Rafael Oronas y Alejandra Crespin Argañaraz,
para el Sexto Congreso Internacional
“Letras del siglo de oro español» del 2006
El objetivo de este breve ensayo es el lenguaje del amor en el Cántico Espiritual en la obra de San Juan de la Cruz (1542-1591).
No es nuestro propósito el estudio de la técnica del verso, en este caso la lira, cuyo cultor más notable fue Fray Luis de León (1527-1591). Debiendo destacar en San Juan su relación con Santa Teresa de Jesús (1515-1582) y su tarea de reformador-fundador junto a ella.
Estos tres altos representantes de la mÃstica son contemporáneos; es comprensible y demostrable la influencia que entre ellos se ha establecido a través de la relación personal y del mutuo conocimiento de algunos de sus escritos.
Por eso, nuestra tarea se ciñe principalmente, al lenguaje poético de San Juan de la Cruz, más que a su trayectoria literaria general.
Resulta sumamente difÃcil separar al hombre del santo, y saber en qué punto de su vida queda abolido aquél para permitir el surgimiento de éste en toda su mÃstica plenitud.
Otra circunstancia, ineludible en este caso, es la influencia que, particularmente en el Cántico Espiritual, ha ejercido el Cantar de los Cantares, de Salomón.
Este texto bÃblico, traducido por Fray Luis entre 1561-1562, según algunos autores sugieren, pudo ser conocido por el mÃstico carmelitano.
A tal aseveración la crÃtica actual la pone en duda e indica que, además de ser un punto de muy difÃcil resolución, es improbable que la tarea de la Inquisición haya sido soslayada en ese aspecto por San Juan de la Cruz, sólido defensor de la posición tradicional de la Iglesia.
A sus guiados los apartó del mundo, a veces con severidad; pero, también, con lenguaje sereno y afectivo los fue acercando a la verdad. AsÃ, despertó en ellos, sentimientos dormidos. Sus palabras estaban dirigidas, con mayor frecuencia, a contrarrestar la posible tibieza de su vocación religiosa, para hacerlos más dignos de su misión, para que comprendieran que el camino de la perfección comienza con la fe y concluye en el abrazo de amor con Dios.
Se presta la poesÃa para la descripción de sensaciones, para la creación de imágenes que nos transportan de los instantes vividos, turbulentos a veces, a otros de recogimiento y de paz.
Por eso la poesÃa es asÃ, emociones transformadas en palabras, volcándose en un juego de luces que son el reflejo de nuestros deseos de sosiego, de la recuperación de la negada ternura o de oposición mÃstica o bucólica, al bullicio presuroso y sin sentido del mundo que nos absorbe y nos anula.
Mucho de esto encontramos en la poesÃa de San Juan de la Cruz.
Pero advertimos algo más.
Lo impulsa en forma dominante una sola idea: caminar hacia lo infinito, sin otro rumbo que el fijado por la esperanza de llegar a Dios, tratando siempre, con el largo peregrinaje, de encontrar una luz que lo anuncie y que lo acerque a El.
Para recorrer esa larga senda, el santo ha encontrado en la fe los tesoros de la esperanza, de la comprensión y de la humildad.
Y supo siempre; asà se desprende el conocimiento de su vida que, si la fe se diluye, es porque se ha descendido espiritualmente, y si ella se engrandece y nos hace avizorar el signo de la verdad, es porque hemos sabido encontrar el punto inicial del camino que nos conduce a la perfección.
AsÃ, el alma, perdida en el mundo, se pone definitivamente en marcha en busca de Dios. Tiene que recorrer los tres estadios que le van acercando a su destino con el logro de la visión, cada vez mas clara, de aquél con el que desea unirse Ãntimamente.
Es un camino de avances y retrocesos; una lucha permanente de materia y espÃritu; una difÃcil privación de lo que es halago mundano para preferir el silencio, la soledad, la meditación y el sacrificio.
