Infiel y fronterizo

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 Día de los muertos | StockSnap | Pixabay Commons
Día de los muertos | StockSnap | Pixabay Commons

El poeta, narrador, músico y video artista Julián Herbert (Acapulco, 1971) recrea en sus novelas el norte de México, que inevitablemente remite a la imagen del desierto y la frontera. Herbert, autor de los poemarios El nombre de esta casa (1999), La resistencia (2003), Kubla Khann (2005) y Pastilla camaleón (2009), se estrenó como cuentista con Cocaína (manual de usuario) (2006). Un mundo infiel (2004) es su primera novela, pero fue Canción de tumba (Mondadori, 2011), autobiografía entre real y novelada, escrita junto al lecho de su madre agonizante, la que le hizo ganar el Premio Jaén 2011 en España y el Premio Iberoamericano de Novela Elena Poniatowska 2012 en México. La casa del dolor ajeno (2015) es una crónica periodística que narra la matanza de 303 chinos en la ciudad de Torreón en 1911, un episodio nacional bastante olvidado cuya revisión permite desvelar o comprender algunos aspectos del México contemporáneo.

Un mundo infiel, la primera novela de Julián Herbert, reescrita ahora para la editorial Malpaso (2016), alterna y entrelaza las historias de unos hombres marcados por la violencia y misteriosamente unidos por vínculos oníricos e irracionales. Desfilan por estas páginas matones, narcotraficantes, prostitutas, pornófilos y, en definitiva, toda una caterva de seres envilecidos, siempre al borde del descalabro. Laredo, ciudad fronteriza con Estados Unidos, es el escenario de sus avatares, impregnados de fatalismo. La novela, escrita en una prosa bien ritmada, avanza a golpe de metáfora certera y desapacible. Empieza así:

“La noche antes de que un tren le arrancara las piernas a Ernesto de la Cruz y Doc Moses soñara con un venado muerto y Plutarco Almanza tuviera la desgracia de toparse con el hombre de las botas grises, Guzmán se enderezó en la cama con una aureola de vértigo envolviéndole la cabeza.”

Esta anticipación inicial da el tono de fatalidad, de ominosa amenaza, que domina en toda la obra. Los personajes están condenados, y sus destinos se entrecruzan más en estas primeras líneas que en el resto de la novela. La materia prima que compone y amalgama los destinos y peripecias de estos hombres es el miedo alucinado, y una viscosa desesperación que surge de lo más profundo.

Guzmán, un profesor de periodismo que experimenta “la dificultad de vivir en un mundo en el que, para ser realmente un hombre, uno debe afiliarse a cualquier expresión de la violencia”, tiene pesadillas recurrentes con un médico que lo amenaza con un bisturí. El día de su trigésimo aniversario, y mientras su esposa Ángela le prepara una fiesta de cumpleaños en casa de sus padres, se propone acostarse con una mujer cualquiera. La cocaína que el Mayor le dispensa, además de hacerle más nítida y soportable la realidad, le confiere la audacia necesaria para serle infiel a su mujer y encamarse con una mesera llamada Jacziri Yanet.

Otro de los personajes principales de la novela es Plutarco Almanza, el Mayor, que se metió a comandante de vigilancia ferroviaria del noreste después de ser dado de baja en el ejército por haber cometido un crimen:

“Así fue como cambió su uniforme por pantalones de mezclilla, botas vaqueras y sombrero, y empezó a comandar un pequeño ejército de hombres prietos, bajitos y mal rapados, casi todos provenientes de las zonas rurales de Chiapas, Guerrero y Oaxaca. Mojados sin suerte, soldados desertores, burreros que recién habían salido de la cárcel, ex policías con fama de corruptos: un montón de holgazanes incapaces de memorizar las claves de radiocomunicación.”

