Calton Hill | Foto: Albert Lladó

Notas desde Edimburgo

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Calton Hill | Foto: Albert Lladó
Calton Hill | Foto: Albert Lladó

– Mira hacia atrás y ríete de los peligros pasados.

Esta frase de Walter Scott, autor de novelas como Waverley o Ivanhoe, resuena con toda la fuerza cuando observamos, desde Calton Hill, la calma glauca de Edimburgo. Un parque público levanta el cuello en lo que un día fue un volcán, coronado por una extraña combinación de monumentos neoclásicos que nos podría hacer creer que estamos en Grecia. Aquí la ciudad se pone de perfil para nosotros. Rodeamos la colina a través del camino de Hume, filósofo por excelencia de la capital escocesa. El empirismo se comprende mejor cuando se pisa tierra mojada.

Desde Calton Hill lo observamos todo: el castillo, enfilado en su fábula gótica, corazón que levita sobre la piedra negra. Y los jardines de la princesa, o el monumento al propio Scott, “ardiente patriota” que vigila, como un Gran Hermano, que la urbe no pierda su fuerte identidad.

Otro de los grandes poetas escoceses, Robert Burns, canta La lágrima:

“Abajo en el arroyo joven, en el cansado castillo verde /
Pues allí deambula entre melodías permanentes”.

Calton Hill | Albert Lladó
Calton Hill

Pronto nos acercaremos a Leith, el verdadero músculo de Edimburgo (aunque hasta 1920 no pasó a formar parte de la ciudad), donde los habitantes no son de cuento de hadas, ni magos gafotas. El rostro marcado de los viejos estibadores, su temperamento únicamente sosegado a base de barriles de cerveza, se puede apreciar en locales como el The foot of the walk, un lugar en el que aún radiografían con la mirada al foráneo. Simple curiosidad. Aquí no hay parque temático que valga. Las familias se sientan, beben pintas, y comen pescado y patatas fritas. Las gruesas risas estremecen en una comunidad que, lejos de la postal, sortea como puede la crisis que todavía le acecha.

Es en este puerto, que algunos quieren poner de moda, donde encontraremos iglesias en venta, centros religiosos a los que les han arrancado hasta el reloj. Pero el paso del tiempo es innegociable, y las gaviotas gritan frente a las cruceros que han decidido que esto es la verja de Harry Potter.

Subiremos de nuevo a Old Town para recordar que Edimburgo es, también, misterio, lluvia y niebla, y esos closes en los que Stevenson pretende ocultar a su doctor Jekyll convertido, ya, en mister Hyde. Si París nos ofrece sus galerías para escapar de la farándula de las franquicias, la condición de posibilidad de la urbe escocesa se forma con adoquín, escalera mordida, y musgo en la pared. Advocate’s close es uno de esos callizos oscuros que conectan las grandes avenidas. El verdadero placer de la ciudad es perderse por ese asombroso arsenal de caminos entrecortados y enigmáticos.

Castillo de Edimburgo | Albert Lladó
Castillo de Edimburgo | Albert Lladó

Algunos gaiteros van entreteniendo al turista. Dice cualquier guía oficial que para ser un visitante realmente disciplinado tendríamos que comenzar nuestra ruta por el castillo. Bien. Desde allí recorreremos la Royal Mile (en su mercado, ubicado en una antigua iglesia, veremos la desacralización en forma de mantas de colores y bufandas a juego) hasta el Parlamento Escocés. El edificio, valiente y arriesgado, es obra del arquitecto barcelonés Enric Miralles. Justo enfrente está situado el palacio de Holyrood (donde Isabel II pasa parte del verano). Lo que hay al lado, donde las rocas acarician sus flores amarillas, nos hará cambiar para siempre la concepción que teníamos de lo que es un parque. Su ladera nos permite contemplar otra perspectiva de una ciudad que es Patrimonio de la Humanidad desde 1995.

La Atenas del norte, como algunos aún la llaman, tiene inscrito en su escudo el lema “Nisi Dominus Frustra”. Se trata de una alusión bíblica. El salmo dice en realidad: “Si Dios no construye la casa, en vano trabajan los que la construyen. Si Dios no guarda la ciudad, el centinela se desvela en vano”. Otra vez, desde esta colina casi salvaje, deberemos reírnos, como nos pide Scott, de los peligros pasados. Seamos, pues, centinelas despreocupados.

Toda la ciudad es una invitación a la lectura. De nuevo en el centro, en St Andrew Square, será casi imposible no sentarse, simplemente, a respirar. Allí empieza una suerte de cuadrícula en la que se conectan cuatro calles paralelas. En la más interesante, Rose Street, podemos encontrar el pub The Kenilworth, título de otra de las novelas de Sir Walter Scott.

Scottish National Gallery
Scottish National Gallery

El tren que sale de la estación central, Waverly, divide Edimburgo en dos. La National Gallery nos acoge (entrada gratuita a la exposición permanente). Desprevenidos, nos asaltará una pintura del Greco, aproximadamente de 1590, titulada Una alegoría. Dos jóvenes, acompañados por un mono, descubren la pasión. La mujer (¿o es un hombre?) sopla la candela, pero ni ella misma sabe si es para rebajar el fuego o para que la llama invente todos sus efectos. Bufamos con ellos. A ver qué pasa.

El omnipresente Scott, quién sabe si desde esa misma tela, nos habla de nuevo al oído:

“Oh! what a tangled web we weave
When first we practice to deceive!”.

Qué enmarañada red es Edimburgo. Qué arrebatos, verdes y áureos, ocultan sus angostos secretos. Ahora sí. Miremos hacia atrás. Sin miedo.

'Una alegoría', El Greco | Scottish National Gallery
‘Una alegoría’, El Greco | Scottish National Gallery

Albert Lladó

Albert Lladó (Barcelona, 1980) es editor de Revista de Letras y escribe en La Vanguardia. Es autor, entre otros títulos, de 'Malpaís' y 'La travesía de las anguilas' (Galaxia Gutenberg, 2022 y 2020) y 'La mirada lúcida' (Anagrama, 2019).

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