/

Albert Lladó: «Todo mecanismo de memoria es un acto de ficción»

El escritor y periodista publica 'La travesía de las anguilas', una novela de formación que juega con las convenciones del género para preguntarse sobre las ideas de lenguaje, límite y ciudad | Foto: Meritxell Gutiérrez

La travesía de las anguilas (Galaxia Gutenberg, 2020) es la nueva novela de Albert Lladó tras su libro de relatos Los singulares individuos (Isla de Siltolá, 2016) y el ensayo La mirada lúcida (Anagrama, 2019), entre otros títulos. En ella, Lladó cede la palabra a Jordi, el Catalán, narrador que desde nuestro presente regresa al barrio de su infancia, en Ciudad Meridiana, en Barcelona, para reencontrarse con sus amigos de infancia: Juanito, el Rubio; Jaime, el Cabrero; Fabio, el Gitano; Núria y Anna, puede que Eva también. Un grupo de amigos que, junto a un adulto, el ácrata Gabriel, construyen un espacio propio, la Guarida, a donde acuden a leer cada número de la Biblioteca de Jóvenes Castores, biblia de su juventud y guía para sus acciones.

En La travesía de las anguilas Lladó nos sumerge en un pasado reciente, con las Olimpiadas del 92 en Barcelona como fondo preciso y discursivo para hablar de las fronteras, de los márgenes, de una realidad que existió, con plenitud, pero que permanecía, y permanece, oculta. Lo hace sin nostalgia, atento al lenguaje y a la literatura como vehículo para la reconstrucción del pasado, para dar forma y sentido a la memoria. Y, en última instancia, para crear paisajes, personajes, realidades, desde un relato tan impresionista como realista y profundamente emotivo.

Una novela de iniciación en la vida, sobre las conexiones entre pasado y futuro y la construcción de identidades; también acerca de la necesidad de cuestionar lo impuesto y crear una realidad propia tanto individual como colectiva; y, finalmente, una novela que ofrece al lector la posibilidad de cuestionar la manera en la que se construyen los relatos oficiales, pero también de los propios.

En La travesía de las anguilas proyectas un deseo de transmitir unas sensaciones, unos espacios y unos personajes que representa una época muy particular.

La novela se sitúa en Ciudad Meridiana, el último barrio de Barcelona, que hace de frontera con la comarca del Vallés Occidental. Incluso hay allí un aviso, con unas letras gigantes que recuerdan a las de Hollywood, de que, supuestamente, se está entrando en la ciudad… Pero sabemos que, como decía Sanchis Sinisterra en su manifiesto teatral, desde las zonas fronterizas no se perciben las fronteras. Me parecía interesante narrar ese paisaje, que es límite y margen, pero que arrastra toda una herencia de luchas compartidas. Además, me parecía que situar la acción y la narración entre dos acontecimientos históricos, como los Juegos Olímpicos de 1992 y el Referéndum de 2017, me permitía poner el foco en los espacios que quedan escondidos entre los relatos épicos y oficiales. La literatura sigue siendo una herramienta magnífica para combatir todo tipo de propaganda.

Aunque emotiva en muchos tramos, no has caído ni en un relato nostálgico ni tampoco, por ejemplo, en un tremendismo social a pesar de hablar de problemas muy graves, entonces y ahora, ¿cómo equilibraste ese acercamiento en el que cierto realismo literario se da la mano con una mirada casi espectral del pasado?

Ni nostalgia ni lamento. Quería huir de cualquier tentación estetizante de la periferia y, al mismo tiempo, tampoco quería contribuir a la estigmatización de la pobreza. Los personajes conviven con el dolor y con la sordidez —especialmente, con la aparición de la heroína— pero, también, con la alegría, la fraternidad y el nacimiento del deseo. La novela me permitía mostrar cómo el presente del narrador, en realidad, es un juego de tensiones entre el pasado y el futuro. No somos una isla. Y las huellas y cicatrices de la ciudad nos convocan y nos desplazan como comunidad.

