No es una calamidad ni una condena. Como la libertad, como el silencio, toda soledad al principio es una carga y luego se convierte en una conquista. De igual forma, nuestros primeros olvidos son accidentes de la memoria pero, llegado el caso, también son elecciones. Para un escritor serÃa sencillo, con algún provecho heroico además, recordar determinados rostros, nombres, calles, pormenores, razonamientos. Pero cierta forma de ejercer la soledad elige una dignidad diferente. Me refiero a una fragmentariedad, a un tejido deshilvanado de recuerdos donde el olvido ha dejado huecos que no vale la pena suturar. Antes que profesar la rigurosa moral de lo completo, se prefiere respirar un aire de errabunda libertad.
Carlos Skliar, poeta y pedagogo argentino, ha resuelto ejercitarse en una serie de recuerdos y meditaciones sobre la soledad de la escritura que se concretan en un libro magnÃfico: Escribir, tan solos. A lo largo de catorce estaciones y una coda de “imprecisiones finalesâ€, interroga esa soledad y para ello, deliberada paradoja, recurre a una nutrida reunión de autores a los que, como aquel personaje de Hrabal, se les invoca: no para empobrecerlos “rescatándolosâ€, sino para hacer de la memoria, como pedÃa Cioran, una protesta contra lo irreversible.
AhÃ, en ese modo de operar de la memoria, encontramos las dos primeras virtudes del libro, una obvia, la otra extraña. El autor demuestra, sin ostentarla, una abrumadora erudición. Por eso mismo, se lee más como un libro de madurez que convoca y celebra las influencias literarias que nutrieron al poeta y pensador a lo largo de una vida de lector aplicado. La otra virtud tiene que ver con el procedimiento. En cada uno de sus apartados, que es un ensayo en sà mismo, Skliar teje una prosa que camina al lado de dos o más autores de su canon. La libertad, el casi antojo de sus elecciones da resultados por momentos sorpresivos.
¿Qué tienen en común Márai, Sweig y Buzzati? ¿O Manoel de Barros, Victor Hugo, Stig Dagerman, Proust y Némirovsky? Según las recientes teorÃas —o, si se quiere, supersticiones— de comunicación, no hay ser que no esté a menos de seis “clic†de distancia en este pavoroso mundo de las redes sociales, que es el mundo real. De un modo semejante, aquà la libertad, el leve andar poético de Skliar demuestra que hay hilos sutiles que comunican y aproximan los discursos de autores que uno supondrÃa irremediablemente distanciados por el tiempo, las opiniones, los enfoques, sus respectivas culturas. En esa audacia de la intuición o el apetito, más que del rigor metodológico, reside la originalidad de Escribir, tan solos.
A despecho de lo esperable, Skliar no se ampara en el lugar común según el cual la soledad es una fatalidad melancólica que signa el destino del escritor, que es inevitable y forma parte de lo que éste sacrifica para el sagrado imperativo llamado la Obra. El libro renuncia a erguirse en ese costado moral. Avanza en una perpleja desnudez que lo vuelve frágil, cálido. Al no pontificar ni prescribir soledades como maldiciones que conducen a la victoria moral, trasciende la adolescencia de un tema recurrente en la literatura.
Más allá de una preocupación temática, la soledad es abordada en su aspecto esencial. La soledad puede evitarse pero se elige, es una manera de estar en el mundo; escribir es la ratificación imposible de evitar. Escribir como gesto, sin prédica, sin segundos y terceros edificantes propósitos, hace habitable el desierto, no porque lo explique sino porque lo vuelve explicable. El recurso constante —casi secreto por no enunciado— de Skliar es imaginar la conversación fluida en su difÃcil sencillez con autores que equilibran la luz del pensamiento con la penumbra del enigma poético. Ya se ha dicho que lo que sobrevive de la filosofÃa es lo que se ha poetizado.
De este modo, nos asombramos a través de Eduardo Ruiz Sosa al comprender que la peor enfermedad no es la soledad sino el libro. Suscribimos la protesta implÃcita de Nietszche cuando afirma que el ruido mata los pensamientos. Imaginamos con Duras que la soledad es una construcción que se hace dentro del escritor que está solo dentro de una casa que se está construyendo dentro del escritor. Comprendemos con Coetzee que la espera es un acontecimiento decisivo porque está hecha de lucidez y soledad, y más allá no hay nada. Atrapamos, como una criatura escurridiza, la intuición que media en la lectura de Lem y Yourcenar: que la única soledad imperdonable es la del odio, porque no viene de estar sin alguien sino contra alguien.
Continuando la lÃnea creativa ya experimentada en sus anteriores libros No tienen prisa las palabras y Hablar con desconocidos, Skliar ofrece una aventura prosÃstica de implicaciones más desarrolladas, de aliento reflexivo más sostenido pero no por ello menor en su cualidad poética. Al final del camino, hay un guiño, casi una travesura del pensamiento y la emoción. A contrapelo de estos tiempos, caracterizados por las multitudes de solitarios, idénticos en su opacidad y su ruido, Escribir, tan solos es el resultado de otro contrasentido: dentro de cada soledad hay una muchedumbre buscando la palabra que los ponga de acuerdo.