Delphine de Vigan | Foto: Benjamin Chelly

La realidad y sus secuaces

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Delphine de Vigan | Foto: Benjamin Chelly
Delphine de Vigan | Foto: Benjamin Chelly

“Hace ya tiempo que la literatura ha mordido el polvo en materia de ficción […] ¿Por qué crees que los lectores y los críticos se plantean el asunto de la autobiografía en la obra literaria? […] El escritor no tiene por qué fabricar títeres, por despiertos y fascinantes que sean. Anda sobrado consigo mismo. Debe volverse sin cesar hacia el terreno abrupto que se ha visto obligado a tomar para sobrevivir, debe retornar sin descanso al lugar del accidente que lo ha convertido en ese ser obsesivo e inconsolable.”

La novela Basada en hechos reales (D’après une histoire vraie, 2015) anuncia —o finge anunciar— la muerte de la ficción literaria. La pugna y el juego entre realidad y ficción ocupan temáticamente la última obra de Delphine de Vigan (Boulogne-Billancourt, 1966), que comparte con la protagonista nombre, oficio y muchos otros rasgos, aunque con variaciones sustanciales. Jugando con los códigos de la autoficción, la narradora se emancipa de la búsqueda de la verdad, pesquisa que considera vana y por definición abocada al  fracaso.

Ya su primera novela, Días sin hambre (Jours sans faim, 2001), tenía un fondo autobiográfico sin dejar por ello de reivindicar una parte de ficción. Escrita en tercera persona, narraba la peripecia —corporal y, sobre todo, mental— de Laure, una joven anoréxica que decidía ingresar en el hospital para luchar contra una enfermedad que, como una droga poderosa, le proporcionaba la ilusión de autocontrol y anestesia del dolor.

Sin lugar a dudas, la novela de Delphine de Vigan que ha tenido mayor repercusión es Nada se opone a la noche (Rien ne s’oppose à la nuit, 2011), escrita, según declaraciones de la autora, en estado de shock y trance emocional tras el suicidio de su madre. La narración abarca la biografía de su madre y la suya propia, y se plantea como una investigación. El libro es el resultado de una búsqueda, un buceo por los archivos de la memoria, y contiene “su propia génesis, sus vagabundeos, sus tentativas inacabadas”. De Vigan esperaba que la escritura le permitiera escuchar esos “ultrasonidos indescifrables” que de normal se nos escapan, y alcanzó apenas a “medir la extensión del enigma”, para concluir que la escritura se vuelve impotente cuando trata de atrapar la verdad, de suyo inalcanzable.

Basada en hechos reales, publicada por Anagrama en traducción de Javier Albiñana —Oriol Sánchez Vaqué la ha traducido al catalán para Edicions 62—, flirtea con el género confesional, el thriller psicológico y la autoficción. Su protagonista se parece mucho a la autora y, como ella, viene de publicar con un éxito inesperado, y en cierto modo devastador, una novela con la que ha “abierto la caja negra, dilapidado las existencias”. Pocos meses después de darla a conocer dejó de escribir, como si se hubiera quedado sin reservas, vaciada e incapaz de encauzarse nuevamente por los derroteros de la ficción. Con todo, aduce una causa más poderosa para su esterilidad creativa y su creciente marasmo vital, a saber, la irrupción de una mujer a la que denomina L.:

“Hoy sé que L. es la sola y la única razón de mi impotencia. Y que los dos años que duró nuestra relación estuvieron a punto de hacerme callar para siempre.” El propósito que la mueve ahora a escribir es claro y explícito: “describir con precisión el contexto que permitió a L. penetrar en mi esfera privada y, con paciencia, adueñarse de ella”.

Ya en Días sin hambre se daba esta técnica anticipatoria o proléptica, por la que el inicio del libro lleva ya contenido el anuncio del derrumbe pero también la curación. El hecho de desvelar desde las primeras líneas cuál será el camino mental y emocional que transitará la protagonista constituye toda una declaración de intenciones en materia de técnica narrativa, por cuanto focaliza en la escritura más que en la trama; en el cómo, y no tanto en el qué.

Anagrama
Anagrama

Basada en hechos reales consta de tres partes, Seducción, Depresión y Traición —cada una de ellas introducida por una cita de Stephen King, en concreto de las obras Misery y La mitad oscura—, y ya desde las primeras frases da la medida de la situación psicológica en que se halla la protagonista tras el insospechado éxito alcanzado con su anterior novela. Afirma Delphine —la protagonista comparte nombre, entre otras cosas, con la autora— que la sobreexposición mediática y el interés desmesurado de algunos lectores por ciertos detalles de su vida terminaron por desbordarla.