Galaxia Gutenberg

¿Cómo fue enfrentarte a tu pasado para convertirlo en ficción?

Es lo más estimulante. Todo mecanismo de memoria es un acto de ficción. No es casualidad que Gabriel, el maestro libertario que enseña a los chavales a mirar más allá de los prejuicios y los dogmas, muera tras sufrir alzhéimer. Hay una pérdida de memoria —de los personajes, pero también de la ciudad— que nos obliga a reconstruir un puzle del que no guardamos todas las piezas. Ahí entra la narrativa, la ficción, que no atiende a la precisión de los hechos ni de los datos, sino a otra suerte de dispositivos que intentan transmitir una experiencia de vida que no es un calco ni una reproducción de la realidad. El realismo es lo menos real que existe.  Si la cosa funciona, la verdad histórica va cediendo su espacio a la verdad literaria. Y ambas son igual de necesarias para narrarnos, para dudar de las identidades cerradas y de las ideas absolutas, y para construir imaginarios.

La travesía de las anguilas se desarrolla en un contexto muy preciso, los momentos previos a las Olimpiadas de 1992. Y en un espacio muy ajeno a ellas, como dos realidades totalmente diferentes.

Ese barrio, como tantos otros, se convierte en una ciudad invisible, justamente, en el momento en el que todos los focos están puestos en el lugar al que pertenece. Ese silencio, ese anonimato, me parecía muy estimulante. Abre muchísimas preguntas. ¿Cómo protagonizamos los márgenes sin resignarnos a la marginalidad? ¿Qué centralidad crea y defiende cada una de nuestras periferias? Además, el caso de Ciudad Meridiana sirve de espejo a una ciudad tan poliédrica y contradictoria como Barcelona. Mientras el relato olímpico corona a Juan Antonio Samaranch como el héroe que ha traído los Juegos a la ciudad, resulta que es él quien, años atrás, construyó el barrio en un sitio que, por su poca calidad del suelo, estaba destinado a ser un cementerio. Construye la ciudad que todo el mundo quiere imitar y, al mismo tiempo, la ciudad que todo el mundo ha olvidado. Hoy Ciudad Meridiana es uno de los barrios con más desahucios de toda España.

Hay referencias puntuales -esas sábanas blancas…- al presente catalán. Han pasado casi veinte años desde lo que narras en la novela y creas una unión con la actualidad, ¿qué ha cambiado y qué puntos de unión encuentras?

Han cambiado muchas cosas. El barrio, por ejemplo, tiene dos paradas de metro —una histórica reivindicación vecinal— y escaleras mecánicas, pero la invisibilidad permanece. Han obligado a sus habitantes a tener que vivir en un estado constante de denuncia. Pero sería importante escucharlos. Mucha gente se sorprendió de la violencia policial del 1 de Octubre. Esa violencia es, y ha sido, habitual para los que han quedado sepultados tras anuncios como el de «Bienvenidos a Barcelona», escenario central de la novela. Escucharlos no solo para comprender la injusticia que padecen, sino para ser conscientes de que la desobediencia civil pacífica hace muchos años que se practica al lado de casa. Creo que tomar consciencia de que cada servicio —una línea de autobús, un ambulatorio, un centro cívico— es resultado del riesgo y del compromiso nos ayudaría a entender mejor dónde estamos ahora.

A lo largo de la novela transmites muy bien cómo muchos de los personajes se encuentran siempre en el filo de poder acabar mal en la vida. En este sentido, hay algo de supervivencia final.

Claro, porque el riesgo y el compromiso no son garantía de ninguna victoria. Los protagonistas de la novela, que tienen entre catorce y quince años, leen los fascículos de la Biblioteca de los Jóvenes Castores, y en esa suerte de enciclopedia, con personajes de Walt Disney, ellos, paradójicamente, aprenden a leer la realidad que tienen a su alrededor. Por eso creo que la novela es un grito contra la literalidad. Construyen su propio universo de significado. Para no dejarse llevar por el abismo que los rodea, pero tampoco para refugiarse en la indiferencia. Es como Sísifo, que aprende que la felicidad está en el paisaje que camina mientras carga con la piedra. No hay un destino final. La roca vuelve a caer una y otra vez. Pero pocas cosas son tan revolucionarias como sentir la alegría en un lugar que aparentemente debería ser triste.

