Hay una suerte de desdén por la autocompasión, en la heterogeneidad de la narración de En la casa de los sueños (traducción de Laura Salas RodrÃguez), porque “en el amor no se gana ni se pierde; una relación no tiene un sistema de puntuación. Somos socios emparejados contra el mundoâ€. La narradora estadounidense Carmen MarÃa Machado (1986) bordea la obsesión consigo misma, no se limita a estar a la altura de las expectativas, frente al análisis pormenorizado de sus indiferencias, recurre a la auto-recriminación.
Se recapitulan los melodramas de una autenticidad que redunda en las comedias de la multiplicidad: “Te avergüenzas de tu sangre, de su enrojecimiento, de la forma en que sale de ti sin preocuparse por los sentimientos de nadie. Te avergüenzas de estar vivaâ€. Con antiromántico empeño, el resultado camufla sus elementos genéricos al presentarlos como reflexiones sobre la naturaleza queer, “una forma de ser, sujeta a la polÃtica, a sus propias fuerzas sociales, a narrativas más amplias, a complejidades morales de todo tipoâ€.
Topógrafa de espacios vacÃos, la crÃtica y ensayista norteamericana da buena cuenta de las represiones sociales que conforman la peripecia privada: “Tratas de contar tu historia a personas que no saben escucharâ€. El aislamiento de lo real se cumple en las lagunas de la irrealidad, en las brechas de la comprensión atiborrada de presencias: “Existe una adivinanza quechua: el que me nombra, me rompe. La solución en curso es el “silencioâ€. Pero la verdad es que cualquiera que sepa tu nombre puede partirte en dosâ€.
Se materializa el ajuste de cuentas con la cotidianeidad de una narrativa que avanza al retroceder: “Hablo en el silencio. Lanzo la piedra de mi historia a la gran grieta; mido el vacÃo por su sonido apagadoâ€. Los subarrendamientos de las posibilidades se estancan bajo el estrés de “la sensación inquietante de que nunca podrás acceder completamente al pasado; de que una vez que te alejas de un acontecimiento, una cualidad esencial del mismo se pierde para siempreâ€.
Bajo el hechizo de la nostalgia metaficcional, la transitoriedad autorreferencial se complace en la recapitulación de “todas las formas únicas y terribles en las que las personas pueden fallar y fallanâ€. Desplazamientos locales se alinean con los desacuerdos territoriales de una fábula donde “eres el fantasma de la casa: eres el que deambula de una habitación a otra sin ningún propósito, boquiabierto ante las cajas de mudanza que nunca se desempaquetan, sin estar seguro de lo que eres o se supone que debes hacerâ€.
En el memorial de la colaboradora de The New Yorker, Granta o Lightspeed Magazine, “el habitante da a la habitación su propósito. Sus acciones son más poderosas que las intenciones de cualquier arquitectoâ€. Las ambigüedades estacionales escrutan su propia ambivalencia para simbolizar la desorientación de unas relaciones siempre insatisfactorias: “Tratar de controlar [las emociones] es como tratar de controlar a un animal salvaje: no importa cuánto creas que le ha enseñado, es un ser obstinado. Tiene mente propia. Esa es la belleza de lo salvajeâ€.
En raudos capÃtulos, burbujas de emoción, sensualidades como ritos de iniciación que celebran las alegrÃas y las penas del amor temprano, el descubrimiento sexual o su desaparición. De hacer caso a la ganadora el Premio Folio 2021, la felicidad y estar solo son dos términos que no se excluyen mutuamente, pues “una casa nunca es apolÃtica. Está concebida, construida, ocupada y vigilada por personas con poder, necesidades y miedosâ€. Su dispositivo literario es, por todo lo anterior, un antÃdoto contra las perniciosas fantasÃas de los “cuerpos [que] son ecosistemas, y se desprenden, reemplazan y reparan hasta que morimos. Y cuando morimos, nuestros cuerpos alimentan la tierra hambrientaâ€.