Es imposible eludir a Chesterton. Imposible. Algunos lo conoceréis como narrador, otros como ensayista y todos como literato. Ahora bien, su pluma sigue rezumando, incluso cuando se cumplen ya décadas y décadas de su desaparición, una incisividad inigualable. El motivo de este artÃculo es que El hombre corriente ha sido reeditado. La culpable de este acierto, la editorial sevillana Renacimiento, lleva años enfrascada en una labor de rescate del oficio del editor, esa noble labor que cuchichea con letras, cultura, historia y voces que, a menudo hoy, a trancas y barrancas, se ven impedidas por cuestiones obligadas de interés perpetuo en las ventas. Este no es el caso. En el transcurso de apenas cuatro años han traducido dos docenas de tÃtulos. ¿Por qué? Porque Chesterton es medio y es fin. Una especie de narcótico del presente hecho para el futuro y engendrado en el pasado. Dicho de otro modo: un auténtico milagro literario.
Pero situémonos. Como justificar que todo lo que pasa por nuestras manos o nuestros ojos se ha convertido en una moda, la vanidad ha llegado a justificarse a sà misma y además se ha elevado a la categorÃa de dogma. Algunos, eso sÃ, pensamos que las letras no deberÃan entrar en ese sucio juego onanista proveniente de la complacencia. Y me explico. La masturbación literaria es una práctica comúnmente aceptada en la modernidad, es divertida, puede dar frutos jugosos y nunca falta el color. Es la fórmula experimental perfecta cuando todas las fórmulas de creación literaria han desaparecido como hoy, al parecer, es el caso. Pero volvamos al juego veleidoso del onanismo. Vivimos tiempos de malestar generalizado con pocos signos saludables de humor, arremetemos con lo primero que pasa y nos escandalizamos por el uso erróneo de cualquier palabra altisonante. En efecto, no son buenos tiempos ni para la lÃrica ni para nada. Lo único que parece quedar es la prosa, que prolifera y prolifera a modo de analgésico contencioso. Entre los premios literarios que, hartos de presenciarlo, se conceden a dedo y el material amable que todo producto creativo si quiere ver la luz debe aspirar a ser, nos hemos visto abocados a tener que concurrir con la especie –entiéndase el juego– y algunos, incluso, a participar de ella. En algún lugar lo dije, ya no recuerdo dónde pero qué importa, perdónenme la escatologÃa: hay más lectores empecinados en acudir a la mierda para comprobar que la mierda no sabe a mierda, que aquellos para los que defecar es un ejercicio de salubridad independiente. Traduzco: el lector es capaz de tragárselo todo siempre y cuando venga avalado por algún gran nombre de la crÃtica literaria o algún reputado exmilitante de un periódico desfallecido que, amparándose en el oficio del periodismo y el amiguismo que reportan las otroras buenas relaciones, sobre todo las ligadas a cuestiones económicas y no puramente artÃsticas, ha decidido contribuir al engaño. En definitiva, la crÃtica ha muerto por una razón impepinable: hemos perdido la tradición de la cultura. No nos ha dado la real gana de cultivarla pero queremos cosechar sus maravillas chascando los dedos. Mal de todos.
Chesterton es el reverso de la moneda. Es el tipo de autor que con toda la educación y amabilidad del mundo le da una patada a ese lector con la única intención de que despierte, nos ofrece soterradamente algunas claves para la vida moderna y, lo más importante, consigue hacerlo sin rastro de egotismo. Sólo un cantor del sentido común como él serÃa capaz de justificar un libro por sà mismo sin necesidad alguna de autoerigirse como pontÃfice de la verdad ni de valerse de secuaces que griten su validez. No tiene correligionarios y tampoco los necesita. Chesterton representa el anhelo de sinceridad que se le exige al arte y la literatura. Es, por asà decir, un hacedor apostado en la confluencia de cuatro calles comunicadas entre sà por palabras. Allà teje su realidad, la borda, incluso se permite alguna filigrana, y con ella pronuncia –modestia aparte– la verdad divina de la mundanidad.
