Cuentos por novelas: la estafa

De un tiempo a esta parte es fácil encontrar comentarios negativos sobre libros que se visten de novelas cuando en realidad son o parecen ser conjuntos de cuentos o relatos con un denominador común, o ni siquiera eso. El término “novela” ha estado sujeto a múltiples interpretaciones y quizá necesite un apoyo solvente, acreditado, práctico y actual —y por supuesto escrito— que siente de una vez por todas lo que puede considerarse novela y lo que no. Hay una obra monumental y apasionante que trata este asunto, entre otros, y de la que hablaremos en breve. Pero por ahora nos centraremos en otra que podría ser considerada germen fundacional de la “estafa” consistente en entregar cuentos por novelas. De lo que un cierto grupo de lectores considera una estafa.

Ante todo creo que es imprescindible dejar sentado que el lector español, tiquismiquis como sólo él sabe serlo, es fuertemente alérgico al relato. Si exceptuamos Cataluña, las ventas de libros de relatos en nuestro pequeño país son pírricas. El cuento en versión clásica —en formato de libro físico, ya sean antologías o de un único autor— no es santo de devoción de un lector hispánico apasionado de las novelas monotemáticas y monolíticas; quiero decir no fragmentarias y a ser posible no desestructuradas ni con líneas temporales aparentemente caóticas o deslavazadas ni pobladas con demasiados personajes cada uno de ellos dotado de voz propia, etc. (Hay una anécdota en la que un escritor le hace llegar a un editor una propuesta de un libro de relatos. El editor contesta al cabo del tiempo elogiando la obra del escritor y diciéndole que los cuentos son magníficos, para a continuación preguntarle si no tiene alguna novela escrita y guardada en un cajón porque él, tratándose de relatos, preferiría no hacerlo…). Está por ver, o por comprobar, si la acumulación de eReaders en manos de lectores tacaños —y a los que en realidad les sigue tirando más el ladrillo de papel de toda la vida— proporciona una vía de escape al relato suelto, separado de sus hermanos naturales de edición conjunta, y comienzan a venderse mejor por unidades que en packs, como las cancioncillas sueltas que comercializa Apple en su tienda iTunes —sin DRM y a “0,69 €, 0,99 € o 1,29 € cada una”. (En todo caso, no debe olvidarse que los relatos así comercializados han de ser buenos, obras de arte en miniatura, para competir en precio con los best-sellers de todo a cien que en breve inundarán el mercado digital).

Puede concluirse que, en general, el lector español, cuando coge un libro, quiere que este trate o “vaya” de lo mismo desde el primer párrafo hasta el último, y no que cada 15 o 20 páginas cambien el título, los personajes y las tramas y todo sea un vuelta a empezar. De ahí que ese lector especial se sorprenda cuando un libro que se la ha vendido como novela utilice los mismos recursos de ruptura que el libro de relatos, y que tanto autor como editorial “pretendan” hacerle creer que la unidad se consigue mediante repeticiones de personajes entre capítulos (o cuentos) o mediante el desarrollo como trama en un capítulo (o cuento) concreto de lo que en otro era subtrama o mera anécdota, etc. Esto es lo que podría denominarse “el invento de la estafa de los cuentos por novelas”, y la lista negra de “timadores” en España comienza a ser larga.

Pero las novelas que son —o parecen— cuentos no las ha inventado ningún escritor joven y actual a quien se le supone/achaca la incapacidad de crear y mantener la tensión que el lector español le pide a un libro de más de 200 páginas. No. En 1919 Sherwood Anderson, mentor inicial de Faulkner y frecuentador de los ambientes de Stein, Hemigway, Dos Passos y Fitzgerald, publicó Winesburg, Ohio, una supuesta colección de relatos cuyo denominador común era en teoría el escenario en que todos —menos uno— se desarrollaban. Muchos críticos consideraron que más que un conjunto de relatos esta obra de Anderson era una novela con todas las de la ley, además de una de las mejores obras en lengua inglesa del siglo XX. La división entre cuentos —o capítulos— obedecería entonces a la necesaria separación entre los personajes cuyas historias y/o hechos se narraban; actuarían en realidad como caracteres secundarios de una trama focalizada en el desasosiego que experimentaban por la vida claustrofóbica en el pueblo, y el personaje principal de la “novela” sería la localidad de Winesburg en sí misma.

La edición que he leído es la de Cátedra de 1990, aunque Acantilado tiene una disponible de 2009 (en su web dicen de Anderson que fue un “escritor de talento natural y sin formación literaria”, como si el talento no fuera siempre “natural” y como si Anderson hubiera sido poco menos que un indigente apestado por no plegarse a estudiar lo que gentes que luego lo estudiaron a él y a su obra decían que había que estudiar para no oler mal…). Es chula. (Pero no ganó el Premi Llibreter, quizá porque hace veinte años no hacía falta o no se consideraba necesaria tanta parafernalia para que alguien se interesara por un libro, y, por consiguiente, no se interesaron por él). La vida de Anderson, tal y como se refleja en la introducción de Cátedra, no fue un camino de rosas. Hemingway, tras ser su amigo, se permitió satirizarlo en su novela Tener y no tener, y se retiraron el saludo. Faulkner también le dio la espalda cuando quienes interesa que hablen de uno comenzaron a hablar de él. Se casó un par de veces, fue pobre y cuanto tuvo éxito la crítica le tildó de superfluo. Murió en un crucero después de tragarse accidentalmente el palillo de la aceituna de un martini que le perforó el colon, lo que le acarreó una peritonitis fatal.