El relato parte de una situación de extrema fragilidad y “permeabilidad”. Un concepto, el de la permeabilidad, habitual en las novelas de Delphine de Vigan: el miedo a saberse débil y vulnerable, a sentirse expuesto y mermado, y devenir por tanto un blanco fácil, aparece en obras anteriores como No et moi (2007) y Les heures souterraines (2009). Precisamente por hallarse en ese estado de extrema vulnerabilidad, Delphine, la protagonista de Basada en hechos reales, ofrece una disposición anímica fluctuante y quebradiza, idónea para las manipulaciones de L., esa mujer enigmática a la que conoce en una fiesta y que en poco tiempo se convierte en una presencia constante y central en su vida, hasta el punto de amenazar con adueñarse de ella.

Delphine, que se declara sensible a la belleza y, por otra parte, enfatiza lo performativo de ser mujer, reconoce en L. un modelo de feminidad admirable. Pero aquello por lo que más destaca L. es por su rara habilidad para sonsacar al otro —a la otra, más bien— y tenderle un espejo donde pueda reconocerse. Sabe ver en los demás la marca de la infancia —“Cuando te miro, veo tatuada en tu piel la marca de la burla y del sarcasmo. Veo qué mirada se posó en ti. De odio y de recelo. Afilada y sin indulgencia. Una mirada con la que resulta difícil construirse”— y reconoce a primera vista a las personas que han padecido violencia, gente cuya personalidad ha sido puesta en peligro por alguien:

“Sabía detectar en ellos una suerte de traba, de impedimento, de desequilibrio […]. Una vacilación, una incertidumbre, una indecisión, una fisura, que nadie más parecía advertir.”

Por otra parte, L. cultiva una forma de disponibilidad nada habitual, que deviene señuelo de captación en nuestra era de la continua postergación. Ofrece su presencia con inmediatez e incondicionalidad —no aplaza jamás los encuentros—; ello, sumado a una prodigiosa capacidad de escucha, la acaba convirtiendo en una persona imprescindible, alguien con quien se puede contar.

“No advertí de inmediato hasta qué punto L. reactivaba la nostalgia de mis años postadolescentes, ese momento en que entré en la edad adulta, ese momento en que cobré conciencia del impulso vital que es el mío […]. L. reactivaba todo aquello: ese modo exclusivo e imperioso de estar vinculado con la otra persona que puede vivirse a los diecisiete años”.

L. vampiriza a Delphine y la empuja hacia el hoyo de las inseguridades: “Aparentemente, se ocupaba de mí, me apoyaba, me protegía. Pero en realidad absorbía mi energía.” La cárcel invisible en que la encierra impide que Delphine piense por sí misma; su influencia es comparable a un ultrasonido que interfiere toda reflexión. La telaraña tejida por L. incluye un mimetismo voluntario con su presa, un “parecido de contornos, de porte”: en la ropa, los gestos, las posturas, los pequeños hábitos.

Más allá de esta historia de manipulación y abuso —L. espía, cerca y suplanta a Delphine—, la escritura como forma de vida —y, en cierto modo, de sacrificio— está en el centro de la novela. Delphine tiene pensado escribir un proyecto sobre la telerrealidad, una historia sobre una joven de veinticinco años, adulada y sobreexpuesta, que acaba de salir de un reality show y debe enfrentar las consecuencias del “después”. Con este proyecto, que aborda temáticamente la apariencia de realidad que la televisión ofrece, pretende volver a la ficción, esto es, partir de una historia inventada sin tener que rendir cuentas a nadie. Ello subleva a L., que concibe la literatura como una máquina de guerra capaz de responder a la violencia externa que ha condicionado la vida y el oficio del escritor:

“Sí, la escritura es un arma y mejor que así sea. Tu familia ha engendrado a la escritora que eres. Han creado el monstruo, si me perdonas, y el monstruo ha encontrado el modo de hacer oír su grito. ¿Cómo crees que se forman los escritores? Sois el producto de la vergüenza, del dolor, del secreto, del desmoronamiento. Venís de los territorios oscuros, innominados, o bien los habéis atravesado. Supervivientes, eso es lo que sois, cada uno a vuestro modo y todos vosotros. Eso no os da derecho a todo. Pero sí os da el de escribir, créeme, aunque ello levante revuelo.”

