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Antimateria

¿Cuánta ficción hay en nosotros mismos si en cada idioma somos una persona distinta, y la literatura parece ser la única frontera entre el sueño y la vigilia? | Foto: Pexels

Una vez soñé que iba en el asiento trasero de un coche conducido por un desconocido. Por la ventanilla, las calles de una ciudad en la que nunca había estado emergían y volvían a desaparecer en la noche, avenidas vacías iluminadas por semáforos en verde trazaban líneas simétricas. La radio hablaba una lengua extranjera, el espejo retrovisor me devolvía una imagen desconocida, las farolas custodiaban nuestro camino como una hilera de sombras.

En Breve historia de la sombra, Victor Stoichita recuerda que, según Plinio el Viejo, la pintura nació cuando alguien cercó con líneas su propia sombra. Así nos vimos por primera vez: nuestro cuerpo y su ausencia. Una presencia y una desaparición. Nuestra parte tangible bailando con su reflejo, con la parte de nosotros que se nos escapa, que huye del polvo de magnesio de las primeras fotografías, pero que nunca deja de seguirnos, curiosa por oír el relato que queremos contar con nuestra vida.

La vida es una ficción, escribía Calderón de la Barca, un sueño. Una novela también es un sueño: una escritora es una sonámbula tratando de no despertar. Camina a tientas con los brazos extendidos hacia delante, listos para defenderse, listos para rendirse. Sin abrir los ojos, la escritora sonámbula continua andando, sigue avanzando en la noche con un único objetivo: no cruzar la frontera entre el sueño y la vigilia, la única frontera de la escritura.

Las fronteras son un juego de azar. La historia pone en marcha la bola de la ruleta sin mirarnos a la cara, como un crupier en un casino lleno de humo de tabaco barato. Observamos girar la rueda, gran metáfora de la geopolítica: la quietud del centro contrasta con la velocidad vertiginosa de la periferia. La bola de la ruleta parará en una casilla que será un paso fronterizo, nos tocará un pasaporte. Unos ganarán, otros perderán, el azar hará sus apuestas por nosotros. Rien ne va plus.

La casilla de la ruleta que nos ha tocado es nuestra caverna de Platón. Sentados en el suelo, observamos las sombras que un fuego invisible proyecta en la pared. Delante de nuestros ojos desfilan los Otros, siluetas envueltas en vestiduras extrañas gritan de terror en idiomas que no entendemos. Devorados por el tiempo y la historia, los Otros, como nosotros, se abren paso a través de las tinieblas. Stoichita conecta el relato de Plinio el Viejo con el relato de Platón: tanto el arte como el conocimiento consisten en trascender la sombra.

En cada novela trascendemos una sombra distinta, en cada novela soñamos un sueño distinto. La escritora sonámbula camina a tientas, los brazos extendidos hacia delante, listos para defenderse, listos para rendirse. La escritura nos quiere enseñar a rendirnos. A capitular sin condiciones, a levantar los brazos frente a un escuadrón de sombras, sus botas militares a un centímetro del suelo, sus pasos resonando en el silencio de la caverna. En las paredes, las sombras de Platón bailan con los búfalos de Altamira, con los caballos de Lascaux, con las manos de las cuevas patagónicas, con la huella del pie humano en la Luna. La escritora sonámbula coge el pincel; sin abrir los ojos, nos dibuja en la pared: todo lo que fuimos, todo lo que no supimos ser.

Rien ne va plus. La ruleta de la historia también nos adjudica un idioma. Lo aprendemos sin querer, lo aprendemos sin esfuerzo, sus palabras parecen habernos esperado desde el principio de los tiempos. La lengua materna nos acompaña como nuestra sombra. Las lenguas extranjeras nos observan de lejos. Unas nos rechazan, nos ladran como perros celosos de su territorio. Otras nos ignoran con la apatía de quien ya tiene muchos pretendientes. Algunas se enamoran de nosotros. Se entregan sin condiciones, nos susurran palabras de amor que copiamos con letras de principiante. Aún no sabemos que un idioma es un mensajero del cambio.

Una lengua nueva es el evento catalizador de Einstein: crea ondas en el espacio-tiempo de nuestra vida. Desplaza nuestro centro de gravedad, modifica para siempre nuestra trayectoria. La lengua materna es el combustible que nos propulsa al espacio. La lengua extranjera, la fuerza gravitacional de un planeta desconocido que nos atrae hacia su órbita.

