Annie Le Brun, Alexandra Shevchenko y Oksana Chatchko | Foto: WikiMedia Commons

El realismo globalista y la domesticación del individuo

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Annie Le Brun, Alexandra Shevchenko y Oksana Chatchko | Foto: WikiMedia Commons

“¿Hasta cuándo consentiremos en no ver que la violencia del dinero persigue acabar con nuestro mundo sensible, para hacernos olvidar lo esencial, la búsqueda apasionada e indispensable de lo que no tiene precio?”

Annie Le Brun, nacida en 1942 en Francia, anarquista y ecologista, es una intelectual poco conocida en nuestro país, a pesar de su larga trayectoria como poeta, escritora y crítica literaria. Lo que no tiene precio (2018, Cabaret Voltaire) viene a cubrir ese vacío con un ensayo abrupto, combativo e implacable en el que, con el arte contemporáneo, o una parte significativa de él, en el punto de mira, habla de un presente en el que lo estético se exacerba en aras de conformar un capitalismo artista en el que todo conato de belleza, diversidad, singularidad, razón y pasión se pierde. La fealdad se impone, y, con ella, la sensibilidad y la libertad acaban ahogadas.

“¿Dónde se ha dicho que, para escapar a esta soledad, solo queda la falsa comunidad de una nueva servidumbre, base del éxito de las ‘redes sociales’? ¿Dónde se ha dicho que, para escapar a la exclusión, haya que pasar por semejante domesticación?”

A lo largo de Lo que no tiene precio, Le Brun lucha verbal y literariamente contra una realidad presente de domesticación, desvergonzada, cínica y desensibilizada en el que el cinismo de las finanzas y del neoliberalismo, se ha insertado en todas y cada uno de los huecos sociales posibles, como un elemento viscoso, hasta adormecer a los individuos. “¿Hasta cuándo aceptaremos ignorar que se trata del establecimiento de un tipo inédito de esclavización, cuando no de corrupción?”, se pregunta Le Brun en un contexto que considera bélico, en cuanto a la violencia que, desde ciertos estratos económicos, se lanza hacia los individuos.

La mirada de Le Brun esconde un cariz pesimista imposible, en términos generales, de no compartir a poco que uno esté atento a lo que sucede a su alrededor, salvo que se quiera mirar convenientemente hacia otro lado; pero en el último apartado del libro lanza, con ejemplos particulares, una cierta esperanza para la lucha contra quienes ella denomina “los vencedores”:

«Ha llegado la hora de que cada uno de nosotros encontremos los medios para instaurar el sabotaje sistemático de ese orden, individual o colectivo».

Mientras tanto, queda la deserción. Durante mucho tiempo me pregunté si el régimen de servidumbre hoy en proceso de falsear toda relación social era vivido de manera consciente o no”.

Cabaret Voltaire Ediciones

Desertar. Alejarse. Construir espacios nuevos para la cultura sin necesidad de servidumbres, personales o sociales, bajo el paraguas de justificaciones cínicas. Le Brun encuentra esa salida, la posibilidad de la singularidad individual frente a la omnipotencia del dinero con el fin de alcanzar eso que no tiene precio, que es algo y a la vez muchas cosas. Entre ellas la belleza, abatida por una fealdad extendida.

Le Brun se centra en el arte contemporáneo monumental y capitalizado, feísta y cínico, que persigue acomodar la creación a quien paga en una forma de mecenazgo asentado en las finanzas y en la especulación financiera. También en cómo esas formas se extienden hacia otros espacios sociales que conforman una realidad mastodóntica y aberrante en sus formas. Lo llama, con bastante acierto, realismo globalista, esto es, una sensación de hiperrealidad absoluta que ataca al individuo en su singularidad, que proyecta la falsa idea de una democratización generalizada en la que, en cualquier punto del planeta, se puede encontrar las mismas formas.

“Pero, ironías de la historia, al igual que el régimen soviético trataba de modelar las sensibilidades a través del arte realista socialistas, parece que el neoliberalismo ha encontrado su equivalente en cierto arte contemporáneo cuya energía pasa a instaurar el reino de lo que yo denominaría el realismo globalista. Con la pequeña diferencia de que, para llevar a cabo esta empresa mundial, no hay ninguna necesidad de servirse de representaciones edificantes que emanen de una ideología precisa. Porque ya no se trata de imponer una concepción de la vida en lugar de otra, sino esencialmente unos procesos o unos dispositivos en perfecta armonía con los de la financiación del mundo. Y si el terror del totalitarismo ideológico se ve aquí sustituido por las seducciones del totalitarismo mercantil, la especificidad del realismo globalista reside en convidarnos a nuestro propio adiestramiento”.