En los retrocesos nos olvidamos de Dios. Solo cuando la adversidad comienza a cercar nuestras ambiciones, nos acordamos de El y surge, entonces, la plegaria, signada por el interés o por el egoÃsmo.
Estas reflexiones surgen de la lectura y del análisis de la obra de San Juan de la Cruz.
Están los pájaros y los árboles, los rÃos y los montes, el fuego y el viento, todo armónicamente distribuido en el mundo porque es la obra de la misma mano divina; objeto de una única voluntad de amor y hacia ella lo eleva el éxtasis, experiencia que refleja en su obra con el lenguaje que le presta la música del canto de las aves, el rumor del agua, la voz del viento entre los árboles y el aromado color de las flores del campo.
Todo está en el lenguaje poético de San Juan. Y todo está enlazado por el amor. Las criaturas se mueven dentro de un orden establecido y con una meta definida: llegar hasta «la más alta esfera».
El alma debe absorber toda esa armonÃa y, con ella, la pureza, que la despoje de lo material para poder cumplir con la misión de acercarse a su Creador.
El tema principal y su propósito ya lo explicita el santo en el prólogo del cántico, que dirige a la Madre Ana de Jesús, Priora de las Descalzas en San José de Granada y asà lo expresa en e punto segundo:
Por haberse, pues, estas canciones compuesto en amor de abundante inteligencia mÃstica, no se podrán declarar al justo, ni mi intento será tal, sino sólo dar alguna luz en general (pues V.R. asà lo ha querido). Y esto tengo por mejor, porque los dichos de amor es mejor dexarlos en su anchura, para que cada uno de ellos se aprovecha según su modo y caudal de espÃritu, que abreviarlos a un sentido a que no se acomode todo paladar. Y asÃ, aunque en alguna manera se declaran, no hay para qué atarse a la declaración; porque la sabidurÃa mÃstica -la cual es por amor, de que las presentes canciones tratan- no ha menester distintamente entenderse para hacer efecto de amor y aficción en el alma, porque es a modo de la fe, en la cual amamos a Dios sin entenderle.
El Santo, no es absoluto en sus afirmaciones, salvo cuando se refiere al amor; permite que la libertad de cada uno se ejerza para entender el lenguaje de amor que emplea, pero no da lugar para desvirtuar su finalidad.
Sus explicaciones pueden interpretarse desde distintos ángulos, no las hace cerradas ni dogmáticas, porque sabe que no todos tienen el mismo grado de fe ni todos pueden eludir, como él, la realidad para aceptar, aún «sin entenderle», los dictados de la divinidad.
Estas declaraciones nos hacen comprender que es casi imposible llegar al mÃstico carmelitano valiéndonos de los métodos tradicionales de la crÃtica literaria.
Su poesÃa es tan inalcanzable por lo personal del estilo, que mas positivo parece dejarse llevar por la intuición para desentrañar la densidad de su mundo mÃstico-poético y más si pensamos en qué momento tan especial y penoso de su vida comenzó la redacción de lo que más tarde se llamó Cántico Espiritual.
Enorme esfuerzo habrá significado para su voluntad, el olvidarse de su mÃsero estado en la injusta prisión, para elevar su espÃritu hasta el éxtasis; era, por otra parte, la única forma de conservarlo indemne, la única manera de perdurar para cumplir con su obra de predestinado. Y el único lenguaje para hacerlo era el dictado por el amor divino. Ese lenguaje es el de su poesÃa, música del espÃritu y escala de mÃsticos valores.
La redacción del Cántico comenzó, pues, en la prisión. En esos momentos pudo decir, tal vez, como Fray Luis de León.
Aquà la envidia y mentira
me tuvieron encerrado …
En esos momentos ¿qué lo pudo sostener?. Unicamente el recuerdo de lo vivido, lo contemplado con los ojos del cuerpo y los del alma, el repaso mental de sus lecturas, en especial el Cantar de los Cantares, que conocÃa profundamente su imaginación y su fe.
