Barrio | Pixabay Commons

Barrio

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Barrio | Pixabay Commons

La primera vez que vi una televisión en color fue en casa de una vecina de mi abuela. Aquella tarde, la señora P. había dispuesto varias filas de sillas para que los niños de la finca pudiéramos ver los dibujos en color. Como ejemplo de una obsesión inconsciente y profunda relativa a la salida de una suerte de blanco y negro vital, recuerdo también los pollitos de colores que mi abuela nos compraba a mis primos y a mí en el cruel mercado de Ruzafa, recuerdo que la hija de la carnicera se quedó embarazada con trece años y un día dejó de despachar. Embarazada de Q., según dijeron. Recuerdo que mi abuela tenía un gallinero en la esquina de una terraza que daba a un solar y a un cine de reestreno: el Lido. Recuerdo cada uno de los programas triples que pusieron. Recuerdo que en el barrio me llamaban Gigi, o mejor, el Gigi y que gritaban mi nombre por el balcón para que fuera a cenar. Mis tíos trabajaban en un taller de chapa y pintura, justo debajo del balcón de mi abuela, mi tía en una droguería casi en la esquina, los vecinos de arriba enviaban a su hijo con nosotros cuando se emborrachaban, se pegaban (por ese orden) hasta que cesaban los gritos del deslunado. No olvido, no puedo, no me resulta posible olvidar, lo que sentíamos al devolverle de la mano a aquella casa, recuerdo que en la pequeña panadería me solía encontrar con Don E., un profesor de los Salesianos que solía golpearnos en el cráneo con una campanilla de metal. Un día, de camino al colegio, escuchamos un sonido fuerte y seco: era el cuerpo de la portera que el día anterior nos había regañado. Cuando su familia trató de despegar su cuerpo de la gravilla algunos chicos se rieron. Nunca había visto un muerto hasta ese día. Luego vi el cuerpo de mi abuelo: lo llevaban entre varios de mis tíos, aún no se habían quitado del hombro las escopetas. Eso era un barrio, un tejido denso de relaciones, identidad, anhelos y brutalidad del tipo del que el joven escritor Agustín Márquez (Madrid, 1979) ha sabido describir en La última vez que fue ayer (Candaya, 2018).

Estructurada a partir de dos episodios temporales (finales de los ochenta/ principios de los noventa), la acertadísima novelita de Márquez me parece, básicamente (y no es poco) una emotiva descripción de las temperaturas y de los estados de ánimo que habrían de darse en la coincidencia psíquica, moral y material de dos tipos de crecimiento muy distintos: la pubertad-adolescencia (un lapso interno entre la patria eterna de la infancia —Rilke—, el crecimiento imparable y confuso o las imprecisas promesas del yo-para-con-uno) y el otro crecimiento, el exterior: cierto boom económico, el bling bling de los préstamos personales, el ensueño de una bonanza entrelazado sutilmente en la densa tela simbólica, ficcional y familiar del Un, dos tres… la luz verde, “el futuro orgiástico que año tras año retrocede ante nosotros” y los incontestables (no tan optimistas) datos de la movilidad social vertical.

Candaya

De ser así, La última vez que fue ayer no trataría tanto, según lo veo, de las falsas promesas de prosperidad de los barrios periféricos en las primeras décadas de la democracia, tal como ha insistido en distintos lugares el autor, sino de algo más hondo y universal: ese material emocional denso en cuyo lomo el tiempo escribe con plomo la crónica irreversible del pasado.

Narrada en primera persona y con ciertos ecos formales del clásico de Georges Perec, La vida instrucciones de uso, (alguien diría que de 13, Rue del Percebe) la composición de La última vez que fue ayer es en realidad polifónica (de acuerdo con ciertos patrones de la composición magistralmente ensayada por Cela en La colmena) y en un sentido muy lúcido, animista, de acuerdo con la comprensión de que tanto los útiles de uso cotidiano como cualquier elemento del mundo social están dotados de movimiento, vida, alma o consciencia propia.

“La carretera que atraviesa el barrio es una recta de kilómetro y medio. El pavimento está repleto de manchas de aceite, huellas de frenazos y calcomanías de animales.
El asfalto cuarteado dibuja una raspa de pescado deforme, donde decenas de socavones esperan hambrientos llantas y guardabarros. Hace unos años, un tipo de fuera con más visión que la que le proporcionan sus gafas de culo de vaso, montó un taller junto a la carretera. Tiene a varios del barrio trabajando en el taller, y él solo va al final del día a hacer caja”.

