Si uno se dispone a hablar de un paÃs fracturado, de un tiempo fracturado hasta la extenuación, forzosamente le saldrán escritos en los que la fractura se puede llegar a convertir en la belleza de un estilo. Eso es lo que sucede con la lectura de Diarios de la revolución de 1917 de la poeta Marina Tsvietáieva (Moscú, 1892 – Yelábuga –Tartaristán-, 1941). En algún momento, da la impresión, gracias también a la traducción de Selma Ancira, de estar sobre todo preocupada por la formulación de frases. Pero Tsvietáieva siempre estaba componiendo un poema, en el que la desgracia, la conciencia de formar parte de los humillados y ofendidos, estaba siempre presente. Antes del infortunio del exilio y de la pobreza extrema que la empujó a resguardar a su hija pequeña en un orfanato, donde morirÃa de hambre, Tsvietáieva sobrevivió a los años de revolución, escribiendo retazos que forman algo que definiremos como diario, por ser la fórmula más cómoda de encajar este libro en algún género. Aunque si existiera en los libros de texto, en los manuales de literatura, el género al que pertenece bien podrÃa ser catalogado como estupor.
Hay frescura en la escritura que aparenta ser espontánea, pero también elaborada desde el sótano del sentimiento. Y al mismo tiempo, hay violencia. Una violencia idéntica a la del hombre que lleva años tratando de completar un puzle de miles de piezas al que le faltan cientos de ellas. Un enfado y un desgarro. El que se corresponde a la época que le toca vivir, ese tiempo de bisagra mal engrasada que chirrÃa cargándonos de acidez la cabeza. Hay saltos temporales y desencadenamientos, porque existe la necesidad y la obligación del movimiento en lo retratado. Y lo retratado es algo asà como canjear el mal por el mal, o la impresión de que se le están escurriendo las cosas de entre las manos constantemente. Como si pretendiera apresar el conjunto, mientras que habita en la periferia, que es el peor sitio para estar en tiempo de lucha. De ahà el puntillismo en el detalle, la dificultad de encontrar su sitio en el mundo habitado por un aura surrealista. En el surrealismo de Tsvietáieva cabe lo grotesco, pero también la sinrazón voluntaria, lo miserable y hasta lo ultrajante, y lo más caprichoso de la gente que se rige por un olfato que solo atiende a las veleidades.
Obviando lo polÃtico, de los diarios se destilan las consecuencias que la Revolución tuvo entre la población civil, comenzando por el dÃa en que decide regresar de Crimea a un Moscú devastado por el hambre. Acaso sea el hambre lo que le obliga a ese estilo escueto, casi telegráfico, fugaz y en ocasiones aforÃstico, sin análisis. Meras presentaciones que, gracias a la poesÃa que destilan, transmiten una intimidad quebrada, un temperamento que brega por mantener la consistencia. Porque ese espÃritu es una denuncia del terror, de la indefensión, algo que está a su alcance por la buena educación que pudo recibir durante la infancia, antes de pasar al mundo de los desahuciados. Su orgullo la ayuda a mantenerse siempre independiente, hasta el punto de que no existe nada semejante a la autocompasión ni al deseo de venganza. Llega al extremo de ser una suerte de poeta sin lÃrica. En este caso, bastan los hechos, aunque obligue al lector a poner en su lectura lo mejor de sà mismo, porque no se recrea en estampas. Sus palabras no forman imágenes, forman palabras. En ese sentido son un golpe directo a la sien del lector, al que le cuesta componer la idea de que exista alguien con tanta capacidad de observación y tan consciente de la lucidez que supone conocer la materia con la que está trabajando.
Tsvietáieva propone acompañarla en un viaje sin cartografÃa ni cámara de fotos, pero colmado de sensaciones. Un viaje sin Dios pero con espÃritu. En el que la gente sabe rezar cuando hay que rezar. Otra cosa es que sea preciso inventarse las oraciones. O la religión, para luego esconderla. Aunque, en realidad, lo que estén deseando sea tener una pistola y disparar. En definitiva, uno llega a ignorar si debe conmoverse o no ante lo que está leyendo. Lo cual es un fenómeno que conmueve hasta la estupefacción.