Sólo la fe y la inspiración de dios pudieron generar un lenguaje de amor como el que trasunta la obra.
La contemplación y el éxtasis le permitió ver todo a la luz de la transfiguración.
Confirmamos que en la poesÃa de San Juan, es asidua la presencia de la imagen de Dios, que no es presencia total. La fe ha tocado el corazón, pero siempre falta un paso más para conformar la unión.
Esta imagen está simbolizada en el mundo de la naturaleza en todas sus formas, y se revela una fina percepción del medio, una sostenida observación basada en lo real para trasladarla, con lenguaje sensitivo, al plano de la divinidad.
La poesÃa, en este caso, es escala necesaria para llegar, con hondura, a un estudio de las transformaciones del alma y enseñarle cómo ver la realidad para sentir en ella la presencia del Amado; para soportar, con su música, el dolor y las privaciones; para ascender hasta donde el mÃstico aspira a llegar: al éxtasis, a la presencia de Dios, al estado beatÃfico, cumbre de la abrupta montaña en cuya cima está la unidad.
Para expresar ese sentimiento indefinible que es el amor, las únicas palabras posibles, el único lenguaje, es el que expresa el amor mundano, pleno de sensualidad y de realismo.
DifÃcil resulta, entonces, transformar ese lenguaje para ligarlo al proceso de la mÃstica, para elevarlo en forma tal que la mente olvide su origen sensual para transformarlo en amor divino. Esa transformación, que no podemos razonablemente comprender, está en el contacto del alma con su Creador y sólo es posible entenderla si logramos compenetrarnos con el mundo de la mÃstica e intentar descubrir los valores Ãntimos que encierran la posibilidad de que el alma se desligue del cuerpo, abandone la realidad y comience el derrotero.
Llámase oración o modificación que le impiden contemplar «la verdad pura, sin velo».
El lenguaje del amor en San Juan de la Cruz debemos estudiarlo y explicarlo como una permanente permuta de la realidad por el Ideal.
Un cambio que nos obliga a pensar profundamente. Por eso, para evitar que se desvirtúe ese ideal, el poeta ha considerado necesario explayarse en cada uno de los versos o de las estrofas y sustentarlos en los textos sagrados, donde está su inspiración primera. El mismo nos aclara su lenguaje, el valor de cada palabra o la extensión de cada sÃmbolo y pone orden en nuestros pensamientos.
Sostenemos, entonces, que estamos ante un cambio de valores en el lenguaje, provocado por la inasible intimidad del proceso mÃstico. Para entenderlo, serÃa necesario vivir ese proceso.
Pero es vivencia para los elegidos, para los pocos señalados por el favor divino.
Pese a la sencillez de su forma, en el fondo es un lenguaje hermético que hay que descifrar a la luz de una precisa intencionalidad, impuesta o voluntaria, a la luz de un complicado equilibrio entre el término en sà mismo y el sentido metafÃsico en que el poeta lo emplea y cuya determinación muchas veces se nos escapa. Cada palabra tiene su equivalente en la interpretación, que la integra al concepto mÃstico.
A propósito de estas apreciaciones semánticas, es ineludible relacionar el lenguaje del Cantar de los Cantares con el del Cántico Espiritual; pero esa relación no implica necesariamente una dependencia literaria, sino contacto con una acabada expresión de la mÃstica, en el que las alas del amor se extienden sobre el Amado y la Amada y se revela con un lenguaje encendido por el espÃritu del santo.
Es de comprender, cómo también con un lenguaje, de amor por la tierra y por sus seres, describe San Juan la naturaleza que enmarca al poema. A esos lugares él los recorrió y, en su largo peregrinaje de fundador y de confesor, aprendió a valorarlos y también a quererlos y sentirlos porque son la presencia de Dios en la aridez del mundo.
