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Los Balcanes

Un recorrido por algunos de los lugares que protagonizaron la antigua Yugoslavia de la mano de la escritura de Ivo Andrić, Dubravka Ugrešić o Danilo Kiš

¿Dónde están las cicatrices de Dubrovnik? Caminamos los siglos de Ragusa a través de su suelo de cristal, esculpido por los millones de turistas que visitan la ciudad vieja. Entramos por la majestuosa puerta de Pile, y la fuente de Onofrio, del siglo XV, nos da la bienvenida. El Stradun está lleno de souvenirs. Camisetas con el nombre de Luka Modrić y Ivan Rakitić, y tazas y mecheros de Game of Thrones. Las calles estrechas parecen querer escapar hacia la colina, trepan en dirección norte, tal vez cansadas de ser escenario y escenografía. ¿Qué miran, más allá de las décadas de piedra, los gatos blancos de Dalmacia? ¿Dónde están, en realidad, las cicatrices de Dubrovnik?

2.

Desde las afueras, en lo más alto, uno puede observar el paisaje de los tejados castaños. En la diferente tonalidad de los techos, que son como hojas de otoño, detectamos, ahora sí, cada cicatriz de Dubrovnik. Las casas que fueron bombardeadas, y las que no pudieron alcanzar. Hay una paleta de colores, un pantone bermejo, que nos permite ver más allá de la muralla y sus rutas guiadas. Oscurece, y la ciudad se vuelve amarilla. Miroslav Krleža, uno de los mejores escritores croatas de todos los tiempos, escribe en su poema Guerra: “Noche. / Ahora reina la Oscuridad, / y la gente tristemente grita en un sueño sangriento, / en la lejanía neblinosa los trenes lloran / como perros. / Dentro de un vaso sobre la mesa florece una rosa negra. / Ahora reina la Oscuridad / y se siente cómo se apaga la luz del dios blanco”.

3.

Lokrum | Foto: A. Lladó

A pocos minutos en ferry nos adentramos en Lokrum, una isla que los benedictinos habitaron desde la Edad Media. Esos dos kilómetros cuadrados son un milagro de belleza. Pavos reales, conejos salvajes, una piscina natural —llamada Mar Muerto—, el claustro de su viejo monasterio y el azul intenso del Adriático, bordeado por una playa de roca blanca, conforman esta abadía insólita. Las cigarras entonan una melodía tan constante como indescifrable.

4.

El mar entra y sale del sexo del mundo. El autobús, serpiente rodada, atraviesa calas y lagos, un universo esmeralda y glauco, hasta que la metralla nos muestra la memoria esculpida de algunos edificios de Bosnia y Herzegovina. Llegamos a las cinco de la tarde a Mostar, y el rezo nos sorprende en el mercado municipal. Collares, lámparas, fruta. A pocos metros, un cementerio al aire libre. Todos los nombres —Fikret, Jadranko, Munib, Hasan— tienen inscrito el mismo año, 1993. Las fotografías nos muestran sus ojos grandes y negros, abiertos a la vida. Un grafiti recuerda la matanza de Srebrenica y, cuando llegamos al puente reconstruido, varias piedras nos dicen lo mismo: “Don’t forget”. Los perros, impasibles ante la estupidez del eterno retorno de la Historia, se bañan en el río. Cada vez que se secan, con su arcaico movimiento espasmódico, nos enseñan el relativismo de las ideas enquistadas en el tiempo de los hombres.


5.

Mostar | Foto: A. Lladó

Ivo Andrić escribe en Un puente sobre el Drina: “No hay construcciones fortuitas, separadas del medio humano en que han crecido y de sus necesidades, deseos e ideas, así como no hay líneas arbitrarias ni formas sin motivo en arquitectura. Pero el origen y la vida de cada construcción grande llevan con frecuencia implícitos ciertos dramas e historias complicados y misteriosos”. Ni siquiera recordamos que el viejo puente frente al que estamos, el de Mostar, fue derribado por la Croacia de Franjo Tuđman, tan fascista como la Serbia de Slobodan Milošević. Pero Andrić —que no vivió la guerra balcánica de los años noventa— ya nos advertía en su novela: “El pueblo solo recuerda y cuenta aquello que puede comprender y transformar en leyenda”. El odio acumulado, el miedo al otro, venía de mucho antes. “En aquella extraña lucha entre dos creencias, que se desarrollaba desde hacía siglos en Bosnia (y hay que advertir que, con el pretexto de las creencias, la verdadera pugna giraba en torno a las tierras y el poder), los adversarios se habían arrancado unos a otros no solamente las mujeres, los caballos y las armas, sino también las canciones y muchos poemas que habían pasado así, de un bando a otro, como un precioso botín”, subraya el premio Nobel de Literatura.