También un sentido muy libertario en todo momento.

Ellos crean una especie de agencia de detectives, a la que llaman Scooby-Doo. Realmente no tratan de buscar criminales —aunque luego los encuentren—, sino que convierten su juego en una escuela de mirada. Y es una mirada libertaria porque ponen en duda todos los dogmas que les han ido imponiendo, desde el colegio o la familia. No es tanto una ideología como una posición en el mundo, en su pequeño mundo. Les han dicho lo que pueden hacer y lo que no, lo que es posible y lo que es imposible. Se trata, pues, de pensar —y en gran medida, encarnar— un poco de imposible. Es la única manera de respirar. Construir tus propios límites.

El personaje de Gabriel es de gran importancia. Un adulto en un mundo de niños.

Sí, y además es una relación poco jerárquica. Es un maestro, sin duda, pero que los trata como compañeros. Alguien que, cuando hace falta, pondrá el cuerpo. Y si es un maestro, lo es sin imponer lecciones que ya vienen clausuradas de antemano.

El lenguaje, la literatura, tiene mucha importancia en la novela en cuanto a la importancia -y necesidad- de su uso adecuado para (re)construir la memoria. Dar voz a quienes, más allá de sus espacios, apenas son escuchados.

Los protagonistas comprenden, a lo largo de la novela, que leer no significa, únicamente, conocer la descripción que el diccionario nos da de las palabras. Leer es descubrir tramas subterráneas, interpretar las metáforas, ver entre líneas, violentar y expandir los significados… Confunden la literatura con la vida porque, posiblemente, son la misma cosa.

Cada capítulo de la novela parece corresponder con un número de la Biblioteca de los Jóvenes Castores, como si marcara algo más que la lectura de cada uno de ellos por los protagonistas.

Sí, era una colección, compuesta por veinte fascículos, que muchas personas nacidas en los años ochenta tuvimos como primera lectura. Allí podías encontrar trucos de magia, manuales de bricolaje, curiosidades históricas, consejos para ser un buen deportista… Los tres personajes protagonistas eran Jorgito, Jaimito y Juanito, los tres sobrinos del Pato Donald, que se comportaban como una especie de boy scouts. Los tres personajes protagonistas de mi novela se llaman igual, y empiezan imitándoles. Pero luego, cuando entienden que la literalidad es una trampa, transforman los capítulos de esos libros —muchas veces llenos de mensajes moralizantes— en instrucciones de uso para sobrevivir en un barrio peligroso y hostil. El juego se convierte una forma de vida. Y la teoría y la acción, finalmente, serán la misma cosa.

‘Biblioteca de los Jóvenes Castores’, Montena

La Guarida parece representar ese espacio de la infancia mítico, único. Ese lugar ajeno a todo y donde todo era posible.

Aunque son muy jóvenes, ya existe en ellos la pregunta sobre qué quiere decir tener un hogar. Sobre lo subversivo que es tener un lugar de confianza que compartir. Ellos se están preguntando eso en un lugar que, muchos años después, cuando nos habla el narrador, será conocido como «Ciudad Desahucio». Cuando abren el primer fascículo de la Biblioteca de los Jóvenes Castores se dan cuenta de que el primer capítulo se titula así, «Un techo para todos». La literatura les está hablando directamente, de una manera que les parece palpable. No pueden permanecer indiferentes ante tal evidencia.

