Nishapur no parece, a simple vista, un lugar en el que quedarse. A casi dos horas por carretera de la gran urbe de Mashad, la segunda en lo que a habitantes se refiere de todo Irán, esta ciudad se ubica en un valle y, según se dice, en las estaciones húmedas su vegetación la hace exuberante y fértil- al menos según los estándares locales. En verano, sin embargo, no puede decirse que el verde prevalezca notablemente, y, salvo algún parque que se intuye a los lados de la carretera y un puñado de árboles bajo los que las personas se refugian del calor- y en número son, de largo, más las personas que se refugian que los árboles que les sirven para este fin-, lo que predomina es la tierra y un polvillo que el viento caluroso, en sus breves y esporádicas contracciones, levanta y, al momento, devuelve al suelo.
Y sin embargo este lugar que, en apariencia, parece tener como principal función coagular la circulación de la carretera que, novecientos kilómetros mediante, une Mashad con Teherán, hasta este punto, apenas interrumpida por aislados y escuetos núcleos de población, fue durante muchos siglos uno de los centros más prósperos de Oriente Medio, un lugar de ciencia, arte y comercio, asà como la cuna del que fue posiblemente el escritor más importante de la Persia medieval: Omar Jayam.
La suya es una historia de altibajos que, al estilo del Visegrado de Un puente sobre el Drina, podrÃa utilizarse como muestra representativa de gran parte de los procesos históricos por los que ha atravesado Persia durante siglos. Fue construida en el siglo II por Sapor I, un rey sasánida, dinastÃa menos famosa en occidente que la de los aqueménidas, a la que pertenecieron, entre otros, DarÃo, Jerjes o Ciro el grande y que relacionamos habitualmente con sus trifulcas contra los griegos en la Guerras Médicas, pero no menos exitosa, al menos en términos militares, que aquella. Posteriormente, al igual que toda Persia, fue conquistada por los árabes y en el siglo XI se convirtió en la residencia del fundador de la dinastÃa selyúcida, que serÃa hegemónica en todo oriente, asà como en un enclave de paso en la ruta comercial entre China y el Mediterráneo. También estuvo cerca de ser borrada del mapa primero por la llegada de los mongoles y, después, por sucesivos terremotos para, finalmente, quedar relegada a un segundo lugar en la región ante el auge de la ciudad de santa de Mashad, donde está el Mausoleo del Imán Reza, el lugar más sagrado de la fe chiita que se encuentra en suelo iranÃ.
Precisamente esta cercanÃa respecto a Mashad- cercanÃa muy relativa en términos europeos pero indudable en un paÃs cuyo tamaño supera el de la PenÃnsula Ibérica, Portugal, Francia y Alemania juntas- es uno de los elementos que configura su idiosincrasia. Cada año más de trece millones de chiitas de todo el mundo visitan el Mausoleo del Imán Reza. Muchos de estos peregrinos no pueden permitirse viajar en avión o en tren, algunos ni siquiera lo hacen en coche. La carretera está llena de familias que arrastran sus bártulos a la ciudad santa y lo hacen a una temperatura que, durante un dÃa de verano, no suele bajar de los cuarenta grados. Al caer la noche, montan pequeños campamentos o, como es el caso que nos atañe, duermen en los parques de Nishapur, una parada habitual para los que vienen del oeste y que permite, además, refrescarse en los baños públicos de la ciudad o llenar las garrafas de agua para lo que queda de viaje. Los parques, que en Irán se llenan a rebosar en las horas en las que el calor afloja, se encuentran, en esta ciudad, particularmente atestados de gente que, come sobre manteles coloridos y charla o descansa a la sombra.
Esta peregrinación religiosa que concluye en la tumba del octavo de los doce imanes de la rama chiita conocida como duodecimana- la mayoritaria en la actualidad-, frente a la que se producen auténticas escenas de catarsis, contrasta en Nishapur con otra suerte de peregrinación, menos numerosa, pero, a la luz del contraste, verdaderamente significativa, en tanto que conduce a otra tumba: la del gran poeta Omar Jayam, que entre los siglos XI y XII nació y murió en esta población y que es, sin duda, una de las personalidades más relevantes de la historia persa.
Su vida, que tiene todos los ingredientes de una novela de época, se mueve entre la historia y la leyenda. Gran viajante y cientÃfico, nació en un momento dramático de la historia de Persia que, sometida por los turcos, veÃa peligrar su cultura ancestral a causa de la interpretación rigorista del islam que imponÃan sus ocupantes actuales. El novelista libanés Amin Maalouf recoge en su obra Samarcanda una leyenda, no carente de verosimilitud histórica, que relaciona Ãntimamente a Jayam con otro misterioso personaje, Hasan Sabah, fundador de la mÃtica Secta de los Asesinos, que desde las infranqueables montañas de Alamut organizaba asesinatos selectivos de altos cargos del gobierno (la palabra “asesino†viene del árabe ‘hassasin’, adicto al hachis, sustancia que Hasan Sabah administraba a sus hombres) y que inspiró el famoso videojuego ‘Assassin’s creed’.
Leyendas aparte, existe cierto consenso entre la mayorÃa de los estudiosos de Jayam en que sus Rubaiyats -plural de “rubaiâ€, composición poética persa que consiste en un cuarteto- perfilan a un filósofo materialista que se opone con sarcasmo a las restricciones que impone el fundamentalismo religioso. Su obra se compone de poemas llenos de amargura y tristeza que apelan al disfrute de los sentidos y llaman a desconfiar de la existencia de otra vida más allá de la muerte. Escribe en uno de ellos:
¿Qué ganancia obtenemos con este ir y venir?
