Rosario Troncoso | Foto cedida por la autora

Lo íntimo cotidiano

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Rosario Troncoso | Foto cedida por la autora

No hay disfraz ni máscara. Vivir desde esta orilla es peligroso, pero también es placentero. Lo peligroso es no encontrar las pequeñas rutinas; hallar en cada una el aporte de una muda, el mecanismo de repercutir en uno y en nosotros hasta trascender. Lo peligroso es vivir en días distintos de los que no hemos sido iniciados. El verdadero peligro es enfrentarse al dolor, a las experiencias vividas, al olvido de frente, sin perder la cara al daño del paso del tiempo, a la propia existencia. Así, afronta Rosario Troncoso (Cádiz, 1978), profesora de Lengua Castellana y Literatura, articulista en prensa escrita, directora de Takara Ediciones y coordinadora de la revista El Ático de los gatos, su octava entrega lírica, Nuestra orilla salvaje, después de títulos tan significativos en su trayectoria como la antología Eternidad provisional, o los poemarios Transparente o El eje imaginario. Recorrer los días desde Nuestra orilla salvaje requiere la fortaleza necesaria para no quebrarse, para no romperse ante sentimientos tan frágiles.

El conjunto está conformado por treinta y siete poemas breves (entre 6 y 24 versos) distribuidos en dos apartados, como ya hiciera en Transparente, que la autora ha querido disponer como hilos temáticos: en el primero, el derrumbe que causa la lejanía de lo vivido y supone las ausencias; en el segundo, la aceptación del paso inexorable del tiempo y del paraíso infantil perdido.

En el apartado que ocupa mayor extensión, El abrazo de los extraños, puede intuirse al sujeto poético como, tras haber recorrido toda una geografía humana, debe enfrentarse al cantil de los días para sobrevivir y renacer y al aire para que no arrastre la ceniza de lo vivido. De todo ello hace referencia el poema central, Todos los veranos son ceniza, donde se antoja difícil seleccionar un verso, pues todos los versos sacuden y despiertan. Baste como ejemplo la última estrofa:

“Son mis pies en la orilla contraria
un triunfo extraño: le llevo ventaja
a la muerte. La espero.
con el frío enredado en los tobillos.”

Ediciones Isla de Siltolá

Cuando los sueños son insuficientes, pero debajo de ellos, “renace lo que ha ardido. / Se desprenden los puntos de sutura / y al sol se abren, efímeras, las alas” (en el poema Crisálida). El reto radica en que el sujeto se asiente en la línea temporal, de ahí la aseveración en el poema Los restos de nuestro derrumbe: “Esta combustión de los días / y los últimos fragmentos de la infancia”. Similar es la percepción de que queda menos tiempo: “Otro cumpleaños. / Cicatrices adrede / y grietas en el aire”, en el poema Balance, o, simplemente del tiempo pasado no se vuelve indemne, sin asombro, como puede leerse en estos versos del poema Flor: “Lo que el tiempo arranca no se deshace. // No se vuelve a los brazos de la tierra / con los ojos intactos”. Aunque en el presente se halle restos del pasado: los recuerdos duelen (“y ya no son hermosos / los recuerdos del frío”, puede leerse en Algún dios bueno y nuestro). Se concreta el dolor en el poema Hueco, de donde se extrae el título del poemario: “El dolor que ya no desaparece. / Este río oscuro que arranca y engulle / nuestra orilla salvaje”. Entre lo que no está y lo que permanece diariamente el equilibrio se hace difícil, como se aprecia en Príncipes de niebla, Olvido selectivo o Equilibrio, donde la visión es la de renacer a cada paso, como concluye este último poema: “Y dejarse morir / para seguir viviendo”. En efecto, como señala tan atinadamente en su reseña crítica el poeta y crítico abulense, José Luis Morante:

“Nada es posible contra el tiempo, ni siquiera el abrazo de extraños que alguna vez dejaron su perfil en la mirada y luego habitaron la sombra como imágenes perecederas.”

El temblor que produce la mirada a la pérdida de la infancia, de ese pasado cernudiano, provoca la perplejidad del presente. Lo que se experimenta constata el derrumbe del pasado en algo más de una decena de poemas del segundo apartado, El final de las hadas. La erosión provocada por las ráfagas temporales se deja notar en la correspondencia del poema Constantes vitales:

“Con la edad es más grave
el exceso de invierno.
[…]
Con la edad es más larga
la espera del calor,”