Wittgenstein está muy presente en la novela…

Sí, y en cierta medida ofrece otra capa de lectura a La travesía de las anguilas que, si es cierto que es una novela de formación, y que pone el foco en la literatura de periferia, también es una novela en la que la filosofía del lenguaje tiene cierto protagonismo. No hay ninguna voluntad —al contrario— de didactismo, ni mucho menos de divulgación filosófica. Pero Gabriel, a veces, suelta citas de Wittgenstein como si fueran suyas. La filosofía se convierte así, no en un código cerrado, sino en vida concreta. Y los personajes, sin saberlo, están experimentando en sus propias carnes la tensión que el propio Wittgenstein sintió entre su Tractatus y sus Investigaciones, cuando se da cuenta de que «los límites de mi lenguaje» no «son los límites de mi mundo», como creía, sino que el lenguaje es algo mucho más vivo, que depende de su uso y de su contexto, y que, por lo tanto, son los «juegos de lenguaje» los que nos permiten hablar de lo que se supone que no podríamos hablar. Los chavales de Ciudad Meridiana están jugando, y jugando están aprendiendo a ser libres. Con todas sus consecuencias.

En un momento dado hablas de la «Ã©pica de la resistencia». La novela tiene algo de épica de lo cotidiano, de fresco social e individual.

Sí, pero es una épica que no busca ni el éxito ni teme el fracaso. Es la vida haciéndose paso entre los bloques de cemento barato. En todas las periferias, con sus arquitecturas hostiles y enfermas, asoman los geranios, que, sin renunciar al color, parecen aguantarlo todo. Tampoco eso es casual. La naturaleza parece mostrarnos estrategias de resistencia en los lugares más adversos.

Hablas de La Meri como un posible no-lugar, ¿cómo fue el trabajo de reconstrucción para, precisamente, convertirlo en un lugar?

Para mí caminar y escribir están muy relacionados. No es algo nuevo, hay toda una tradición, heterodoxa, que vincula la cartografía con el pensamiento y la literatura. He caminado mucho por los lugares que luego han sido escenarios de la novela. A veces, solo. A veces, con amigos y cómplices. Caminando encuentras, también, un ritmo y una temperatura que luego puedes trasladar a la escritura.

“Leer es construir un paisaje”, dice el narrador en un momento dado. Escribir también. ¿Cómo ha sido enfrentarte a ese paisaje que, ahora, parece haberse transformado en algo diferente?

Lo importante para mí era no colonizar esa voz de los «sinvoz», sino escuchar su silencio, sus heridas, sus anhelos. Convocar una literatura que no cayera en las trampas de la representación. El narrador, que como una anguila vuelve al lugar de origen después de muchos años, creyendo que no ha sido capturado por nadie y por nada, comparte con el lector su punto de vista. Pero va al encuentro de los otros porque sabe que su perspectiva es, necesariamente, incompleta. Los otros son los personajes que hace años que no ve, pero también los lectores que han de completar esa mirada a un pasado reciente, abierto, inacabado.

“Sin mirada no hay mundo. Sin mirada no hay, tampoco, infancia”. En La travesía de las anguilas, como casi un policiaco a modo de la literatura juvenil que recuerdas en sus páginas de manera directa o indirecta, hablas de la necesidad de mirar, ¿es, en este sentido, una novela política?

Me gustaría pensar que sí. El desafío, hoy más que nunca, es poder hacer una literatura de ideas sin convertirla en una literatura ideológica. En eso, sin duda, me han ayudado los personajes, el paisaje, y el enigma al que cada ficción nos convoca.

Albert Lladó en Ciudad Meridiana | Foto: Meritxell Gutiérrez

 

Israel Paredes

Israel Paredes (Madrid, 1978). Licenciado en Teoría e Historia del Arte es autor, entre otros, de los libros 'Imágenes del cuerpo' y 'John Cassavetes. Claroscuro Americano'. Colabora actualmente en varios medios como Dirigido por, Imágenes, 'La Balsa de la Medusa', 'Clarín', 'Revista de Occidente', entre otros. Es coordinador de la sección de cine de Playtime de 'El Plural'.

Deja una respuesta

Your email address will not be published.

Este sitio usa Akismet para reducir el spam. Aprende cómo se procesan los datos de tus comentarios.

Previous Story

Los reinos del silencio

Next Story

Reconstruyendo el mito Brontë

Latest from Entrevistas