¿Sobre qué trama urde su existencia la vida?
Al girar la rueda, la vida de los puros
arde y se vuelve polvo, ¿y dónde está el humo?
Seguramente por miedo a represalias, se sabe hoy en dÃa que solo compartió su obra con unos pocos allegados y que, mientras vivió, Jayam fue conocido exclusivamente por sus trabajos sobre matemáticas y astronomÃa, algunos de ellos revolucionarios- no obstante, fue uno de los autores del calendario que rige actualmente en Irán y que, en su momento, calculaba con mayor precisión que cualquier otro la duración del año solar. Durante siglos, los Rubaiyats fueron clandestinos; muchos autores mediocres que escribÃan cuartetos sobre el vino o el disfrute del vivir, se los adjudicaban a Jayam para evitar el castigo por blasfemia. Solo trescientos años después de su muerte se hizo un intento por reunirlos. Eso cuenta Sadeq Hedayat, el escritor del siglo XX que fijó la recopilación que, con más o menos unanimidad, se consideran hoy como canónica; en total, unos 180.
En el siglo XX, en la época de los shas se reivindicó su figura y se le construyó un gran mausoleo hecho de mármol. Algo normal, si se piensa en el intento que Mohammad Reza y antes que él, su padre, hicieron por laicizar el paÃs. Lo que no deja de sorprender es que, en el Irán actual, el de los ayatolás, Jayam siga siendo admirado y reconocido a nivel oficial como una de las más grandes figuras de la historia persa. Se celebra un dÃa nacional en su honor y cada año más de medio millón de personas visitan su tumba.
En el hermoso y arbolado lugar en el que reposan sus restos, resulta casi inevitable preguntar a los visitantes, que, aunque sin llegar a acumularse, van acercándose, a veces, solitarios o en familia y otras, en grupos acompañados de un guÃa, qué les sugiere la obra de un escritor que, una y otra vez, hace apologÃa de del goce y que llama, literalmente, a rezar menos y beber más, todo ello en un paÃs en el que el alcohol está terminantemente prohibido. Algunos sortean la respuesta, otros traen la lección bien aprendida y defienden una vÃa de interpretación, bastante frecuentada en los cÃrculos religiosos, que armoniza los textos de Jayam con la fe musulmana; más en concreto con el sufismo, una variante mÃstica alejada de todo rigorismo. Desde esta postura, se ha interpretado que el tan mentado vino es una metáfora de dios y la taberna, una iglesia, siendo el proceso de embriagarse un acto de redención. “Jayam escribe acerca del contacto con lo divinoâ€, sentencia el más convencido de los visitantes preguntados acerca de la cuestión. De cualquier modo, resulta obvio que el conflictivo encuadre de Jayam dentro de lo que vendrÃa a ser la categorÃa de “escritor religiosoâ€, no resulta un inconveniente para que los peregrinos que han llegado hasta aquÃ, entre los que abundan las mujeres vestidas con el hiyab negro, lean a sus hijos los poemas grabados en este mausoleo, que, claro está, no versan sobre los beneficios de la ebriedad. Una vez terminen aquÃ, por si no han tenido suficiente, pueden visitar la tumba de otro poeta célebre- aunque menos que este-, Farid Al Din Attar, a solo unos minutos en coche.
Es interesante el modo en que la pasión de Irán por sus poetas, muchos de los cuales se opusieron en su momento a las interpretaciones rigoristas del islam, trasciende la esfera de lo religioso, tan presente en todos los ámbitos de la vida en este paÃs. No hay más que ver, por ejemplo, como otros autores medievales como Sa’di o Hafez (cuyos poemas es tradición leer durante el Nowruz, el año nuevo persa, una celebración muy anterior a la fe musulmana) ocupan espacios capitales (y kilométricos) en su ciudad de origen, Shiraz que, luminosa y abierta (una vez más, según los estándares locales), se conoce en el resto del paÃs como la ciudad de los poetas- y, hasta la llegada de la Revolución islámica de 1979, la ciudad del vino ya que existe la creencia de que de allà procede la famosa uva tinta syrah. Y como si la veneración pudiera medirse en hectáreas, hace unos años el departamento de la provincia oriental de Jorasán, donde está enterrado otro gran autor, el veneradÃsimo Ferdousi– que recogió en la epopeya Libro de los Reyes la historia de Persia desde sus orÃgenes- anunció su intención de multiplicar por siete la superficie ajardinada que alberga su mausoleo para que fuera, por lo menos, equivalente a las de Hafez y Sa’di en Shiraz. Que no se diga.
Al salir de nuevo a la carretera principal, Nishapur deja de ser el lugar cuasi sagrado del poeta Jayam para convertirse en una ciudad secundaria; en ella, como en tantas otras, predominan las casas de ladrillo de una o dos plantas, algunas a medio construir y, a los lados, junto a los negocios locales, proliferan los coches que se protegen del polvo con fundas de plástico. Pese a su pasado glorioso, Nishapur no se parece en nada a esas urbes históricas que viven inmersas en una suerte de decadencia; simplemente, es una ciudad a medio construir. Una ciudad que no remite al pasado ni tampoco al futuro, que parece vivir a espaldas del tiempo. Una ciudad detenida en medio de dos flujos de peregrinaje en cuya interacción, quizás, puede leerse uno de los grandes misterios y contradicciones del Irán actual.