En uno de los relatos seleccionados en Manual para mujeres de la limpieza, que recupera y presenta a la autora Lucia Berlin (Alaska, 1936-California, 2004), la narradora dicta:
“Exagero mucho, y a menudo mezclo la realidad con la ficción, pero de hecho, nunca mientoâ€.
A la hora de la verdad, esta definición que el alter ego de Berlin suelta para justificar la crudeza del relato, es el propósito de casi cualquier proyecto literario. Pero el propósito no es lo mismo que el resultado. De hecho, si tomamos el rábano por las hojas, lo que importa es la coda final de la frase: la sinceridad. Se trata de escribir no ya con la razón, con las ideas, con la lógica, con los recursos verbales, con los juegos literarios. Para que la literatura sepa a sà misma, debe ser transparente, sincera. Es imposible imaginar a Faulkner intentando escribir con la prosa y las estructuras de Stendhal, por poner un ejemplo clarificador. Y, sin embargo, los dos suenan igual de sinceros. Ese es el punto fuerte de Lucia Berlin. No le importa, incluso, repetirse o repetir secuencias y escenas en diferentes relatos. Lo que le importa es lo que sale de las tripas, aunque sea mentira, será su verdad. Y la verdad es algo inaprensible porque, precisamente, mezcla realidad y ficción, mezcla lo que nos entra por los sentidos con el pegamento que lo ensambla, nutrido de esa parte narrativa que todos llevamos dentro. Que es, por otra parte, la que da coherencia.
Queda, pues, saber si Lucia Berlin exagera mucho. Y la respuesta es que esa sà es una licencia que se permite para, precisamente, poder permitirse cualquier licencia. Es cierto que los casos que llega a presentar, durÃsimos, llenos de violencia y desgarro, de drogas y las llagas de la muerte, pueden parecer una exageración. Casi nadie ha vivido el asesinato de un bebé por su madre. Parece una exageración, pero existen casos. Y eso es solo una minúscula parte del relato. Porque de haber exageración en algún sentido, es en la sensación de acumulación que transmite al narrar. No hay espacio entre los átomos. Excepto en dos o tres casos, no da tiempo a sentir que respiramos mientras leemos a Lucia Berlin. El efecto es el de estar inmerso en un mundo lleno de sucesos y detalles, de imágenes y actos que no suman un todo coherente. Porque sus relatos no son redondos, al igual que no es redonda la realidad. La ficción que aporta no apunta ni siquiera a un relato con un principio, un desarrollo y un final. Con frecuencia, Berlin recorta un trozo de vida por aquà y por allá, solo para darle una extensión concreta a la historia. Nos muestra trozos de vidas más allá de la nuestra, de alcohólicos sin romanticismo, de gente del abismo o niños pijos que no conocen el honor. Y todo ello extraÃdo de su propia experiencia vital: Berlin vivó en México y en las fronteras, en Chile y en la ruta 66, en Nueva York y en las salas de urgencia de los hospitales. Perteneció casi a la oligarquÃa durante los años de la horca en Chile, y también conoció el binomio inseparable de la soledad y el alcohol.
Nada de su vida al lÃmite la impidió seguir remitiéndose, una y otra vez, a ser sincera, a contar su verdad. Destacan, sÃ, las extremas heridas de los pobres, pero también la miseria moral de los ricos. Pues Berlin muestra, constantemente, un ávido interés por un mundo que no le gusta. Y utiliza la literatura como forma de conocer el mundo, de ir colocando piezas, inquieta, hasta erizar el espinazo, por la imposibilidad de comprender el mundo, el absurdo rompecabezas que no encaja. Que no encajará jamás. Del que ella nos señala las huellas trazadas en carne viva sobre los caminos de algunos de los que pisamos el planeta. Lo que uno realmente desea una vez que cierra este volumen, es largarse a vivir a otra realidad, más allá de nuestra galaxia, a ser posible.