Le Brun, en este contexto, desarrolla una mirada hacia la parálisis crítica de los individuos frente a una realidad marcada -por las marcas- y en la que hay demasiado de todo. Y, por tanto, demasiado también excedente. Una realidad en la que la competitividad de los mercados se ha introducido en todas las vidas, porque nadie quiere quedarse excluido, no vaya a ser que se olviden de uno, aunque, en puridad, no se tenga nada que aportar, decir o hacer. La cuestión es estar. Figurar. Aglomerar. Ser parte de un algo que no se entiende bien, pero en el que se debe estar. Porque, “a falta de encontrar una identidad estable, se apuesta por las tendencias, que por mucho que se sucedan, no pueden paliar un malestar existencial que afecta a todo el cuerpo social”.

También atiende a la invasión del espacio público desde lo privado, la búsqueda de un lugar en el que representarse. Los museos públicos ceden espacio a lo privado, pierden su identidad como espacios para la belleza, la cultural y la sorpresa. Las fundaciones asumen el papel que otrora tenían museos o galerías. El espacio abierto de las ciudades acaba profanado por las marcas, convirtiendo las calles de las ciudades en espacios similares a otros ya absorbidos y despersonalizados, con la gentrificación como reajuste espacial en el que las necesidades de los ciudadanos es lo último que se tiene en cuenta. Como si todo tuviese que ser, finalmente, una gran sala aeroportuaria. Una estética de la marcación que niega al individuo y al cuerpo individual y social en una “tremenda expropiación del cuerpo que responde a la confiscación del espacio público, al que el realismo globalista se consagra sin descanso. De ahí el vínculo casi orgánico entre el mercado del arte y el de las industrias del lujo”.

En Lo que no tiene precio Le Brun articula un discurso de gran coherencia y honestidad crítica en defensa de lo singular, de lo propio e intransferible, en un momento de domesticación y de posturas basadas en la conveniencia social. Aunque su mirada se centra, en términos generales, en la relación entre arte y mercado, la extrapolación hacia actitudes extendidas en todos los medios sociales y culturales es más que patente. Habla de lo material, pero también de esos valores simbólicos que desde el capitalismo se saben manejar a la perfección. La idea de unas ganancias, en última instancia, inexistentes, que crean una ilusión, la permanencia a un algo que producirá unos réditos, reales o simbólicos, que puedan compensar la sumisión constante a las modas y a las tendencias, a lo marcado, de manera abierta o sutil, por los mercados artísticos. Aunque, por supuesto, nadie reconoce ser participe de esta realidad. Algo que, para Le Brun, ha conducido hacia el aniquilamiento de la belleza y, sobre todo, de su búsqueda. Porque la belleza no es tanto, o no solo, una categoría estética y subjetiva, sino que es, en cierto modo, una forma de ser y de estar en el mundo.

“He aquí el paradigma de esta época, alrededor del cual “el arte de los vencedores” y la finanza se juntan para acercarnos a una realidad falsamente compensatoria, que tiene por función impedir que surja la posibilidad de otro mundo, es decir la idea de escapar a la sujeción. La fuerza prescriptiva del realismo globalista consiste en recrear cada vez más violentamente las condiciones de esa carencia, con el fin de que el mercado no deje nunca de parecer responde a ella”.

La autora francesa apuesta por la disidencia, lo particular, lo individual. Por la deserción. Y no como una postura ensimismada alejada de lo social, sino como parte esencial de su construcción: cada singularidad individual enriquece a los demás, se crean nuevos discursos, se crean nuevas miradas. Apuesta por no entrar en el bullicio, en el ruido actual, con demasiado de todo, creando un mundo de residuos de todo tipo. Como decíamos al comienzo, es un ensayo cuyo pesimismo procede de una observación crítica muy acertada, que inquieta, quizá por exponer de manera tan clara cuestiones evidentes de nuestro presente. Pero no niega la posibilidad de una rebelión en forma de deserción, aunque consciente de la problemática existente en un momento en el que el neoliberalismo, como algo ya orgánico y viscoso, se ha introducido en todo y en todos. En manos de cada cual está conseguir expulsarlo.

“El éxito indiscutible de la operación se debe a esa apariencia de celebración, mediante la apertura de un nuevo mercado, de todo lo que el realismo globalista se propone aniquilar, quiero decir la parte de singularidad que quedaría en cada uno de nosotros, como un último núcleo de resistencia al formateo de los seres y las cosas”.

Israel Paredes

Israel Paredes (Madrid, 1978). Licenciado en Teoría e Historia del Arte es autor, entre otros, de los libros 'Imágenes del cuerpo' y 'John Cassavetes. Claroscuro Americano'. Colabora actualmente en varios medios como Dirigido por, Imágenes, 'La Balsa de la Medusa', 'Clarín', 'Revista de Occidente', entre otros. Es coordinador de la sección de cine de Playtime de 'El Plural'.

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