Por lo general, el Mayor prefiere quedarse en las oficinas, ocupándose de recursos humanos, seguridad laboral y finanzas; en realidad, “Casi todas sus ganancias provenían de la venta de cocaína y marihuana en cantidades pequeñas que pasaba a través de los convoyes trasnacionales”. Mientras está con su amigo Guzmán tomando unos tragos, recibe una llamada por la que es informado de un accidente ferroviario que le ha segado las piernas a un guardia llamado Ernesto de la Cruz. El Mayor les da a sus subordinados la orden absurda de buscar las piernas de Cruz y traérselas. Tras prestarle su teléfono celular a Guzmán, se dirigirá al este de la ciudad, hacia la “zona de tolerancia”, una aglomeración de prostíbulos que conforman una especie de pueblo fantasma donde el polvo se levanta formando remolinos a la puerta de las cantinas.

Malpaso
Malpaso

Los capítulos agrupados bajo el título “Historia de un par de piernas” se centran en la historia de Ernesto -Ernie- de la Cruz. Oriundo de Monterrey, se proponía emigrar hacia Houston pero al final se estableció en el norte y empezó a trabajar como empleado de seguridad en los trenes, a las órdenes del Mayor. Cruz, un tipo arrogante y extorsionador, que goza de la impunidad que su cargo le otorga para apalear a vagabundos y ladrones, sufrirá un terrible accidente cuando la muela situada en la juntura entre dos vagones le corte las piernas. Se van insertando en el relato los breves informes acerca del accidente y las posteriores pesquisas de los subordinados del Mayor, quienes, en la operación de búsqueda de las piernas de Cruz a lo largo de los rieles en plena noche, se exponen a ser atacados por los coyotes o arrollados por un tren. Alguno de estos informes de guardia, escritos por un tal Josafat, incorporan delirios religiosos, invocaciones a Jehová y alusiones a Satanás, que vienen a incidir acumulativamente en el dibujo del mal como amenaza omnipresente. En el hospital, un agonizante Cruz, que no es del todo consciente de la gravedad de su situación, servirá de cobaya para los experimentos del doctor Moses, un médico perturbado e hiperestésico, obsesionado por lo que él llama la droga extática.

“El experimento de Doc” abarca una serie de capítulos, dispuestos de modo alternativo, que sitúan las coordenadas vitales del doctor Moses —Doc—, un médico gringo que se le aparece en sueños a Guzmán, blandiendo un bisturí como amenazador instrumento de tortura: “Tú tranquilo, no quiero matarte, nada más quiero hacerte llorar.” El lector se percata de que los sueños funcionan en una doble dirección, pues el doctor sueña con que humilla a Guzmán y lo somete a una perversa ceremonia de índole sexual, aunque en la vigilia nunca lo hayan erotizado los varones; de hecho, lo que lo mantiene en un estado de salvaje excitación durante el día es la cercanía de Shannon, su hija adolescente, con la que entabla un peligroso juego de seducción donde tienen cabida palabras y caricias jamás del todo inocentes. El doctor Moses se ve fuertemente condicionado por sus pesadillas recurrentes y por las visiones diurnas que lo asaltan de improviso:

“Doc estaba seguro de que en el fondo de aquellas imágenes yacía la más cruda crueldad, aguardándolo con la misma euforia con la que Satán aguarda a las almas perdidas. Por eso decidió que, si quería salvarse, debía encontrar al paciente idóneo lo más pronto posible”.

Doc Moses lleva tiempo obsesionado con un compuesto químico capaz de hacer coexistir el dolor, el placer, la lucidez y la muerte, y busca un paciente idóneo -esto es, lo suficientemente indefenso para dejarse manipular, pero también con la lucidez necesaria para entender que están a punto de matarlo- con el que experimentar. Su objetivo será inyectarle a este enfermo, que no será otro que Ernie de la Cruz, “una mezcla de sustancias diseñada para ocasionar la muerte por éxtasis”, con la esperanza de poder así exorcizar sus propios fantasmas.

