Charles Dickens se perdió en las oscuras calles londinenses, bajo el espesor de la humedad, en medio del hollÃn, entre las constantes lluvias y el irrespirable humo de las fábricas. En Londres, escribió en los años cincuenta el crÃtico y colaborador de la The New left Review Raymond Williams, Dickens percibió «la coexistencia de la variación y la aparente aleatoriedad» que caracterizaban el nuevo sistema urbano; con su narrativa, el escritor inglés no solo retrató y ficcionalizó «las realidades individuales visibles» en la Londres del XIX, sino que descubrió «la condición y el destino comunes», que compartÃan, ignorándolo, sus habitantes. Tiempo antes de que el autor de Grandes esperanzas merodeara por las «streets» londinenses, Jane Austen, William Cobbett, George Crabbe y, posteriormente, George Eliot permanecÃan en el interior de la isla británica, alejados de la nueva realidad urbana. La transición del campo a la ciudad se registró a lo largo de pocos y decisivos años; fueron los años del auge del industrialismo urbano, aunque este, como bien indica Williams, no fue el único motivo para este desplazamiento. La sociedad estaba cambiando, las relaciones sociales ya no eran las mismas, la aristocracia rural veÃa perder aquella posición que durante siglos nadie osó disputarle; la nueva burguesÃa urbana se postulaba como principal protagonista en un juego de relaciones sociales cuyas normas se empezaban a reescribir. De la misma manera que la ciudad se consolidó como escenario privilegiado para la narrativa, se forjó el melancólico mito de la Inglaterra moderna, según el cual, señala el crÃtico inglés, «la transición de una sociedad rural a una sociedad industrial fue una especie de decadencia, la causa y el origen verdaderos de nuestros sufrimientos y nuestras perturbaciones sociales».
Desde la hegemonÃa urbana
La ciudad se impuso en la narrativa a lo largo de los dos siguientes siglos; la poesÃa, con Baudelaire y Apollinaire, asà como con Walt Whitman y el GarcÃa Lorca de un Poeta en Nueva York, no fue ajena al nuevo escenario que se imponÃa, dejando tras de sÃ, en un tiempo pasado aparentemente imposible de recuperar, la realidad del campo, la realidad rural, aquella que sobrevivÃa, y sobrevive, lejos de la inmediatez y la hegemonÃa urbanas. Pronto dejó de ser el campo metáfora de Edén perdido; «al carecer de la industria y de estos placeres», señala en su ensayo Williams, los habitantes del campo dejaron de «ser virtuosos», pues «la ciudad y especialmente Londres», se convirtió en «sÃmbolo del progreso y la ilustración, y su movilidad social era la escuela de la civilización y la libertad». Sin embargo, la ciudad nunca dejó de aparecer a los ojos de los autores como un espacio contradictorio, un lugar donde las contradicciones de la sociedad se inscribÃan sin miramientos, donde las desigualdades se hacÃan cada vez más patentes y donde la colectividad convivÃa con un individualismo cada vez más exclusivo y solitario. «Nuestros más famosos pensadores», señalan Morton y LucÃa White, «han expresado diferentes grados de ambivalencia y animosidad hacia la ciudad» y, sin embargo, como indican los dos autores en su ensayo El intelectual contra la ciudad, a diferencia de antes, cuando Henry James, Jefferson o Dewey entre otros, mostraban su animosidad hacia el espacio urbano, «actualmente, todo el mundo es una ciudad y no hay posibilidad alguna de eludir la urbanización ni siquiera en el espacio exterior». El camino a la ciudad se convierte en un viaje imprescindible, un viaje de formación, como aquel que realiza Daniel el Mochuelo, que, de la mano de Miguel Delibes, abandona su pueblo de Molledo para continuar su formación en la ciudad. La ciudad no solo se convierte en el destino común a todos, en el lugar de reunión, sino también en el escenario principal e ineludible de la narrativa contemporánea.