El contacto con otro planeta nos transforma. La lengua extranjera se convierte en nuestro alter ego, el hermano gemelo que nos acompañará el resto de nuestra vida. Nos desdoblamos, desaparecemos y volvemos a aparecer en otro lugar. Ganamos y perdemos universos, las palabras nacen y mueren en nosotros como galaxias lejanas. En cada idioma viajamos a una galaxia distinta: en cada idioma somos una persona distinta.

Rien ne va plus. Con el pasaporte y la lengua materna, la ruleta de la historia nos adjudica la capa más superficial de nuestra identidad: un yo frágil enredado en una bandera. La bandera nos inyecta su somnífero, nos convierte en ciudadanos de una pesadilla. Nos induce el coma con su relato de victorias y derrotas, de héroes sin relieve siempre en pie, siempre del lado correcto de la historia. Nos hipnotiza con lo que dice y con lo que calla, nos muestra al Otro: monstruo acechando tras las fronteras que nos protegen de la invasión de duda salvaje. La bandera grita, se retuerce, ondea en el vacío. La superficie de la Luna la acoge en silencio. La escritora sonámbula avanza por los cráteres lunares, sigue sin despertar, sigue sin cruzar la frontera entre el sueño y la vigilia, la única frontera de la escritura.

Un pequeño paso para una mujer, un gran salto para la literatura. Toda la literatura es un relato sobre el Otro, decía Ryszard Kapuściński; todo encuentro con el Otro es un misterio, una ilusión del espacio. De madrugada nos retorcemos en la cama, la almohada nos oprime como un casco de astronauta. Abrimos la ventana, desde nuestro nido de cuervo miramos la noche, escrutamos el horizonte en busca de velas o módulos de aterrizaje, en busca de alguien que nos aviste. En la lejanía de la fatamorgana, el Otro nos hace señas con un espejo. Nos devuelve nuestro reflejo, nos devuelve la ficción de nuestro reflejo.

Nuestro reflejo es una ficción, nuestra biografía es una ficción. Las sombras del pasado bailan en la pantalla blanca de un cine vacío, la película acabó hace tiempo, seguimos sentados en nuestros asientos, escrutamos los créditos en busca de explicaciones. La escritora sonámbula camina por los pasillos del almacén, kilómetros de bobinas le saludan a su paso. Las banderas la acosan, la asaltan en una esquina. La clavan al suelo, la amordazan, el silencio la envuelve como el sonido de un piano envuelve una película muda. La música es más que la suma de sus notas. La identidad es más que la suma de sus banderas. La vida es más que la suma de sus ficciones.

Nuestro pasaporte es una ficción. Es la respuesta a una pregunta que no necesita réplica, un acertijo sin solución. Como un entrenador obsesionado con la victoria de su equipo, el pasaporte nos enseña a preguntarnos de dónde venimos en vez de preguntarnos adónde estamos yendo. A preguntar por el origen en vez de preguntar por el destino. A preguntar por el pasado en vez de preguntar por el presente. En vez de preguntar por el futuro.

Rien ne va plus. La rueda de la ruleta sigue girando, la quietud del centro sigue contrastando con la velocidad vertiginosa de la periferia, la fuerza centrífuga parte la literatura en dos. El centro habita una mansión luminosa, por las ventanas se oyen risas y aplausos, el pasaporte vigila la puerta, los idiomas dominantes protegen el terreno como unos guardaespaldas. La periferia se retuerce en la sombra, ruge sus plegarias en lenguas incomprensibles. Dejadnos entrar, susurra por las grietas del portón, dejadnos contaros. La corriente desenfrenada del Aqueronte se la lleva a su paso. La traducción, el Caronte de la literatura universal, aparta la mirada. La periferia, hija de un idioma demasiado pobre para pagarle el óbolo del viaje a la posteridad, espera su barca en vano. En los dormitorios de la mansión se apaga la luz: no notan su ausencia.

La literatura empieza con la ausencia de la escritura. El relato oral nos acompaña en las cavernas; durante milenios, las historias vuelan por encima de nuestras cabezas, se cruzan en sus rutas como pájaros migratorios. Cada forma de vida empieza con una célula. Cada letra del alfabeto empieza con una imagen. Casi todos los alfabetos actuales derivan de los jeroglíficos: seguimos dibujando en las paredes de las pirámides. Todos escribimos con el mismo alfabeto, todos escribimos en la misma lengua, todos escribimos la misma historia. La escritora sonámbula sigue sin despertar, sigue sin cruzar la frontera entre el sueño y la vigilia, la única frontera de la escritura.