Las pesadillas conectan e interrelacionan de un modo inexplicable, tortuoso y arcano, los lances y vicisitudes de los personajes masculinos -Guzmán sueña con un médico que lo amenaza con un bisturí; Doc, con un moreno bajito al que intimida con ese mismo instrumento-, como también el hecho de que todos hayan coincidido alguna vez con Jacziri Yanet: Cruz la dejó embarazada en Monterrey, el doctor Moses la conoció cuando, ya encinta, trabajaba como prostituta en un burdel de Ciudad Acuña, y Guzmán se acostó con ella cuando ya había vendido a su hija y trabajaba de mesera en Laredo. Asimismo las distintas historias se cruzan e intersectan, sin llegar a converger, en virtud de otros motivos -objetos y recurrencias temáticas- que subrayan la idea de fatalidad; así el celular de Almanza, que no deja de sonar mientras Guzmán mantiene relaciones sexuales con Yanet, o las botas de color gris terroso que, hurtadas a las piernas inertes de Cruz, golpearán el rostro del Mayor. Estas relaciones las restituye el lector atento al volver sobre un texto donde abunda la elipsis y el detalle efectista. Por otra parte, los personajes se desplazan mentalmente hacia el pasado -véase la virtuosa transición, inopinado flash-back, de Ángela recorriendo con la mirada la cenefa de la cocina de sus padres y remontándose a los días de la infancia- y hacia un  futuro maldito y deformado, entrevisto en alucinaciones de duermevela y avalado por la violencia estructural.

El machismo, una de las variantes de la violencia, lo penetra todo y está tematizado en el capítulo “Mariana”. Los hermanos de Ángela, que consumen pornografía de modo compulsivo y piensan en las mujeres como meros objetos llenos de orificios, son incapaces, ya no de respetar, sino tan siquiera de asimilar el hecho de que una mujer pueda agenciar su propio deseo. Mariana, que esperaba encontrarse y seducir a Guzmán en la fiesta de cumpleaños que Ángela le había preparado, acaba experimentando, en manos de los dos hermanos de ésta, “el gargajo húmedo y poroso de la humillación”, y al final, según parece, será brutalmente asesinada. Este episodio plasma de modo paradigmático y clarividente cómo, en una sociedad enfermiza y radicalmente misógina, una mujer que reclama mayor libertad sexual puede acabar abocada a la autodestrucción, pues el modelo según el que se ha forjado es inoperante en un contexto que la cosifica.

Es de destacar el fraseo rítmico de una prosa que, acogiendo en su seno toda la impureza y la sordidez de la vida, ofrece imágenes tan crudas como fulgurantes: “El viento se afiló tras una curva”; “Todos sus poros se abrieron e incendiaron como si estuvieran lijándole el cuerpo”. La gran baza de la novela, además del lenguaje, es la potencialidad enigmática de los vínculos que anudan a los personajes, el magma oscuro del inconsciente -“Una voz  de mujer gemía dentro de su cabeza como arrastrándose por el suelo de una caverna forrada de óxido”- que construye un mundo paralelo mucho más fascinante que la vida real. Más que tratar de elucidar el sustrato de verdad que subyace a los trances visionarios de los personajes, el lector de Un mundo infiel desea dejarse llevar por la sugestión de una atmósfera que delata una violencia impune, una crueldad extasiada. El mundo es infiel porque las versiones de los hechos resultan imprecisas, incluso crípticas, y los hombres se revelan incapaces de comprender o traducir los motivos profundos que los empujan y enardecen.

Ana Prieto Nadal

Ana Prieto Nadal es licenciada en Filología Clásica (UB) y Doctora en Filología Hispánica (UNED), y está especializada en el estudio del teatro contemporáneo. Como escritora, obtuvo el premio Ojo Crítico por su novela 'La matriz y la sombra' (Acantilado, 2002) y tiene relatos publicados en la revista 'Granta en español', 'El silencio en boca de todos' (Emecé Editores, 2004) y en la antología 'Todo un placer' (Berenice, 2005); también participó en el proyecto europeo Scritture Giovani 2006. En la actualidad, es miembro del Grupo de Investigación del SELITEN@T y compagina la investigación literaria y teatral con la docencia de lenguas clásicas. Ha colaborado en revistas especializadas como 'Acotaciones', 'Anagnórisis', 'Don Galán', 'Pasavento', 'Signa' y 'Tropelías', entre otras, y ejerce la crítica literaria en 'Quimera' y 'Revista de Letras'.

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