En el imaginario del lector de literatura norteamericana del siglo XX está impresa una buena cantidad de arquetipos de perdedor, pero a poco que sus lecturas hayan incluido a los principales autores blancos metropolitanos y descendientes de europeos emigrados desde finales del siglo XIX, el podio de losers estará seguramente ocupado por un judÃo de mediana edad de clase relativamente acomodada, casado con una mujer -con frecuencia, una goy- dominante y esclavizado por una familia y una tradición que, aunque extraña como todo lo que es heredado, insiste en hacerle la vida imposible. Un individuo que casa a la perfección con ese arquetipo es el protagonista de Stern (Stern, 1962), de Bruce Jay Friedman, un judÃo descreÃdo, criado en una infancia en permanente conflicto con el ceremonial entre la ortodoxia materna y la irreverencia paterna, que soporta todos los inconvenientes de su genealogÃa sin disfrutar de ninguna de sus ventajas. Tampoco sus relaciones con su mundo circundante son demasiado halagüeñas: o siente la sensación de que está de sobra, o son sus propios interlocutores los que hacen como si no existiera.
HipocondrÃaco, retraÃdo, cobarde, incapaz de expresar su opinión debido a una mal entendida cortesÃa, poseedor de una amabilidad que permite que todo el mundo le pueda tomar el pelo, y asediado por un mundo adverso con un vecino que persigue a su mujer, un individuo antisemita, los feroces perros de una finca abandonada, un jefe dado a los más extraños comportamientos y una úlcera descontrolada.
Después de una juventud enrolado en el Ejército del Aire, explotando fraudulentamente el mérito de los pilotos de guerra sin haber pilotado un avión en su vida, le llega la madurez casado, con un hijo y empleado en una empresa en la que se encarga de redactar etiquetas para los más variados productos. Extraños problemas fÃsicos -una úlcera intestinal que se activa y se neutraliza siguiendo un indescifrable código- le llevan al internamiento en una clÃnica de reposo en la que se enfrenta a sus peores terrores personificados en una nómina de bichos raros, en un ambiente que recuerda, en tono jocoso, a Alguien voló sobre el nido del cuco.
Siempre hay un peor un paso más allá de lo malo. Stern experimenta esa realidad continuamente, y Friedman muestra, con mano precisa, cómo lo gracioso puede llegar a ser chistoso y cómo lo chistoso puede convertirse, con poco aunque mesurado esfuerzo, en grotesco. Se llama humor negro, y Friedman, un judÃo del Bronx, lo maneja con una maestrÃa absoluta.