Un alfabeto es una novela, la trama oculta de nuestra vida. Las letras nos rodean como las partículas subatómicas que construyen la materia del universo. Nos dan la bienvenida en los certificados de nacimiento, nos sonríen desde las páginas de libros infantiles, nos saludan en los menús de las cafeterías. Nos cogen de la mano en los aeropuertos, nos guían en las carreteras, nos encuentran en los mapas. Nos acompañan en los pasillos del hospital, sus caras familiares nos explican el diagnóstico. Nos despiden con epitafios, se desvanecen con nosotros a través de las lluvias. Siempre presentes, siempre en primera fila de nuestro espectáculo circense, las letras son nuestro público más fiel, la tinta invisible con la que describimos el enigma de nuestra vida.

Bajo la carpa del circo, los reflectores buscan la arena, la escritora sonámbula camina a tientas sobre una cuerda tensada, los brazos extendidos hacia delante, listos para defenderse, listos para rendirse. Nos defendemos de las caídas, nos defendemos de los vacíos; no hay de qué defenderse, no hay dónde estrellarse. Nuestros átomos están vacíos, el vacío es nuestro hogar. Funambulistas plurilingües unidos por la gravedad, juntos avanzamos por la órbita terrestre. El alfabeto habla todas las lenguas. El alfabeto escribe todos los libros.

Rien ne va plus. El azar dibuja las fronteras, el azar mezcla los genes, la escritora sonámbula nace en un estado. Los futbolistas corren por la pantalla del televisor, la bandera les anima desde el sofá. Uno de los equipos gana el mundial, los jugadores abrazan la copa, el himno nacional inunda el estadio. La escritora sonámbula corre sola hacia la portería. El pasaporte le grita desde el banquillo de entrenadores, la escritora sonámbula pierde la pelota, sigue corriendo hacia delante, los búfalos de Altamira trotan a su lado, los caballos de Lascaux galopan por el césped recién cortado. El público calla, el comentarista enmudece. La literatura no es la Copa del Mundo. Un escritor no es un futbolista. Una novela no es un gol para la selección nacional.

Una novela es un oráculo apátrida, una verdad huérfana de lengua. Los siglos borran los jeroglíficos de las pirámides, suprimen las letras latinas atrapadas en los rollos de papiro, oxidan los caracteres metálicos del taller de Gutenberg. La verdad se desintegra ante nuestros ojos, la ficción se desintegra ante nuestros ojos. Una novela nos pide que miremos la página en blanco que se esconde detrás de las letras. Nos pide que leamos el relato anterior a cualquier lengua: aquella historia que nuestros átomos están escribiendo en el idioma del big bang.

Según la teoría del big bang, en el origen del universo la materia y la antimateria existieron en cantidades iguales. La materia está compuesta de partículas; la antimateria, de antipartículas; las dos se aniquilan mutuamente. En el big bang, las partículas y las antipartículas nacían y morían juntas, aparecían y desaparecían al calor de las explosiones. La materia sobrevivió, nos salvó la vida. La antimateria se desvaneció. Hasta que en 1995 creamos el primer antiátomo, aniquilado al instante por el contacto con la materia. Solo tuvimos cuarenta nanosegundos para intentar cercar con líneas nuestra sombra.

La vida es una sombra, escribía Calderón de la Barca, un sueño. Somos el primer sueño de la lengua materna. Somos el último sueño de la lengua extranjera, la antilengua: nuestro amor tardío que intenta recuperar el tiempo perdido. Dame cuarenta nanosegundos más, nos susurra la antilengua desde cada espejo, dame un segundo más. Dame un minuto más, un día más, un año más, dame una vida más. No te muevas, no te vayas, no despiertes. Juntos escaparemos del tiempo, juntos exploraremos los antimundos. En la geometría del espacio te miraré a los ojos, los diccionarios arderán en la noche y no estaremos solos.

Y no estamos solos. Sentados en el asiento trasero de un coche conducido por un desconocido, por la ventanilla vemos emerger y desaparecer en la noche las calles de una ciudad en la que nunca hemos estado, avenidas vacías iluminadas por semáforos en verde trazan líneas simétricas. La radio habla una lengua extranjera, el retrovisor nos devuelve la imagen del Otro, las farolas custodian nuestro camino como una hilera de sombras. El conductor detiene el coche, bajamos, extendemos los brazos, empezamos a caminar. Seguimos sin despertar, seguimos andando, seguimos sin cruzar la frontera entre el sueño y la vigilia, la única frontera de la literatura.

*Este texto ha sido encargado por Passa Porta: Casa Internacional de la Literatura en Bruselas para el Festival Passa Porta 2021.

Aleksandra Lun

Aleksandra Lun (Gliwice, Polonia, 1979) es escritora y traductora. Su primer libro Los palimpsestos, escrito en español, ha sido publicado en España, Francia, Países Bajos y Estados Unidos. Vive en Bruselas.

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