Plaza 8 de mayo. Foto: Diego Giménez

Cultura en la adversidad

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Hacemos de los espacios urbanos el fondo de pantalla de nuestra cotidianidad. Una de esas imágenes que forman parte del imaginario colectivo de Coimbra es la Plaza de la República. Situada al pie del Jardim da Sereia, la plaza, que adquirió el nombre en 1910, tras dejar de llamarse plaza Don Luís, suele ser el punto de partida de muchas actividades ciudadanas. El espacio, entendido como ágora, siempre es lo que hacemos de él y ese hacer es lo que nos define como sociedad. Dos actividades con cuatro días de diferencia entre una y otra pusieron de manifiesto algunas de las contradicciones socio-culturales en las que zozobramos a la deriva arrastrados por una red que no queremos ver. Dos imágenes asociadas a cada uno de esos días: en una, un padre sosteniendo al hijo adolescente completamente borracho a las siete de la tarde entre millares de estudiantes ebrios; en la otra, dos niños cabalgando sobre sus progenitores sosteniendo un cartel de protesta entre centenares de personas.

Plaza 8 de mayo. Foto: Diego Giménez
Plaza 8 de mayo | Foto: Diego Giménez

El 22 de octubre, como cada año, la Plaza asistió a parte del ritual llamado latada en el que se da la bienvenida a los estudiantes novatos de primer año, los caloiros. Desde que comenzaron las clases hasta finales de octubre, los alumnos que no se declaran en contra son sometidos a toda una serie de novatadas que van de simples cánticos a la simulación de actos sexuales pasando por castigo físico y cuya iniciación llega al punto álgido en dos momentos del año: la latada y la queima das fitas. El pasado martes los estudiantes volvieron a paralizar la ciudad tras llenar las calles de ruido desde primeras horas de la tarde hasta la noche.

Si me preguntasen qué es lo que más me llamó la atención de Coimbra cuando llegué hace un año diría que los rituales estudiantiles de la ciudad. Recuerdo que, recién aterrizado, me recomendaron no ir a la facultad el día de la celebración porque el barullo iba a ser tal que no podría trabajar. Exageran, pensé en aquel entonces para al cabo de unas horas tener que dejar la universidad y tener que descender por las calles de la baja ahuyentado por los gritos. Recuerdo que lo que me causó un verdadero estupor no fue ver a millares de estudiantes borrachos, orinando en la calle y vomitando sino la mirada de orgullo de los padres que asistían al acto tomando fotos.

Luego me dirían que aquello era un ritual para marcar el paso de la adolescencia a la madurez y que servía para que los jóvenes se sintiesen integrados en una comunidad. ¿Qué comunidad? ¿La que está llamada a cambiar el mundo? ¿La de licenciados? ¿o la que tiene un futuro hipotecado?, pensé. La celebración, no obstante, sí presenta algún eslogan en contra la situación socio-política en la que viven los jóvenes. Pero parece más un gesto por inercia, de justificación, que una voluntad firme de protesta. Lo que subyace a aquel grito parece ser la necesidad de sentirse parte de algo que, en realidad, no existe. Sólo existe aquello que somos capaces de construir y ¿qué podemos construir a base de bromas y borracheras? Por eso choca la aprobación de los padres que asisten complacientes cada año a ver cómo las esperanzas de sus hijos, sino las propias, se sacralizan, en dicho proceso, a base de alcohol y humillaciones varias. Así, un año después, comprendí a aquel padre que sostenía a su hijo bañado en cerveza para que no cayese al suelo. Recuerdo hacerle un comentario sobre el estado del chaval y recuerdo la respuesta entre orgullosa y desconfiada, «va a ser abogado».

El 26 de octubre volví a la Plaza para hablar con una joven antes de una manifestación contra las medidas de la Troika. A través de una conocida vinculada con el Centro de Estudios Sociales de la la universidad, di con una joven actriz que se iba a manifestar por las medidas que Europa ejerce contra Portugal, España y Grecia. Una hora antes de que comenzasen los actos, la plaza estaba desierta con las palomas como únicas ocupantes de un espacio que hacía cuatro días no se podía atravesar de tanto estudiante eufórico. Cuando R.B., actriz del Teatro de Estudiantes de la Universidad de Coimbra (TEUC), llegó, le comenté que me sorprendía ver poca gente. La verdad es que es sí hay poca gente, confesó. Sobre todo si comparas con la latada, me dijo. Me cuesta entender que los estudiantes de la Asociación Académica de Coimbra no estén aquí también, puntualizó.

Niños sosteniendo un cartel de protesta en la manifestación contra la medida de la Troika. El cartel rezaba: El pueblo decide. Dimisión. Foto: Diego Giménez
Niños sosteniendo un cartel de protesta en la manifestación contra la medida de la Troika. El cartel rezaba: «El pueblo decide. Dimisión» | Foto: Diego Giménez

Quería que me explicase qué la llevaba a manifestarse. Me dijo que desde que la crisis comenzó, la asociación de teatro sólo recibía apoyo de la Gulbenkian. La Cámara Municipal había recortado las ayudas y la universidad ya no disponía de fondos. R. me habló del conformismo en el que nos acomodamos para no reventar las redes que hemos tejido y no ser, así, actores de nuestra propia vida. Me habló también de la alienación de los jóvenes que no consiguen ver más allá de unos determinados esquemas.

En un país cuyo Ministerio de Cultura fue suprimido, los agentes que dinamizan la actividad cultural cobran un papel relevante y muchas veces desde la más absoluta resistencia en la adversidad. Después me llegué a preguntar si realmente creemos que el arte es una de las actividades que redime al hombre de su propia naturaleza. ¿No deberíamos dar a la cultura el valor que se merece? ¿Aceptamos con Platón que la vida sin examen, sin intentar conocernos, es indigna del hombre? ¿No es la cultura una forma de conocernos?

Al cabo de un tiempo de estar hablando, comenzó la marcha y R. me emplazó a seguirlos. Poco a poco la plaza se fue llenando de personas. No muchas. Unas 250 personas según fuentes oficiales: matrimonios con hijos pequeños, jubilados, treintañeros y muy pocos jóvenes. El contraste con la fiesta estudiantil de hacía cuatro días era desolador. Hicimos el mismo recorrido. ¿Era éste otro ritual? Entre los asistentes, la otra imagen que abría esta crónica. Dos niños a lomo de sus padres participando de una manifestación que se podría tildar de familiar. Hasta qué punto estaban ya las protestas formando parte del mismo sistema que pretendíamos criticar, pensé mientras miraba a los niños y sus padres. Me preguntaba si dentro de algunos años esos mismos padres tendrían que sostener a esos mismos hijos ya crecidos y borrachos para que no cayesen en la calle en alguna latada mientras otra R. existía entre las líneas de fuga que se abren en la resistencia a la adversidad.

Diego Giménez es periodista e investigador de la obra de Pessoa. Autor del blog Entre Fragmentos

Diego Giménez

Diego Giménez, doctor en filosofía y pensamiento (UB) con una tesis sobre "El libro del desasosiego" de Fernando Pessoa, ha realizado diferentes actividades relacionadas con la literatura y el periodismo. Ha trabajado como redactor de LaVanguardia.com y en 2008 cofundó Revista de Letras.

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