Frente a las amenazas de extinción masiva de la cibernética actualidad, la máquina del tiempo de papel del escritor Ramón Andrés (Pamplona, 1955) reúne composiciones y compositores, secciones discontinuas, pespuntes articulados, experimentos con las esencias en torno a una conformidad que perdura, para “caminar hacia los orÃgenes del mundo, ir en busca de su narración, porque allà encontramos a Orfeoâ€. En FilosofÃa y consuelo de la música (Acantilado, 2020), el ensayista y poeta vasco no sólo se convierte en un intérprete de la escucha gratificante, sino en el ejecutante de la búsqueda ilustrada de “paz: si no se encuentra en la Tierra se la debe buscar en el universo, en ese cosmos que es orden y sonoridadâ€.
Correctivas prescripciones atienden al ensayo infinito, un sinfónico vademécum donde, prolija en detalles, la inhumana perfección se traduce en precisiones no divorciadas de la emoción solista: “A veces, ni siquiera sabemos que oÃmos. Y, sin embargo hay un oÃdo que anuncia y se compromete a avanzarse al mundo para avisarnos de cuándo nos será propicio y cuándo noâ€. El hilo del colaborador en revistas como Ãnsula, Scherzo o Sonograma, nos lleva a través del laberinto melómano, traza el espectro de sus tonalidades, fragmenta el ADN de la lÃrica con melancólicas invitaciones a un salvaje abandono sinfónico, “estados catárticos y sanadores (…) una harmonÃa, no solo entendida como proporción de las partes de un todo o como escala, sino también como un lenguaje (…) una lengua propia, capaz de transmitir equilibrio y concordiaâ€.
Repetidos motivos orquestales en cÃrculos se revuelven en torno al eterno retorno de la consonancia disonante, “una armonÃa de las esferas, también aquÃ, en el mundo habitado, cuya música sólo pueden oÃr unos pocos: los que no se oponen al ser, los que no juzganâ€. Hacen avanzar los argumentos del libro enciclopédico la plétora de interpretaciones, múltiples significados; orgiásticas consideraciones desentierran las raÃces, acumulan las opiniones opuestas de la concordia, distracciones de lo desconcertante, dominios pretecnológicos de “una música que no finaliza, que jamás se funde. En ella hay algo de inicio y de engañoso final; en cualquier caso, no cesa: es circular, va a la par del mundo y del tiempo, que es eterno cuando nos detenemos a pensar si existe o noâ€.
Se ocupa de la afinación perpetua, la droga sónica de “una armonÃa internaâ€, el veneno de un culto que nos incita a superar los escrúpulos mediante la emoción dionisÃaca de una canción. Se solaza el interlocutor en estados emocionales sobrecargados, conflictos, auto-contradicciones. Se disuelve el poeta de Los árboles que nos quedan (2020) en la tensión mental del médium que trasciende el movimiento instrumental de la libre iconoclasia: “La música ayuda a digerir el mundoâ€. Su solidaridad resitúa las piezas en el contexto orquestado. Como si improvisara, se adentra en las representaciones del repertorio clásico, neoclásico, vanguardista, posmoderno, transcribe entendimientos que preludian la contagiosa concordia que retrocede para coger impulso.
“La música es el mayor consueloâ€, nos advierte el pensador búlgaro y escritor en lengua alemana Elias Canetti (1905 – 1994), desde el epÃgrafe, “por el hecho de que no crea palabras nuevasâ€. Al examinar los sÃntomas de su contagiosa melomanÃa, el Premio Internacional PrÃncipe de Viana 2015 trasciende el legado, su anhelante disonancia interrumpe la monotonalidad, su brujerÃa sonora arroja hechizos: “No tenemos nombre, ni en la música, ni en el silencio. Tener nombre, admitirlo, es hacerse al mundo y perderloâ€. Contra las ruidosas discordias sincopadas de nuestra contemporaneidad, las armonÃas atemporales del miembro de la Reial Acadèmia Catalana de Belles Arts de Sant Jordi logran calmar la angustia emocional, mantienen el cosmos en sintonÃa.