Hay una obsesión por la verdad, que está tematizada y atraviesa toda la novela. Ya en Nada se opone a la noche, De Vigan afirmaba que la verdad no existe. Lo dice también aquí, a través de su doble, el personaje de Delphine: “Mi última novela no era más que un intento torpe y fallido de acercarme a algo inalcanzable. Una manera de contar la historia a través de un prisma deformante, un prisma de dolor, de pesar, de rechazo. De amor también”. Y concluye que toda escritura sobre uno mismo es una novela. Por su parte, L., que se dedica a escribir para otros y está especializada en autobiografías femeninas —actrices, cantantes, políticas, etc.—, está persuadida de que el lector persigue, por encima de todo, lo que está oculto o disimulado, y por eso anima a Delphine —más que eso: la exhorta, la conmina— a escribir un libro sobre su “después”; esto es, sobre las consecuencias, rupturas y heridas que le acarreó la publicación de su última novela.

Aquí el lector trata en vano de saber cuánto hay de verdad en la existencia de L. Delphine se halla en un momento de transición, condición temible que hace que proliferen las crisis y los cortocircuitos, y L., que merodea en torno a ella con intenciones carroñeras, bien podría encarnar la autocensura proyectada al exterior, una suerte de “superego sarcástico y sin indulgencia” que toma posesión de la mente de la escritora y le va repitiendo que todos los personajes que ella pueda imaginar serán siempre “pequeños, esmirriados, paliduchos, jamás darían la talla. Exangües, prescindibles, les faltaría carne”. L. es, en el fondo, una de las formas del “después”.

Delphine de Vigan ha declarado en varias ocasiones hasta qué punto se le antoja inaccesible la realidad. Y cómo, en cualquier cosa que escribimos, nos movemos en la ficción. Sin embargo, el personaje homónimo de su última novela especula sobre una mutación profunda en la manera de leer y de pensar, en virtud de la cual la mayoría de la gente ya solo esperaría “la realidad garantizada con una etiqueta impresa en las películas y en los libros como la etiqueta roja o bio en los productos alimentarios, un certificado de autenticidad”. La protagonista se resiste a la idea de que, a estas alturas del juego, la escritura-verdad sea el recurso más eficaz y rentable en literatura.

Tras la sobrecarga emocional del libro anterior, Basada en hechos reales marca una suerte de regreso a la ficción, aunque con no pocos matices. La autora juega a utilizar datos reales y a disfrazar otros, como un “filtro colocado en el objetivo”. Al fin y al cabo, la verdad no existe y la identidad es móvil, y ello vale también para el juego carnavalesco de la autoficción. Estamos ante una novela especular en que dos mujeres se observan y se reflejan la una a la otra. Es la suya una relación de vampirismo, imposturas y usurpaciones, pero también de fascinación mutua; cada una busca abrazar y comprender la parte de locura de la otra. De modo que, a pesar de todo, hay en la novela resquicios de luz y reconocimiento, así como una gran confianza en la capacidad de reconstrucción del ser humano.

El estilo de la autora es vigoroso y fluido, y tiene todas las cualidades de la buena prosa. Sabe atrapar al lector mediante un admirable pulso narrativo y una honestidad innegable, que condiciona y alimenta nuestra avidez por saber más de los personajes, en los que inevitablemente nos vemos reflejados. Delphine de Vigan verbaliza, en raptos de sinceridad, lo que todos hacemos continuamente: medir a los otros, calibrarlos, imaginar qué pasos, decisiones y renuncias cotidianas los han construido así. Y al mirarlos, nos miramos a nosotros mismos.

Ana Prieto Nadal

Ana Prieto Nadal es licenciada en Filología Clásica (UB) y Doctora en Filología Hispánica (UNED), y está especializada en el estudio del teatro contemporáneo. Como escritora, obtuvo el premio Ojo Crítico por su novela 'La matriz y la sombra' (Acantilado, 2002) y tiene relatos publicados en la revista 'Granta en español', 'El silencio en boca de todos' (Emecé Editores, 2004) y en la antología 'Todo un placer' (Berenice, 2005); también participó en el proyecto europeo Scritture Giovani 2006. En la actualidad, es miembro del Grupo de Investigación del SELITEN@T y compagina la investigación literaria y teatral con la docencia de lenguas clásicas. Ha colaborado en revistas especializadas como 'Acotaciones', 'Anagnórisis', 'Don Galán', 'Pasavento', 'Signa' y 'Tropelías', entre otras, y ejerce la crítica literaria en 'Quimera' y 'Revista de Letras'.

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