Hemos mencionado, ya, los términos Amado-Amada y podemos añadir los de Esposo-Esposa, porque se trata, en el Cántico, de un connubio que encierra una Ãntima unión espiritual, un deseo de fusión que sólo puede lograr el mÃstico elevado por los brazos del amor, que, en esa instancia, le hace ignorar al mundo y acrecienta su determinación para que no lo detengan «los fuertes y las fronteras», ni la belleza mundana que con el tiempo pasa, ni las adversidades que se opongan para que su alma no pueda llegar hasta la gloria del Amado.
En este caso tan particular, en la historia de la literatura, el propio santo nos indica la única forma posible de llegar al centro de su inspiración, a las motivaciones que le llevan a destacar al amor y colocarlo en el nudo vital de su obra, porque arranca de la realidad para asimilarlo con la esencia divina; y esa forma es detenerse en cada uno de los versos hasta descubrir su identidad secreta y hasta lograr la visión del punto donde llega a encontrarse la «Amada en el Amado transformada», para celebrar sus alegóricas bodas.
No sabemos si San Juan de la Cruz escribió para sà mismo, por emoción estética, o lo hizo para nosotros, para nuestro perfeccionamiento espiritual; pero sà sabemos que el núcleo de su lenguaje de amor no puede ser otro que la inspiración divina, la intuición mÃstica experimental.
En el Cántico Espiritual preferimos apelar a la lectura para desbrozar el afán del santo por encontrar el sentido mÃstico del amor, la más cercana a la inspiración pura, anterior a las correcciones posteriores que, en parte, desvirtuaron o diluyeron la sencillez de su belleza primitiva.
Comprendemos, entonces, que el acto de amor surge de Dios, pues puede considerarse como tal la expresión que el poeta pone en la voz de las Criaturas cuando responden a la Amada a su requerimiento por la presencia del Amado.
Mil gracias derramando
pasó por estos sotos con presura,
y, yéndolos mirando,
con sola su figura
vestidos los dejó de hermosura
Acto de amor es la difusión de la gracia que la estrofa resalta, porque las cosas bellas del mundo son la imagen de Dios, pero no son Dios en sà mismas. Sólo lo reflejan.
Mirar la naturaleza con sentimiento de amor por su origen, es lo que el Santo hace cuando enumera los elementos que lo rodean y constantemente le recuerdan a su Creador, a veces olvidado. En estos momentos de sosiego, propicios para la meditación, San Juan habrá recordado a San AgustÃn: «Señor, los cielos y la tierra y todas las cosas que hay en ellos me están diciendo que te ame».
En esta forma podemos comenzar a comprender a San Juan de la Cruz y a iniciarnos en el estudio del proceso del lenguaje de un mÃstico, en el despertar de un divino sentimiento amoroso, revelado por la contemplación y por la plegaria.
La naturaleza no es la misma vista por el hombre inmerso en las pasiones, que aquella que contempla el santo, tomado de la mano por la eternidad, superados ya los amores carnales, la tentación y el mundo. El santo se ha encaminado, con la gracia divina, empuje inicial y necesario, hacia la soledad, «soledad de Jesús en el Huerto de los Olivos».
El lenguaje del amor está también en las palabras sencillas que emplea en sus breves notas a las monjas carmelitas, a algunas de las cuales leyó o recitó los versos primeros del Cántico, el único tesoro que le arrancó a la prisión.
Esas notas, que suceden a la confesión o al consejo, están destinadas a asegurar el camino de la fe y a arraigar en sus almas la virtud, a prepararlas para recibir en plenitud la gracia de Dios, que ha de surgir de la fe, de la esperanza y de la caridad. El santo no quiere que sus monjas olviden que la caridad es amor y por eso está basada en la fe y en la esperanza.
Todo esto justifica uno de los comentarios que hace en el Cántico: «No basta que Dios nos tenga amor para darnos virtudes, sino que también nosotros se lo tengamos a El para recibirlas y conservarlas».
Asà entendemos que el amor inicia el camino hacia la santidad, porque solamente él tiene la fuerza necesaria para lograr la unión a la que el mÃstico aspira.