En este párrafo inicial quedan al descubierto las estrategias formales, la voz de la novela —por decirlo con el historiador de la literatura argentino, ya fallecido, Óscar Tacca— así como el tono y ritmo escogidos: evocación más o menos distanciada, frases cortas, ciertos estilemas (me temo que aquí no del todo pertinentes) propios de la novela negra clásica: cinismo, tendencia a la frase ocurrente, impudencia, guiños de clase, barriocentrismo. Se revela también la descripción prosopopéyica, no solo como recurso estilístico dominante (junto a la elipsis), sino como marca literaria de toda la historia, una historia donde el descampado, el quiosco, la calle misma evolucionan como un personaje más, con la particularidad de que nos resultan tan familiares como algunos de los secundarios más explícitos: chico B., el camello aficionado a los canarios, el chico obsesionado con el fuego o el chucho Mázinger.

Hay elementos narrativos conductores, básicamente, los atropellos en la autopista, que funcionan tanto como detonantes como mojones de un itinerario de un tipo de derecho público urbanístico que tiene que ver, eso sí, con la concepción tecnofílica y líneal del tiempo moderno, la idea de flecha (frente a la circularidad grecolatina), el sueño del progreso. Otro elemento es ese punto de vista interno, el del barrio, que marca tanto la perspectiva como las prioridades emocionales: etimológicamente, barrio (una palabra de origen árabe) apunta a lo exterior, a lo que queda fuera y aquí otro indudable mérito de Agustín Márquez es haber reintroducido o recentralizado en el guion de una historia más general, más inter-barrial, una serie de voces y estados de ánimo tradicionalmente silenciados o demasiado periféricos en nuestra literatura más reciente.

Hay un deterioro nugatorio, una pérdida, una traición en el hecho de crecer que Márquez ha sabido captar y contar perfectamente. El tono, ora etnográfico, ora confesional, capta sutilmente la desorientación, la vulnerabilidad de los planes de futuro, la debilidad de los presupuestos de la meritocracia contemporánea (descritos científicamente por Bowles y Gintis, por Paul Willis: Aprendiendo a trabajar. Cómo los chicos de la clase obrera consiguen trabajos de clase obrera, o por el sociólogo francés Pierre Bourdieu).

Confusión, obsesiones, círculos, orgullo de barrio, guiños generacionales (esta novela o novelita la entenderán, o mejor, la sentirán sobre todo aquellos nacidos a finales de los 60 o principios de los 70), símbolos de pertenencia compartida, registro de la vulnerabilidad social, recuerdos de clase, no-lugares (Marc Augé). Sorprende gratamente la contención del estilo, aunque en algún momento puede que se haya abusado de la sordidez. Agrada, sobre todo, la fluidez del fraseo y el perfecto equilibrio entre violencia y ternura, crónica íntima y agenda personal, Agustín Márquez muestra una voz propia, auténtica que huye inteligentemente tanto de cierta pornografía miserabilista y de la cristiana “angelización” del pobre (la machacada en algunas cintas del dúo Ken Loach-Paul Laverty, o con menor originalidad, por González Iñárritu), como del realismo social más transitado.

Por acabar con otro referente cinematográfico, La última vez que fue ayer, apunta donde ya dio Barrio (1998), el filme de Fernando León de Aranoa, y algunas de las magníficas estampas costumbristas de esta novela que no quiere ser social —las conversaciones alrededor del quiosco, el atardecer de las jergas marginales, las concentraciones vecinales— recuerdan el estupendo hallazgo visual del director madrileño: aquella moto acuática inútilmente enganchada a una farola en las calles de La Elipa.

En el corazón de todos los barrios —de la Avenida de la Plata a San Blas, de la periferia extremeña a Carabanchel— ocurrieron cosas raras, hermosas o dolorosas como las que cuenta este prometedor autor que ha sabido sortear con curiosa sensatez y oportunos cambios de registro tanto los excesos de la nostalgia como la hipocresía de una hipotética, superficial, posmoderna asepsia valorativa: lo hermoso y lo trágico del pasado es que fue real. Mención especial merecen a mi juicio las páginas dedicadas a los solares. Lugares de muebles viejos, jirones de revista pornográfica, vidrios, letras oxidadas y objetos insólitos, lugares donde al levantar la cabeza de los cardos y las achicorias amarillas una encuentra el estruendo de la autopista, lugares que Agustín Márquez con una insólita madurez ha sabido dibujar como espacios de libertad lírica, una metáfora difícil de atrapar pues los barrios abren y constriñen y esos descampados sin vallas son, al fin y al cabo, la primera imagen de un tipo de horizonte vital: la falta de lindes del solar apunta el incierto lugar donde puedes llegar, pero también aquel de donde no podrás escapar jamás.

Jesús García Cívico

Jesús García Cívico (Valencia, 1969) es profesor universitario, crítico de cine y escritor. Colabora con críticas culturales y literarias en distintos medios y es autor de los ensayos 'Chéjov en la calle 42: mérito y decepción' y 'La tortura: aspectos sociales y estético-culturales', el libro de narrativa breve 'Una casa holandesa' y la novela 'Singular'.

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