Danilo Kis | Foto: Acantilado

La buhardilla

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Danilo Kis | Foto: Acantilado

Editorial Acantilado prosigue su encomiable tarea de traducir al castellano la obra de Danilo Kis con la edición de La buhardilla (Mansarda, 1962), la primera novela publicada del autor serbio.

«Los libros son una invención. Cuentos para niños. Y nosotros reuniremos a nuestro alrededor a todos los desperados (en aquella época esa palabra nos gustaba particularmente) y escucharemos historias auténticas, experiencias auténticas. Eso sí que será una verdadera escuela de la vida.»

Un joven que se hace llamar Orfeo, con la presunción de buscar la verdad y convencido de que el conocimiento solo es accesible desde la reclusión, el recogimiento y la precariedad, vive encerrado en una ruinosa buhardilla —en cuyas paredes, emulando a Montaigne, figuran escritas las sentencias que han de regir su vida—, rodeado de aquellos libros que le llevarán a la sabiduría suprema, en compañía de otro individuo al que llama Macho Cabrío Sabio —Igor, un universitario «astrónomo, estudiante eterno, estudiante vagabundo, experto en estrellas, sonámbulo—, su némesis, cuyo cinismo le hace rechazar la utilidad de cualquier tipo de búsqueda.

«Â¿Te acuerdas, Macho Cabrío Sabio, de nuestros votos en la buhardilla? ¿De nuestras elucubraciones? Me da vergüenza haber sido tan blando como para hacerme la pregunta ¿por qué? ¿Acaso no dijimos cuando el vaso está a punto de rebosar, acuérdate del cristal y escapa? […] ¿Te acuerdas, Macho Cabrío Sabio, de que queríamos ser asesinos solo para enriquecernos con esa experiencia? El problema surgió (¿te acuerdas?) cuando caímos en la cuenta —y tú ya habías preparado las pistolas— de que por mucho que alcanzáramos la experiencia del asesinato no alcanzaríamos la del asesinado. (Si entonces hubiéramos creído aunque fuera una pizquita en la vida de ultratumba, sé que nos habríamos matado en ese momento).»

Acantilado

El romanticismo, tan siniestro también en otros aspectos, legó a la posteridad la imagen del artista aislado del resto del mundo, introvertido, sumido en la oscuridad, sin fama y sin dinero, en su interminable y febril búsqueda del sentimiento. Este arquetipo se contraponía al sabio de la ilustración, jovial, lenguaraz, cínico, tan despreocupado como realista, amante de los espacios abiertos y de la buena vida, de las relaciones sociales, y para quien la búsqueda del conocimiento debía de hacerse a plena luz. Kis recoge el primer concepto, exagerando los trazos hasta la caricatura—si es que no es una caricatura ya en su origen—, y le señala un camino de redención, comenzando su apertura al mundo —teniendo en cuenta el apodo que se atribuye el protagonista, le ayuda a salir del infierno—, en una tergiversación del mito clásico, con la búsqueda de una Eurídice —aunque tal vez a quien necesitaría es a una Beatriz— que le acompañe en su camino de redención.

Sin embargo, a pesar de su predisposición, Orfeo es incapaz de llevar a cabo en persona sus altas aspiraciones; para ser un completo personaje romántico, carece de heroicidad —y tampoco se muestra muy dispuesto a morir— y de suficiente esprit, por lo que decide escribir una novela romántica para satisfacer ese anhelo que sabe imposible, inalcanzable, con la intención de que actúe como su alter ego, mejor, como su doppelgänger; todo ello, a la vez que registra, metafóricamente y no con menores dosis de sátira, el camino que debe llevarle de la oscuridad del inframundo de su mansarda hacia la luz del mundo de los vivos.

«Me dirás, Macho Cabrío Sabio (vete al diablo), que aquí hay muy poco de aquella de la que en realidad quiero hablar. ¡Eso te crees tú, Sabio! Ella está presente en todas partes, como la luz de la luna en el Bosquecillo de Magnolias, como mi escritura, mi respiración y su «oh» oscuro y sonoro que pronuncia de vez en cuando en las páginas de este libro, es la presencia de su sombra, es su suspiro el que me acompaña. ¿O acaso es mi propio suspiro, oh, Sabio?»

Esa educación intelectual, esa salida del infierno, no puede completarse de una sola vez; debe llevarse a cabo de forma escalonada, avanzando en espiral desde la periferia hasta el centro, con periódicos regresos a los más profundo del Hades con el fin de ganar en perspectiva y de tomar aliento para el próximo avance: para alcanzar cualquier objetivo es imprescindible ser consciente de cuál es el punto de partida.