No podemos decir que amamos a Dios si con nuestros actos de todos los dÃas no demostramos ese amor. El santo piensa asà porque en él, el mÃstico se impone al teólogo.
Es necesario llegar a los mÃsticos, especialmente a San Juan de la Cruz a su impenetrable esfera, para hallar otra forma de sentir el amor, a encontrarlo en otra dimensión, menos real para nuestros sentidos, pero más pura y trascendente por su inserción en la vida espiritual.
Puesto que, con anterioridad a esa época, hemos entrevisto la sublimación de un sentimiento que parece ligado únicamente al mundo, a lo material, porque asÃ, con sentido profundamente humano, lo trató la poesÃa.
En el intento de penetrar en el pensamiento de San Juan de la Cruz, en la grandeza de su mundo poético y de su lenguaje mÃstico, lenguaje de fe, de amor y de perseverancia, hemos querido también asomarnos, con la timidez del profano, al camino siempre dificultoso -cuando no imposible- de la perfección, recorrido por el santo y que éste nos señala.
La tarea es ardua para quien sólo ha frecuentado el amor mundano y, llevado por el afán de explicarse las transformaciones del alma, ha incursionado en las obras de los mÃsticos, se ha acercado a su tiempo y ha gustado en ellos «el fruto imperfecto de la sabidurÃa».
En estos encuentros con los autores que mas alto han llegado en la escala que determinan las vÃas purgativa, iluminativa y unitiva, que han transitado por ellas en busca del principio de todas las cosas, hemos tropezado -divino tropiezo- con San Juan de la Cruz.
En él descubrimos el otro sentido del amor, que hemos tratado de explicar precedentemente a estas reflexiones. Pero no es suficiente. ¿Se puede, acaso, penetrar en los Ãntimos sentimientos de quienes los rodean?. Los conocemos únicamente por su propia confesión, no siempre comprensible y diáfana; los conocemos por sus actos o por la dimensión lograda en las páginas del inacabable tratado de la vida.
San Juan es diferente. En él hemos percibido la claridad del pensamiento. Nada nos ha perturbado para acercarnos al sentido de su obra, dentro del alcance de nuestra percepción. Nos ha llevado por el camino del amor que siempre se renueva, que nos transforma y nos acerca a la verdad. No es la verdad absoluta. Par serlo, tendrÃamos que sentir la espiritualidad del amor como la sintió el santo, que fue producto de la revelación, del favor divino, que a pocos se dispensa.
Su lenguaje de amor en el cántico es eso: la sÃntesis de la gracia divina volcada en el alma de un hombre y trasladada a una obra que ha trascendido su perfecto contenido literario, para transformarse en un tratado donde la fe se manifiesta como un motor que inicia una marcha de continuas transformaciones para que el alma entregue todo su contenido de amor en los brazos piadosos de Dios.
Es necesario hacer un Ãntimo análisis para llegar a ese punto de comprensión. Análisis que obliga a aceptar que el lenguaje del amor, del verdadero, no pertenece al mundo en que vivimos ni a la lengua que hablamos. Es la palabra que Dios inspira y que San Juan de la Cruz desarrolla con humildad y pureza, no exentas de alta calidad literaria, para convertirla en nexo espiritual entre el mundo, la carne y el pecado y la insospechada dimensión del amor divino.
Y queremos imaginarlo reclinando su cabeza con amoroso olvido, en la pobre ventana de su celda, aspirando profundamente el aire de la mañana y mirando, como si lo viera por primera vez, con los ojos encendidos por la fe, con el alma en paz, con las manos unidas en ruego o en plegaria, el cielo luminosamente azul … porque:
Al espÃritu mÃstico le basta
mirar al cielo para estar con Dios
Rafael Oronas y Alejandra Crespin Argañaraz,
para el Sexto Congreso Internacional
“Letras del siglo de oro español» del 2006