaddis negaba en Los reconocimientos la posibilidad de generar obras artÃsticas originales, condenando a sus personajes a un bucle de copia y falsificación de los grandes maestros tan nocivo como enloquecedor. Y Barth da un paso más allá, situando el comienzo de su narración a finales del siglo diecisiete y pivotando sobre el protagonismo de un personaje real, Ebenezer Cooke, nacido en Londres aunque considerado primer poeta satÃrico americano. Cooke escribió un poema titulado El Plantador de Tabaco, o Un Viaje a Maryland, Una Sátira, publicado en 1708. Este nuevo Plantador serÃa, por asà decir, una copia gaddisiana de la realidad que en una supuesta fidelidad estructural a los hechos se permite la libertad de innovar en lo incuestionable por desconocido e incomprobable, bordeando el disparate pero sin caer nunca en él.
En la novela, Cooke es un joven poeta, virgen por decisión propia, y gemelo de Anna. Su tutor, Henry Burlingame, utiliza con ellos un extravagante método de enseñanza, mal tolerado por el padre de ambos, Andrew Cooke, poseedor de Malden, una extensa plantación de tabaco en las lejanas tierras de Maryland. Un devenir rocambolesco provocará el embarque de Ebenezer y su criado Bertrand hacia tierras americanas, donde el poeta prevé escribir su particular remake de La IlÃada homérica, La Marylandiada. Nada en la narración de Barth es casual ni fue escrito al albur del capricho o la intención espuria de ocupar espacio. El propio escritor declara que sólo ha rellenado las lagunas que Clio, musa griega de la Historia, quizá haya dejado vacÃas adrede para ser utilizadas por los mortales como pasatiempo.
La historia de Ebenezer Cooke navega, camina y declama por entre mares, campos y ciudades infestados de piratas, prostitutas, falsos caballeros, ladrones e impostores. Y una genial puesta en tales situaciones sea probablemente la razón de que a Barth se le achaque la invención del humor negro, dada la caracterÃstica brutalidad con que describe determinadas escenas, crueles no tanto en su reflejo carnal como en su enfoque, diametralmente opuesto al romanticismo con que la “literatura†oficial suele retratar el pasado remoto. CabrÃa preguntarse si la abundancia de humor en la literatura no religiosa de los pasados siglos no corresponde más a un fiel reflejo de la realidad de caracteres de aquellos siglos que a una represalia ilustrada de los pocos instruidos contra la bestialidad generalizada. Si asà fuera, Barth no harÃa más que transmitir el espÃritu de una época en la que una Ãnfima regulación y la inexistencia de identidades fiables tenÃan que provocar, a la fuerza, múltiples malentendidos y suplantaciones susceptibles de ser tomadas a guasa.
Una última razón para leer a Barth a la que no deberÃa apelarse pero hagamos una excepción. Cuando se publicó, en 1960, El plantador de tabaco pasó por las librerÃas sin pena ni gloria. El autor hubo de esperar a publicar 800 páginas más bajo el tÃtulo Giles Goat-Boy (algo asà como Giles, el chico cabra) para tener un fantástico éxito de crÃtica que sus editores aprovecharon para reimprimir la anterior novela y esta vez sÃ: las ventas hicieron moderadamente millonario al posmoderno y altÃsimo John Barth y lo convirtieron en figura literaria de culto masivo. Menos en España. Por ahora.
José Luis Amores
http://bolmangani.blogspot.com
Esta novela hay que leerla. ¿Por qué? La mejor razón que se me ocurre es: porque nos estamos olvidando de lo que se puede disfrutar leyendo. Si para ello es necesario echar la vista atrás y rescatar buenos escritores, pues bienvenidos sean.