El otro dÃa me preguntaron si era feliz y, sin dudarlo, afirmé muy tranquilo que sÃ. Quién me ha visto y quién me ve. Pero sÃ; técnicamente, lo soy. Y en ese momento, me acordé de dos cosas: de mi padre (él solÃa hacer una pregunta parecida)… y de Ray Bradbury.
Leà Fahrenheit 451 hace bastante tiempo. Y, como a todos los niños inquietos por ampliar una incipiente biblioteca que (qué sabÃa yo) se irÃa muriendo a golpe de mudanza, aquel tÃtulo se convirtió en uno de mis libros de cabecera. Qué cosas. La gran palabra era la distopÃa y me sirvió para posicionarme y entender la importancia que tenÃa la lectura para comprender mejor el mundo que se me venÃa encima. Y sÃ, supe también que quizá las lecturas serias se encontraban más en el género de la ciencia-ficción que en las obras realistas que tocaba leer. Entonces, habÃa que pelearse con las descripciones infinitas de los Zola, Flaubert, Proust y compañÃa. Pero, en el fondo, la biblioteca personal iba creciendo con otros tÃtulos: Mundo feliz, 1984, Mercaderes del espacio… Ahora, que uno ya no sabe muchas veces qué leer,  la pregunta del otro dÃa sobre mi felicidad, me pareció un pretexto magnÃfico para practicar el sanÃsimo (y económico) deporte de la relectura.
Manos a la obra, pues. Y, como era de esperar, la sensación tras dejar a Montag en el bosque con los hombres-libro ha sido distinta. Supongo, de todas formas, que ahora pienso en las teorÃas de Jauss o de Gadamer (que antes desconocÃa), ya que mi horizonte de expectativas no es el mismo que entonces. Me explico. No me refiero a mi experiencia lectora de hoy en dÃa, que además de escribir resulta que me dedico a enseñar. Eso no es importante. Me refiero al contexto social, cultural y, sobre todo polÃtico, que sucede en este mundo global y tecnológico, mientras escribo esta lÃnea de cierre de párrafo.
La lectura en Los Ãngeles 1953 (fecha de la primera edición), la mÃa en el Madrid de los ochentas y la que acabo de terminar ahora mismo en México son, evidentemente, distintas. Y por una razón muy sencilla: no he tenido la sensación de leer ninguna distopÃa, sino un retrato (tan o más mimético como aquellas novelas decimonónicas) del extraño mundo en el que vivo ahora en el siglo XXI. El lector de los cincuenta acababa de ver en su televisión el nombramiento de su nuevo presidente, Eisenhower, la muerte de Stalin y se metÃa de lleno en la década de la Guerra FrÃa, mientras los televisores funcionaban ya como válvula de escape. En los ochentas, con los últimos estertores de La Movida en España, los avances tecnológicos estaban ganando terreno pero aún no habÃa explotado la Revolución Digital que vivo (y sufro) en la República en la que ahora habito. SÃ: el papel del libro sigue presente pero quizá esté condenado a desaparecer por el rodillo digital, la distracción de la redes sociales o, sobre todo, el empuje y desbanque de la cultura visual frente a la lectora. Pienso. ¿Y por qué? Bradbury lo explica mejor que cualquier analista de cualquier periódico de cualquier ideologÃa:
“No comenzó en el gobierno. No hubo órdenes ni declaraciones, ni censura en un principio, ¡no! La tecnologÃa, la explotación en masa, y la presión de las minorÃas provocó todo estoâ€.
La gente, simplemente, dejó de leer. Una sociedad (como la nuestra) que poco a poco ha ido ahogando al individuo a través de la acción más infalible de todas: la saturación de contenidos. Asà lo ve también Montag en su ficción, tan real para el lector de hoy en dÃa:
“Es preferible que un gobierno sea ineficiente, autoritario y aficionado a los impuestos. […] Llénalos de noticias incombustibles. Sentirán que la información los ahoga, pero se creerán inteligentes. Les parecerá que están pensando, tendrán sensación de movimiento sin moverse. Y serán felicesâ€.
 No hay que ir muy lejos para ver la analogÃa real. Lean cualquier medio de comunicación o actualicen los muros de sus redes sociales de turno y verán millones de supuestas noticias bomba explotando alocadas como petardos unas encima de otras. Y sin descanso posible. Agotador, sÃ.