Los datos de la realidad van cayendo y es lugar común la fugacidad temporal. El membrete de esta parte puede verse en el poema homónimo: “Apenas se presente el miedo. / Hemos dejado de ser niños. / Se impone la verdad como un cuchillo”. El sujeto poético acepta que está en ruinas, pero, aún así, continúa insistiendo, aunque llegue a vislumbrar la muerte, porque los polos ya no están equilibrados, “vida y muerte detrás de cada puerta”, en el poema Abismos privados. La realidad cotidiana se hace eco en la materia con la que la poeta, muy del gusto de la poesía urbana de García Montero, se topa en las calles pero también la que extrapola desde la memoria, como se advierte en el poema Los días normales: “Los días de intenso tráfico y aceras tristes, / los horarios ordenan en fila los deseos”. La poeta gaditana personaliza una anécdota que le ocurre durante una clase impartida cuya vista se distrae, y que asumimos los lectores (¿cuántas veces no habremos deseado tener alas para escapar como las aves?), por lo que trasciende el momento de contemplación de una clase rutinaria.

Nuestra orilla salvaje se convierte en un conjunto de composiciones emocionales y existenciales que se suceden y con las cuales es fácil identificarse. La asunción de la circularidad del tiempo le sirve para terminar comunicando desde el yo, al modo machadiano, ninguna deuda contraída con los lectores, y si alguna hubiese, ella ya lo ha dado todo, como deja escrito en el Último poema.

Algunos aspectos desde sus poemas anteriores han cambiado, para mejor. Uno de ellos es la concisión reflejada, en ocasiones, en el empleo de elipsis y omisiones, hábilmente dispuestas entre líneas. Este afán de brevedad está detrás de un discurso poético que pretende podar todo aquello accesorio y superfluo, en aras de una mayor sencillez y comprensión del poema, con lo cual la mayoría de los versos se han reducido, provocando, al mismo tiempo imágenes visuales de gran belleza, como sucede en el poema Olvido selectivo. Troncoso ha mejorado en el arte de combinar heptasílabos con el resto de versos impares, originando un ritmo saltarín, alegrón, predominantemente trocaico, de base endecasilábica, el cual produce una melodía continua. Nótese, por ejemplo, en este haiku del poema El final de las hadas, que parece congelar el instante: “Crujen las hadas, / como al pisar insectos, / bajo los pies”.

Otros han sido mejorados. Este fluido que conforma el poema no se detiene a pesar del abundante empleo del fenómeno métrico de la esticomitia, tal vez, con la intención de dejar meridianamente clara la idea, versos que parecen chispas (“Y nunca nos sucede”, en A nosotros no) u originan la chispa (“¿Qué es lo que queda del mundo?”, se dice en Hueco). Los títulos suelen aparecer como un juego apetecible dado al lector para que, como si de un puzle se tratase, incruste la pieza que faltaba. Con respecto a la construcción, la poeta gaditana se guarda el hecho de adelantar en los versos iniciales el desarrollo argumental del poema. La intensidad en el comienzo del poema se refleja en uno, dos o tres versos, como sucede en El abrazo de los extraños: “Mientras los veía abrazarse / pensaba en sus cuerpos fugaces”, o en este otro, titulado Soledad, tan conseguido en un único verso: “La soledad escoge compañías”. Estos versos quedan, sin duda, en nuestros oídos y en nuestra memoria.

Lejos de concebir estos versos como sentencias, no es más que un mecanismo de concreción de la realidad, un artefacto que hace más clara la existencia, del mismo modo funciona la personificación de los sustantivos abstractos, tales como la ausencia, la edad, el dolor o la muerte; un discurso poético en aras de la claridad.

El lector que desee acercarse al entusiasmo de nuestra finitud de manera ejemplar sin dejar que la herrumbre y el óxido corroa la memoria del pasado, el asentimiento del fracaso ante el presente como sustento para no dejarse llevar por las aguas turbulentas del fin y de la apatía, encontrará en Nuestra orilla salvaje un libro de poemas que redefine con nitidez lo íntimo cotidiano.

Jesús Cárdenas

Jesús Cárdenas (Sevilla, 1973) es autor de los libros de poemas: 'La luz de entre los cipreses' (Ediciones en Huida), 'Mudanzas de lo azul' (Vitruvio), 'Después de la música' (Cuadernos del Laberinto), 'Sucesión de lunas' (Anantes), 'Los refugios que olvidamos' (Anantes) y, junto a las imágenes de Jorge Mejías Garrón, 'Raíz olvido' (Maclein y Parker). Algunos de sus poemas han sido reconocidos con algunos premios. Ha escrito ensayos sobre importantes escritores españoles: Juan Ramón Jiménez, Machado, Vicente Aleixandre, Ramón Gómez de la Serna, entre otros. Como crítico literario de poesía ha colaborado en distintas revistas literarias. Pertenece al Circuito Literario Andaluz. Algunos de sus textos se han traducido al inglés, francés e italiano.

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