Winesburg es un pueblo del Oeste a la vieja usanza e imaginario como el condado de Yoknapatawpha inventado por Faulkner y a diferencia de Knockemstiff —también Ohio—, villorrio real que presta su nombre a la obra homónima de Pollock (Donald Ray), la cual bebe sin pudor de la de Anderson hasta en el detalle de los mapas al inicio:

Me gusta de Winesburg la forma innovadora de tratar la vida en un pueblo como personaje. El lector va conociendo a sus habitantes, en especial a un periodista joven, mediante sucesivas presentaciones en medio de su cotidianidad ramplona. Son pocos, de ahí que los más interesantes se repitan en varios cuentos o capítulos y sea factible ir reconstruyendo la historia personal de cada uno. Porque, sí, en caso de que consideremos esto una novela, se trataría de una bastante desestructurada, con frecuentes saltos temporales y abundantes historias dentro de las historias, que a menudo son sólo la excusa para desarrollar precuelas de otras mostradas páginas atrás o para sentar el germen de una que aparecerá más adelante. Un procedimiento que después ha ido siendo adaptado y refinado hasta llegar a la actualidad, donde disponemos de “artefactos” narrativos a los que quizá —de acuerdo, a muchos— se les pueda achacar endeblez o falta de sustancia en general aunque no objetar la pretensión de sus autores de que sean novelas.

Huelga decir que la “novela” está muy bien escrita —con algún defectillo de traducción en la edición de Cátedra que imagino habrá sido subsanado en la versión premiada de Acantilado. Pero además el tratamiento que otorga a los temas que va exponiendo es fantástico, tanto en el aspecto psicológico como en los meramente descriptivos y narrativos, dando lugar en bastantes ocasiones a perlas como esta:

“La gente del norte de Ohio, donde se halla Winesburg, ha de recordar todavía al viejo Windpeter por su muerte extraordinaria y trágica. Una noche que se había emborrachado salió con su carro para ir a Unionville por la vía del tren. Henry Brattenburg, el carnicero, que vivía en las afueras, cerca de la vía, lo detuvo en el límite del pueblo y le dijo que estaba seguro de que se encontraría con el tren de la madrugada. Pero Windpeter le dio un latigazo y siguió adelante con su carro. Cuando el tren lo atropelló, matándole, y con él a sus dos caballos, pasaba por un camino cercano a la vía un granjero con su mujer. Regresaban a casa en su carruaje y fueron testigos del accidente. Contaron que el viejo Windpeter iba de pie sobre el asiento del carro, furioso y maldiciendo, dirigiendo amenazas a la locomotora que avanzaba. Y que cuando la yunta de animales, enloquecida por los continuos latigazos, se precipitó a todo correr hacia una muerte segura, Windpeter dejó escapar una exclamación de alegría. Los muchachos de la edad del joven George Willard y Seth Richmond recuerdan este incidente con toda claridad porque, contrariamente a lo que afirmaban todos los habitantes de nuestro pueblo, esto es, que el viejo había ido derecho al infierno y que la comunidad estaba mejor sin él, los muchachos estaban secretamente convencidos de que el viejo sabía lo que hacía y sentían admiración por su loco valor. La mayoría de los jóvenes pasan por épocas en que desearían sucumbir gloriosamente en lugar de hacer de dependientes y llevar una vida estúpida” (255-56).

El Viejo y Salvaje Oeste sin la falsa épica y las luces de neón de Hollywood.

Hay de Sherwood Anderson otra recopilación de relatos editada por Lumen, también en 2009, titulada Cuentos reunidos que tengo aquí al lado pendiente de leer. Y también tengo Poor White, novela suya que tuvo éxito económico allá en USA en 1920 y que fue editada en español hace ochenta años. (Dato para buscadores de oportunidades editoriales: desde el 1 enero de 2012 la obra de Anderson es ya de dominio público).

José Luis Amores
http://bolmangani.blogspot.com

José Luis Amores

José Luis Amores (Málaga, 1968) es Licenciado en Ciencias Empresariales por la Universidad de Málaga. Especializado en marketing, ha fundado varias compañías que después ha vendido a diversas multinacionales. En la actualidad ejerce su profesión como freelance. Ha sido colaborador de Diario Málaga y de la revista Papel Literario.

2 Comentarios

  1. Me ha gustado mucho su artículo sobre el cuento y la novela, sobretodo el análisis crítico que se hace a estos temas, muchas gracias por la oportunidad de tener una muy buena lectura en su revista y felicidades, mandenme más articullos de su revista. Araceli Dosamantes Jácome

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