La pregunta con la que Montag se presenta a Clarisse (“¿Es usted feliz?â€) aparece en esta ficción no solo como leitmotiv, sino como recordatorio del gran vacÃo ontológico del mundo que nos ha tocado vivir. Más claro, imposible:
“El que pueda instalar en su casa una pared de TV es más feliz que aquel que pretende medir el universo o reducirlo a una ecuaciónâ€.
En esta misma lÃnea, la conversación de Montag con Faber, el profesor retirado de Literatura, son tan actuales que podrÃan estar ocurriendo ahora mismo entre cualquiera de los miles de maestros parados o enfrentados con el gobierno de turno. Recuerdo que Faber perdió su trabajo “a causa de los pocos alumnos y la falta de apoyo económicoâ€. Aun asÃ, Montag quiere saber y es precisamente a Faber a quien le pide que le enseñe a comprender lo que lee. ¿Se imaginan? “Profe, por favor, enséñame a comprenderâ€.
La vieja ficción de Montag ya no lo es: tenemos bancos atendidos por “empleados-robots†(nuestros cajeros automáticos se inventaron a finales de los sesenta), “los clásicos reducidos a audiciones de radio de quince minutos†(ahà están nuestros podcasts y el universo fragmentado de YouTube), los anuncios audiovisuales en el Metro (en su caso, los anuncios del dentÃfrico Denham; en el nuestro, la infinita ristra de pantallas de los vagones de Metro o incluso los paneles incrustados entre las vÃas) o, por ejemplo, las propuestas (en el libro, extrañas) de afirmar que “las ciudades deberÃan abrirse y dejar entrar la vegetación y el campoâ€. ¿Qué es si no la conciencia y valores actuales por un mundo sostenible y una vida ecológica?
Me ha sorprendido (una vez más) la calidad literaria de Bradbury. Las metáforas me gustan: “las mariposas negras†(el papel quemado de los libros), la imagen del niño llenando un tamiz con arena (la imposibilidad de retener nada ante la saturación digital) o las propias referencias metaliterarias (Shakespeare, Cervantes, Swift, Dostoievski…), bÃblicas (Job, Ester y, sobre todo, El Libro del Eclesiastés, que es el que decide finalmente memorizar Montag) y la importancia que se le da, en general, a la poesÃa. En especial, a la visión romántica, repleta de irónicas palabras tontas y dañinas, que hace llorar a la señora Phelps e inquietar a las amigas de Mildred. El poema elegido en el libro (no lo recordaba) es el de La bahÃa de Dover, del naturalista Matthew Arnold. “Lee unas pocas lÃneas y te tirarás de cabeza al abismoâ€, se dice en un momento del libro.
Y asÃ, se recupera la pregunta de Montag de las primeras páginas: “¿Es usted feliz?†La respuesta se puede matizar, pero la sigo manteniendo. Mientras pueda leer, todo estará bien. Ya sé que el mundo es, en general, lamentable pero el hecho de “comprender que detrás de cada libro hay un hombreâ€, el detonante de Montag al ver cómo se inmola la tÃa de Clarisse, es lo que hace que se sostengan afirmaciones, de mucho calado, como las de las últimas páginas del libro: “somos trozos de fragmentos de historia y literaturaâ€. Eso dicen los hombres-libro. Esos hombres “vagabundos por fuera, bibliotecas por dentroâ€. En aquella época el referente estaba claro: los intelectuales serÃan los salvadores de la cultura desde su bohemia. Hoy en dÃa, la pregunta me preocupa: ¿y si los intelectuales de hoy en dÃa tampoco leen?
Me pasó lo mismo con la primera lectura y, al releerlo de adulta, me volvió a sorprender. Hasta guardé esta cita:
“Atibórralo de datos no combustibles, lánzales encima tantos ´hechos´ que se sientan abrumados, pero totalmente al dÃa en cuanto a información. Entonces tendrán la sensación de que piensan, tendrán la impresión de que se mueven sin moverse. Y serán felices, porque los hechos de esta naturaleza no cambian. No les des ninguna materia delicada como FilosofÃa o SociologÃa para que empiecen a atar cabos. Por ese camino se encuentra la melancolÃa†p 71
Los aciertos son impresionantes, sÃ. Asà funcionan las redes sociales, me temo. Saludos, MarÃa.