«Al día siguiente arreglé un poco la buhardilla y volví a coger mi laúd. Pasé toda la mañana templando las cuerdas. En mi ausencia había enfermado, ensordecido. Debía de sentir mis dedos como caricias en su cuello esbelto. ¿Por qué, si no, iba a estar triste? Se necesitaron unas cuantas horas pacientes hasta que hallé su antigua resonancia y su viejo sonido. De repente, por sí mismo, recordó su voz; de sus entrañas oscuras, como si de una concha enorme se tratara, brotó una perla.»

Mientras que el conocimiento se puede alcanzar mediante el estudio, que es una actividad completa, palpable, escalable, con un componente físico inseparable, la salvación solo podrá venir de la mano de la palabra. La buhardilla es la fortaleza en la que se recluye el primero; para la segunda, no existe otra opción que la escritura. Tal vez por esa razón es más grave la traición originada por la creación que la que viene urdida por actores desconocidos, no tanto por su imprevisibilidad —insoslayable en ambos casos—, sino por proceder de la propia mano. Es posible, como dice el lugar común enunciado con extraña insistencia por algunos escritores, que cuando se crea un personaje no se sepa cómo va a actuar en el futuro; pero lo que es seguro es que está en la mano de ese escritor contarlo o callarlo.

«Había pasado unos meses en la buhardilla sin recibir a nadie ni salir a ningún sitio. Tenía la barba crecida como la de un ermitaño, y las serpientes anidaban bajo mis uñas. Había arrancado el cabello al laúd para que no me irritara, le había tapado la boca con trapos sucios para que no respirara, para que no oyera. Pasaba día y noche sentado en la mecedora contemplando el techo y oyendo a la lluvia rumorear y a los vientos entristecerse. De vez en cuando, Igor me traía un té amargo con rebanadas de pan tostado y cigarrillos. Me ahogaba en mi propio hedor, en el humo. Olvidé mirar, hablar. Si entonces no me suicidé, es que era un cobarde o un sabio.»

Orfeo se arrastra, en persona o como personaje —si es que existe alguna distinción: aquello que el Orfeo escritor le hace hacer a su personaje, ¿qué tipo de relación sostiene con la realidad del primero? Las experiencias del personaje, ¿sirven solo para su caracterización o se incorporan al conjunto de las del Orfeo escritor como si fueran propias?—, por todos los lugares comunes de la bohemia —la buhardilla, los bares de mala muerte, las prostitutas, el alcohol, el tabaco, las amistades dudosas, el exceso, el flirteo con el suicidio— como el preso que se resiste a abandonar la cárcel porque ha desarrollado tal grado de familiaridad y dependencia que no se ve capaz de desenvolverse fuera de ella; de ahí el constante ir y venir, real y metafóricamente, de Orfeo a su omphalos, a su buhardilla. En su caso, parece más despedida que nostalgia —o, tal vez, ambas cosas—, pero nada le asegura un destierro estable porque tampoco sabe si contará con la voluntad suficiente.

«La idea de la taberna fue realmente excelente. Como todo nos había desilusionado y éramos capaces de amar y de vivir tal como éramos, decidimos apartarnos del mundo. Pero, como no podíamos marcharnos a una isla desierta, que era lo que queríamos en un primer instante, resolvimos abrir una taberna en una pequeña localidad de la costa. Tanto a Igor como a mí nos gustaba el silencio otoñal de esas ciudades pequeñas y apartadas con sus calles estrechas. Por eso acordamos venderlo todo aquí y ahorrar dinero de las clases particulares que dábamos a las niñas y a las busconas de la ciudad, alquilar una tabernita y dedicarnos a los estudios.»

Esa doble vida, en persona y de papel, no solo confunde al lector de la obra de Kis, sino que también desconcierta al Orfeo real, que va camino de no poder distinguir entre una y la otra sin darse cuenta de que, en realidad, su vida real se halla justo entre ambas, entre la que vive y la que hace vivir; si cuando llueve sobre la buhardilla de su novela, el Orfeo real, instalado en su habitáculo seco, se moja, eso significa que ambos escenarios y, por tanto, ambas vidas, son inseparables.

Leer a Kis siempre es un reto, pero siempre recompensa.

Joan Flores Constans

Joan Flores Constans nació y vive en Calella. Cursó estudios de Psicologia Clínica, Filosofía y Gestión de Empresas. Desde el año 1992 trabaja como librero, actualmente en La Central del Raval. Lector vocacional, se resiste a escribir creativamente para re-crearse con notas a pie de página, conferencias, críticas y reseñas en la web 2.0, y apariciones ocasionales en otros medios de comunicación.

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