6.

Sarajevo | Foto: A. Lladó

Vučko, un divertido lobo con bufanda diseñado por el esloveno Jože Trobec, saluda a quien llega en tren a Sarajevo. Fue la mascota de los Juegos Olímpicos de Invierno de 1984. Hay una valla con su dibujo, y un mapa de la ciudad, frente a la estación. El rótulo está atravesado, aún, por decenas de disparos. El hombre es un lobo para el hombre. Pero la ciudad —viva, contradictoria, fascinante— ha sorteado el olvido de Europa —la vergüenza que a todos nos debería seguir dando su asedio— para levantar una urbe contemporánea, conmovedora, creativa. La Avenida de los Francotiradores, el hotel Holiday Inn —donde la prensa se refugiaba durante el cerco serbio—, las mezquitas y las tiendas de artesanía del barrio turco de Bascarsija, el club de jazz Pink Houdini, el cementerio judío, los kioscos de flores, las esculturas de metal que cruzan el río, las galerías de arte, el puente Festina Lente («Apresúrate despacio»), el tranvía, el larguísimo carril bici, el edificio de la radio pública, el club Coliseum, la línea casi invisible que separa la Federación de Bosnia y Herzegovina y la  República Srpska, todo eso, y muchísimo más, es Sarajevo. Pero también la metralla incrustada en cada ventana, en cada portal, en cada pared de cada casa. Danilo KiÅ¡ en La buhardilla, su primera novela, escribe: “No me gusta la gente que consigue superarlo todo como una lombriz de tierra. Sin cicatrices y sin arañazos”. Se refiere a la pérdida de Eurídice, su amada. Pero en pocos sitios como en Sarajevo uno puede enamorarse de una ciudad que, con todas las heridas aún abiertas, ha logrado escapar de los infiernos.

7.

Si uno quiere entender el papel de los escritores durante la guerra de los Balcanes, el libro Si un árbol cae, de Isabel Núñez, es una excelente puerta abierta. Es en ese trabajo, la autora catalana conversa con los principales intelectuales que vivieron en primera persona el conflicto. Una de ellas es Dubravka Ugrešić. La escritora croata —que tuvo que exiliarse en 1993 por sus críticas al nacionalismo— teje su obra alrededor de la pregunta sobre la identidad. En El Museo de la Rendición Incondicional explica Ugrešić que  el general Ratko Mladić, el “carnicero” encargado de aniquilar Sarajevo (y que tan bien retrata Clara Usón en La hija del este), un día tuvo en el punto de mira a un conocido. Le concedió cinco minutos para que recogiera sus “álbumes”. ¿Qué tipo de clemencia era esa? ¿Qué suerte de falso armisticio le concedía al viejo amigo? “El criminal, que durante meses estuvo destruyendo la ciudad, las bibliotecas, los monumentos, las calles y los puentes, sabía que estaba destruyendo la memoria”, nos dice la autora, quien explica que, cuando tenía que ir al refugio con su madre, en Zagreb, lo único que se llevaban eran los documentos personales, “para que en caso de bombardeos no fuésemos anónimas, sino cadáveres identificados adecuadamente”.

8.

Con la muerte de Tito, en 1980, su consigna de “fraternidad y unidad” entre yugoslavos se va desmoronando poco a poco. Emir Kusturica, en su película Underground, de 1995, traza todo un juego de metáforas con las que intenta explicar cómo que la población serbia, creyendo que aún están luchando contra los nazis, se instala a vivir durante décadas en un sótano. Un sótano que es como la caverna de Platón, sí. Pero lo que no explica el cineasta es que al salir de la cueva, o del refugio, uno no siempre ve la luz. Porque entre ver la luz y ser un iluminado hay una línea frágil, la que separa la víctima del verdugo, y que nos hace vulnerables ante los efectos de cualquier tipo de propaganda. Los protagonistas, finalmente, acabarán aislados, en un fragmento de tierra que se separa poco a poco del resto. Una isla, ahora lo sabemos, no siempre es una fortaleza.

