«Hay veces que se nos aparecen ustedes [los terrÃcolas] como monos sueltos en un museo, portando cuchillos, rasgando las telas, rompiendo las esculturas a martillazos.»
Tras un largo perÃodo de preparación y cuatro meses de viaje, un habitante de Anthea, un pequeño planeta del Sistema Solar que ha colapsado después de varios enfrentamientos nucleares, desciende a la Tierra con el propósito de construir una nave transbordadora para trasladar a nuestro planetas a los supervivientes del holocausto. Para poder financiar esa construcción, pone en el mercado algunas patentes derivadas de la evolucionada tecnologÃa antheana que facilitan algunas técnicas existentes en la época (1985) pero pueden poner en cuestión el equilibrio del terror entre las potencias bélicas, ya de por sà inestable. Este es el argumento de El hombre que cayó en la Tierra (The Man Who Fell to Earth, 1963), la segunda novela del norteamericano Walter Tevis.
A pesar del éxito en las primeras fases de su propósito, el visitante comienza a padecer problemas de adaptación, aparte de los puramente fÃsicos, para los que venÃa advertido desde Anthea. La soledad y la desubicación se apoderan de su espÃritu mientras empieza a percibir que su entrenamiento no le preparó para las disfunciones inherentes a la naturaleza humana, y que su proceso de adaptación ignoró las pasiones a las que, como humano, estarÃa sujeto.
«Empezó a sentir lo que habÃa sentido ya otras veces: un gran cansancio, una profunda fatiga de este mundo atareado y destructivo y de todos sus chirriantes ruidos. Tuvo la impresión de que podrÃa renunciar a su empresa, de que era una locura imposible haberla iniciado, hacÃa más de veinte años. Volvió a mirar a su alrededor, cansado. ¿Qué estaba haciendo aquÃ, en este otro mundo, el tercero con respecto al sol, a casi doscientos millones de kilómetros de su hogar?»
Esa inadaptación provoca que cuanto más se acerca a su objetivo, más lejos se halle éste, que se va diluyendo, desdibujando, hasta amenazar con perder su carácter finalista.
«Y él, el antheano, un ser superior de una raza superior, estaba perdiendo el control, convirtiéndose en un degenerado, un borracho, una criatura perdida y estúpida, un renegado y, posiblemente, un traidor a los suyos.»
El visitante queda sometido al conflicto que se establece entre sentirse «demasiado humano» y, progresivamente, menos antheano; es la pugna del apátrida, el que no se siente pertenecer a ningún lugar: «Era humano, pero no propiamente un humano», para acabar ejemplificando la paradoja suprema: el extraterrestre que, preso de algo parecido al SÃndrome de Estocolmo, acaba siendo más humano que los humanos.
«Durante más de un año le habÃa resultado cada vez más difÃcil saber cómo se sentÃa acerca de muchas cosas. Esto no era una dificultad caracterÃstica de su pueblo, sino algo que él habÃa adquirido. Durante aquellos quince años que habÃa pasado aprendiendo a hablar inglés, a abrochar botones, a atar un cordón de zapato, aprendiendo los nombres de marcas de automóviles y otros incontables detalles y menudencias que en su mayor parte habÃan resultado innecesarios, durante todo aquel tiempo nunca habÃa dudado de sà mismo ni habÃa dudado del plan para cuya realización habÃa sido elegido. Y ahora, después de cinco años de vivir realmente con seres humanos, era incapaz de saber qué sensación le producÃa un hecho tan claro como el ser puesto en libertad. En cuanto al plan en sÃ, no sabÃa qué pensar, y en consecuencia apenas pensaba en él. Se habÃa convertido en muy humano.»
El hombre que cayó en la Tierra es una novela multifacética que admite gran cantidad de lecturas, desde la polÃtica -fue escrita en los peores momentos de la Guerra FrÃa– hasta la psicológica -eran tiempos del conductismo más radical-; que, como multitud de otras novelas de la época, desde ambos lados del telón de acero, trasciende la ciencia-ficción, género en la que se la ha encasillado; y que parecerÃa dar la razón a aquellos expertos que señalan a la década de los años 50 y 60 del siglo pasado como la edad de oro de la ciencia-ficción.