En El hombre corriente Chesterton ensaya, más allá de su reconocida faceta como narrador o articulista, una magnÃfica fórmula contemplativa de la realidad. Antes habÃa escrito otras tres novelas, pero El hombre que fue Jueves (1908) le abrió definitivamente las puertas del reconocimiento literario. VendrÃan luego los famosos casos del padre Brown –de 1911 a 1935 llegó a escribir siete entregas– y alguna modesta adaptación cinematográfica de los mismos, pero su natural vocación de ensayista, sobre todo también desde 1908 con Ortodoxia (traducido por Acantilado en 2013), es la misma que contribuye, en paralelo a El hombre corriente, a considerarlo un escritor fundamental. Bien es verdad que muchos atribuyeron a Chesterton –y siguen haciéndolo– una temprana filiación católica debido al panfleto ortodoxo. ¿Acaso el antisemitismo de Céline condiciona la lectura de Viaje al fin de la noche? Chesterton es un mÃstico del siglo XX. Escupe y abraza, acaricia y golpea, ataca y defiende, es un árbitro de ojo avizor y sensibilidad artÃstica, y porta además los galones propios de la mejor educación inglesa victoriana.
Algunos pasajes son de una obviedad aplastante. Uno de los capÃtulos comienza asÃ:
“Hay dos tipos de vandalismo, el negativo y el positivo; el de los vándalos del mundo antiguo, que destruyeron edificios y el de los vándalos del mundo moderno, que los erigenâ€.
O en otro:
“Puede sostenerse plausiblemente que el teléfono no es tan instrumento de tortura como el torcedor de pulgares o el potro de tormento, y del mismo modo puede sostenerse, que otras épocas pasadas tuvieron otros vicios que fueron peores aún que este nuevo o moderno vicioâ€.
¿Vandalismo inmobialiario? ¿La telefonÃa como instrumento de tortura? La tonterÃa de pensar que estuviéramos conversando con el mismo Nostradamus roza la ridiculez, pero hablamos de 1936. Casi nada. Y es que coger un libro de Chesterton significa leer, traducir y masticar para acabar gritando soezmente de manera inevitable: ¡Joder, lo tenÃa en mis narices! Asà las cosas, desde ese momento la vida ya no puede ser la misma, contemplamos el mundo con otros ojos, y de tal modo se desmitologiza y termina por cobrar un sentido que si bien hubiera estado sumergido durante décadas, vibra a cada página con una hilaridad y una frescura tal, que nos sentimos conmocionados. Nos decimos que está ahÃ, que estaba ahÃ, ahà mismo, pero no lo supimos ver o tal vez no quisimos prestarle la atención adecuada. Quién sabe, las prisas, la inmediatez, la posmodernidad, el maldito presentismo que nos ahoga como idiotas en mitad del intangible y sereno Universo.
Entre los tÃtulos de Espuela de Plata, colección de la editorial que aloja estos libros, hay otro de reciente aparición con el tÃtulo encantador y provocativo de La superstición del divorcio. Se trata de cinco artÃculos que Chesterton publicó en The New Witness antes de fundar G. K.’s Weekly en 1925 y al que añadió nuevas consideraciones con motivo de una, entonces incipiente, controversia generada en torno a la disolución del matrimonio. Al margen de la enconada posición negativa que Chesterton toma frente al divorcio, analiza sin concesiones y con rotundidad la realidad del dilema. Que él mismo se explique:
“No están pidiendo la luna, que serÃa un deseo definido y por ende defendible. Están pidiendo el mundo; y cuando lo tuvieran, querrÃan otro. En última instancia quisieran probar toda situación […] pero no pueden decir que no a ninguna, y por eso no pueden decidirse por ninguna […] Lo que se necesita vitalmente en todas partes, tanto en el arte como en la ética, tanto en la poesÃa como en la polÃtica, es la elección; un poder creativo tanto en la voluntad como en la mente. Sin esta autolimitación, ningún ser vivo podrá ver la luz.â€
Se puede estar de acuerdo o no con Chesterton, uno puede posicionarse respecto de varias consignas controvertidas, pero él esgrime un análisis inabatible de la realidad. Una disección precisa y aséptica que sin concesiones amables intenta llegar al meollo del dilema. Luces y sombras, acuerdos y desacuerdos, son en Chesterton las mayores divisas literarias. Es tentador odiarlo si imaginamos a un puritano del XIX apostado en su poltrona, pero Chesterton es el ideal que la poesÃa desde tiempos de Aristóteles hubiera querido ser: un oráculo. Libros como estos nos empujan a seguir reflexionando sobre nuestra realidad y añaden algo importantÃsimo, que no es otra cosa que contemplar la idea de que nuestro presente sigue estando forjado de pasado, y que, quizás allÃ, se encuentre, si no la solución, sà el mayor analgésico para superarlo. Lo decÃa al principio. Es un milagro hecho palabra para el que no encuentro mejor broche que el verso de Silesius usado por Borges para prologar La cruz azul y otros cuentos:
“La rosa es sin porquéâ€