9.

Hoy existe toda una generación de escritores balcánicos que están abriendo de nuevo esas preguntas sin respuesta. Es el caso de Goran Vojnović que, en Yugoslavia, mi tierra, aborda el silencio que muchos han encontrado en su juventud. ¿Se trata de una tregua, un periodo superado o un simple disfraz? El protagonista de esta novela descubre que su padre, al que creía muerto, está acusado de crímenes contra la humanidad. La búsqueda del progenitor es, al mismo tiempo, la exploración de una raíces tan confusas como veladas. Se ha callado más o menos el relato del odio pero, ¿ha desparecido el bacilo de las fobias que llevaron al peor de los desastres? “Todos ellos esperaban con paciencia que llegasen otros tiempos en los que esos relatos pudieran volver a contarse de nuevo en voz alta y delante de todos, otros tiempos en los que se podría matar de nuevo en su nombre. Todos ellos cultivaban a escondidas, sin que se notara, su rabia y se frustración… Todos ellos habían jurado fidelidad a sus muertos; por eso, nosotros, los vivos, no significábamos nada para ellos”, escribe el autor esloveno.

10.

Algo parecido es lo que hace Ivica Djikić en Soñé con elefantes. Han ejecutado a un ex soldado croata, y miembro de la guardia personal del presidente. A nadie parece importarle, excepto a su hijo secreto. “Decidió jugárselo todo a la carta de la astucia, sin comprender que la astucia es una ventaja a largo plazo solo cuando te enfrentas a un oponente de igual a igual. ¿De qué sirve la astucia cuando tu oponente es tan superior que en cualquier momento te puede aplastar como a una colilla?”, anota el también periodista. O desobediencia o astucia. O Antígona o Ulises. Jugar a las dos cosas a la vez parece tan inverosímil como deshonesto.

11.

Parque nacional Krka

De regreso a Croacia visitaremos el parque nacional de Krka, con sus impactantes cascadas, sus patos silvestres, y los sapos que se escondes de los visitantes. La naturaleza, en esta parte del mundo, nos muestra que, pese a los remolinos de la Historia, la belleza permanece obstinada. Eso es lo que encontrará el viajero, también, en la isla de Brač, y en especial en el pueblo pesquero de Supetar o en la ciudad de Bol, en la que uno puede bañarse en la playa de Zlatni Rat y su “cuerno de oro”. El viento, a veces contundente, nos da en la cara como si nos quisiera despertar del viaje.

12.

Acabaremos nuestro trayecto por los Balcanes —con la sensación de que es un territorio siempre inabarcable— en la ciudad de Split. Una gigantesca escultura de Gregorio de Nin —quien introdujo la lengua nacional en los servicios religiosos— vigila la entrada norte del palacio del emperador Diocleciano, una fortificación que hoy incluye, además, la catedral y el templo de Júpiter, y que, a pesar de los saqueos y las conquistas que ha sufrido la vieja Spalato, se conserva sorprendentemente bien. Los diferentes palacios medievales de piedra blanca, las bodegas de la residencia romana, convertidas en mercado de orfebrerías varias, y los restaurantes de pescado fresco, son un escaparate magnífico para los turistas. En una taberna cercana, Kanton Paulina, preparan desde 1969 el tradicional cévapi, un bocadillo de salchichas con tomate servido con un pan llamado lepinja, salsa de paprika, queso y cebolla. Y es que hay en Split, más allá de los cruceros, una vida tangible, fácilmente accesible, en la que los vecinos se reúnen frente al puerto para cantar viejas canciones croatas. Sus letras combinan la nostalgia, por aquellos que ya no están, con la alegría de vivir frente a este inmenso e indestructible mar abierto.

Palacio de Diocleciano, en Split | Foto: Albert Lladó

Albert Lladó

Albert Lladó (Barcelona, 1980) es editor de Revista de Letras y escribe en La Vanguardia. Es autor, entre otros títulos, de 'Malpaís' y 'La travesía de las anguilas' (Galaxia Gutenberg, 2022 y 2020) y 'La mirada lúcida' (Anagrama, 2019).

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