Un pozo en blanco y negro | Revista de Letras
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Alberto García-Alix | Foto: RTVE

Un pozo en blanco y negro

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Alberto García-Alix | Foto: RTVE

Comenzar una obra creativa es siempre lanzarse desde lo alto de un barranco; es recibir el azote de todas las dudas. Y yo no creo en mí, dice el fotógrafo, dice Alberto García-Alix. La conciencia de lo enorme de la tarea que uno se propone es eso: conciencia. Uno sabe que se mide con un enemigo de auténtica estatura, y precisamente porque lo sabe, precisamente porque uno no es un necio, se aterroriza, dice (también Héctor se aterroriza ante el gigantesco Aquiles). Pero además del terror uno tiene el coraje (Héctor hace frente a Aquiles). Es el coraje lo que nos eleva del suelo (porque en general estamos siempre a ras del suelo). Es el orgullo, es la obstinación, es el saber que no tenemos nada que perder y que todo se juega ahí y es ahí donde está lo que vale la pena. Así que uno lo intenta –dice Alberto–; lo intenta con perseverancia y con trabajo. Y uno se hunde y se eleva al mismo tiempo y deja atrás aquel barranco, porque la duda ya no paraliza. Entonces nos situamos ahí, ante la cuestión decisiva, por lo que resulta claro que es la duda lo que mueve la búsqueda y enciende el fuego; en el ardor de ese fuego se despliega la creatividad, es decir, el impulso que nos empuja a que expresemos el propio punto de vista.

El punto de vista (la intencionalidad, dice Alberto) no tiene por qué ser siempre parcial, ya que, si lo pensamos bien, todos tenemos dentro un pozo profundo que raras veces sondeamos; un pozo de pena y de ternura; un pozo en blanco y negro; inmenso, vasto, inescrutable: todas esos rostros que hemos visto en nuestras vidas y no veremos más; todas las puñaladas en el vientre y las angustias y los miedos y las equivocaciones. Este es mi fracaso: esto es lo que me representa. Este soy yo, dice Alberto, este enmascarado. Y así nace un autorretrato: muy raras veces, porque tenemos que seguir, tenemos que seguir viviendo (no podemos permitirnos las confrontaciones a diario). Y cita entonces a Joseph Conrad (la muerte, la culpa, la autoinmolación), y usa la palabra redención. Nos redime el saberlo, nos redime el comprenderlo. Nos redime la mirada, la sublimación.

Alberto no habla solo con el corazón sino también con la inteligencia, pero esta le nace de las grietas del corazón. Porque ha sido herido (el artista tiene siempre que resultar herido), pero las heridas no lo han derrotado (en algún lugar de La comedia humana Balzac escribe que el hombre de auténtico talento es aquel que sabe salir de la desgracia como un diamante duro, puro, incorruptible). En estas llagas que supuran estoy yo; en las habitaciones vacías que vi y en los monólogos que hilaban los minutos durante las errancias por las grandes ciudades: Pequín, París, Buenos Aires. Una hilera de cables suspendidos en el aire tejía un hilo narrativo. La presencia sobre la tierra de tus amigos muertos; el deseo de arrancar el qué es a la precipitada secuencia de imágenes cambiantes y desvaídas de cada existencia; el querer capturar lo decisivo y el ser capaz de coger la cosa con las manos.

Cuando se le pregunta por el impacto del reconocimiento alcanzado (los premios, las exposiciones, esta misma clase o coloquio en el Círculo de Bellas Artes de Madrid), Alberto dice que eso solo trae complicaciones; que a un artista verdadero no puede importarle nada lo ya realizado ni puede permitirse aferrarse a ello, porque entonces, si se agarra, está acabado, agotado, muerto (en Pierre Grassou es el pintor burgués el que entra en la Academia, no el pintor artista). Lo que importa está siempre en la búsqueda y en el movimiento; está en lo que aún no se ha conocido ni se ha realizado. En el arte uno debe empezar siempre de nuevo, dice Alberto. Ahí está la página en blanco, la película limpia. Y uno no puede permitirse acomodamiento ni relajamiento alguno; no puede descansar; no puede tampoco complacerse en tributos ni homenajes. Me ejercito siempre porque eso (la capacidad de seguir adelante como artista) es una cuerda en tensión constante, una cuerda que no debe aflojarse nunca (pero se afloja). La tensamos con el trabajo continuado, con la voluntad febril, con el empeño enfurecido y endiablado; y a veces, solo algunas veces, solo cuando se tensa al máximo, lo vemos todo con claridad absoluta: ahí está la obra, ahí lo hemos logrado. Pero solo por unos momentos. Quedan en custodia estos momentos; el instante queda preservado: inmóvil, fijo, hecho (también el escritor detiene un instante de vida y nos lo amplía para que podamos verlo).

La obra seguirá quizá ardiendo de aquí en adelante, pero nosotros ya nos hemos enfriado y la cuerda ya se ha destensado. Hay que estirarla otra vez (es un trabajo diario, es un esfuerzo atroz). Y de nuevo una vez más: el elevarse y el estirarse hacia las alturas. Y luego otra vez más: la debilidad, el retorno al fracaso, el azote de la duda. Y es siempre así y no hay escapatoria. Es así hasta que la cuerda se nos caiga de las manos de una vez por todas. Pero esto, dice Alberto, no hay que lamentarlo en absoluto (lo lamentable son esas cuerdas que no han sido jamás tensadas), sino admirarlo. Hay que admirarlo sin afectación y sin aspavientos; hay que admirarlo con honor, con sobriedad y con compostura.

Aida Míguez

Aida Míguez Barciela es profesora de Filosofía Antigua en la Universidad de Zaragoza. Es autora de los libros 'La visión de la Odisea' (La Oficina, 2014),' Mortal y fúnebre. Leer la Ilíada' (Dioptrías, 2016), 'Cuando los pájaros cantan en griego' (Punto de Vista Editores, 2017), 'Talar madera. Naturaleza y límite en el pensamiento griego antiguo' (La Oficina, 2017) y 'El llanto y la pólis' (La Oficina, 2019).

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