Desde una alejada granja
Este año, con su extrardinaria novela Intemperie, Jesús Carrasco nos conducÃa a una desoladora realidad rural, nos alejaba de la modernidad urbana, para trasladarnos a un escenario geográficamente indeterminado, pero caracterizado por la desolación, por el vacÃo de sus agrestes paisajes. No fueron pocos quienes identificaron el paisaje de Intemperie con unos campos de Castilla que han perdido la poética y la belleza que les concedió Machado; la tierra baldÃa recreada por Carrasco recuerda a las zonas abandonadas y fantasmagóricas de McCarthy. Si en Carrasco, nada queda de ese refugio evocado por los poetas ingleses, en Diez gansos blancos la campiña inglesa se convierte en el refugio de una mujer que huye de un pasado que el lector tardará en descubrir. La granja de Gales se convierte en el escenario de la novela de Gerbrand Bakker editada por Rayo Verde; en torno a esta pequeña granja alejada del pueblo, gravita una novela en la que el autor reelabora con agilidad el imaginario rural de la literatura inglesa con el secretismo y los tonos lúgubres de la tradición romántica.
Si bien Diez gansos blancos puede inscribirse con relativa facilidad -como, de hecho, asà ha sido- en el género del thriller, no debemos caer en el engaño de las siempre incómodas etiquetas genéricas y, lo que todavÃa es peor, de las falaces modas literarias. Diez gansos blancos no es otra novela de misterio: la presencia de la policÃa, la búsqueda de esta mujer, huida desde Holanda por motivos desconocidos a los otros personajes, la construcción de una nueva identidad, el aislamiento en el aparentemente bucólico y tranquilo paisaje de Gales no bastan para catalogar la novela de Bakker. Aunque el escenario de Gales puede remitir a los poemas de Crabbe, a las clases más populares de las novelas de Jane Austen y, sobre todo, a las inocentes granjas dibujadas por Beatrix Potter, el halo de misterio que rodea la granja y a su nueva inquilina recuerda el opresivo y desconcertante ambiente de Cumbres Borrascosas. Bakker juega con los vacios, con los silencios y, a la vez, juega con la tradición literaria para realizar aquel movimiento de desviación que Harold Bloom mencionaba, en su espléndido ensayo La angustÃa de las influencias, como un movimiento esencial de todo autor con la tradición que le precede. Bakker no solamente se aleja de la urbanidad que caracteriza la narrativa contemporánea, no solo abandona cualquier referencia a la frenética y tecnologizada sociedad presente; Bakker borra cualquier rastro de la modernidad, para trasladar la narración a una granja donde el tiempo parece haberse detenido, donde la incomunicación, la oscuridad y la soledad conforman el paisaje. La posible creación de una carretera es el único indicio de una modernidad que todo lo incluye, a la vez que ese ingnoto paraje, asà como su única habitante, parecen resistirse a ser descubiertos, a ser incluÃdos en ese mundo y en esa realidad de la que precisamente la joven holandesa huye.
Desde el refugio
Del campo a la ciudad, asà titulaba su ensayo tiempo atrás Raymond Williams, pero ahora con Gerbrand Bakker el camino se recorre en dirección contraria; se abandona la ciudad, se abandona la sociedad que la conforma, la familia y el trabajo: alejarse de la ciudad, convertirse en otra persona, este el camino trazado por la protagonista, una estudiosa y apasionada lectora de Emily Dickinson. La sombra de la poeta sobrevuela toda la novela de Bakker, una sombra que, como versifica la propia Dickinson, se alarga sobre el césped. En ese césped frente a la granja, Bakker vuelve a extender la sombra de la incerteza, del presentimiento y de la constante vacilación; «indica que los soles bajan», el tiempo transcurre y con la lectura el presentimiento se convierte en certeza.
En Diez gansos blancos el campo es un refugio. Sin utopÃa ni mistificación, Bakker contradice a Raymond Williams, realiza el camino contrario pues precisamente en el campo, desterrado por la narrativa y desterrado por sus habitantes es donde todavÃa es posible esconderse, convertirse en otro y vivir tras la máscara de la gran poeta.
Anna Maria Iglesia es especialista en teorÃa literaria. En twitter: @AnnaMIglesia