Jonathan Franzen | Foto: Greg Martin

El realismo trágico de Franzen

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Jonathan Franzen | Foto: Greg Martin
Jonathan Franzen | Foto: Greg Martin

En mi país, Nicaragua, geográficamente ubicado en el redundante centro de América Central, a los escritores más jóvenes los asedian, a veces hasta el tormento, dos grandes atracciones aparentemente opuestas o extrapoladas.

Por un lado está la falseada y relativa celebridad de escritores como Ernesto Cardenal, Gioconda Belli o Sergio Ramírez, que independientemente de sus grandes cualidades literarias se les muestran, quizás sin quererlo, como rutilantes espejismos del éxito, la fama y la figuración, que en este caso los escritores en ciernes podrían estar asumiendo como un fin en sí mismo.

Por otro lado está la atrayente y excesiva oscuridad marginal (disfrazada a veces de autenticidad literaria) y el falso “malditismo” que algunos de esos jóvenes parecen encontrar, equivocadamente, en otros autores nicaragüenses como Carlos Martínez Rivas, Beltrán Morales o Lizandro Chávez Alfaro; que fueron tan buenos como oscuros, ocultos y huraños; reacios a la luz de los focos mediáticos o al escrutinio público de sus vidas personales.

Hubo un tiempo, cuando yo también era muy joven y pretendía hacerme escritor, en que muchos llegamos incluso al extremo de desear emular el martirio social o el destino trágico y al mismo tiempo glorioso de escritores truncos que al mismo tiempo fueron héroes, a la larga inútiles, como Roque Dalton, Otto René Castillo, Javier Heraud o Leonel Rugama.

Pero hablando de narradores, y en un país donde la tradición novelística es relativamente árida, el asunto de por qué y para qué escribir, que también mantiene en dilemas parecidos a muchos otros escritores de Centroamérica; debería llevarnos a reflexionar con algo más de profundidad acerca del destino de la novela, o de la verdadera literatura, en un tiempo en que el reflejo cultural de nuestras pobres aldeas convive y se relaciona, al menos en el espacio virtual de las tecnologías, a un mismo nivel con el llamado primer mundo.

Una de las formas de hacerlo, al menos para mí, ha sido explorar, tanto la obra como las reflexiones acerca del género realizadas, por ejemplo, por autores como el estadounidense Jonathan Franzen (1959), un escritor relativamente joven que, pese a abogar recurrentemente por la novela seria, social o total, frente a la facilidad que supone sucumbir a la exigencia colectiva o mercantil; sorprendentemente ha obtenido celebridad y ha concitado los más importantes premios que, en un país como el suyo y desde su propia perspectiva literaria, suponen cierta significación ambigua.

Franzen es considerado actualmente uno de los mejores novelistas jóvenes norteamericanos. Ha publicado Ciudad veintisiete (1988), Movimiento fuerte (1992), Las correcciones (2001) y Libertad (2010). Su consagración nacional e internacional, sin embargo, llegó con Las correcciones, su tercera novela en orden cronológico de publicación. Pude leerla hasta en el año 2007: edición en castellano de Seix Barral (2002), con traducción de Ramón Buenaventura.

Seix Barral
Seix Barral

Una vez absorbido por la lectura de los primeros capítulos, algo que me sorprendió, al volver con repentina curiosidad a la solapa, fue la relativa juventud del autor, y no porque bajo su foto se dijera que con ella ganó el National Book Award en Estados Unidos, o porque fuese considerada por la crítica “una de las novelas americanas más impresionantes de los últimos años”; sino porque, ya con bastantes páginas leídas, estaba perfectamente claro de que tenía entre mis manos una gran novela, es decir, una novela seria, hecha para perdurar, y sobre todo: inmejorablemente escrita.

Al finalizar las 734 páginas de sus siete capítulos, recordé mis limitadas lecturas de algunos autores estadounidenses contemporáneos, como De Lillo, Wolfe, Doctorow o Auster, y me aventuré a concluir, para mí mismo, que acababa de leer una de las más inteligentes y humanamente conmovedoras novelas norteamericanas, en efecto, de los últimos años; el tragicómico fresco de una familia de clase media, que es a su vez el fresco prototípico de la sociedad estadounidense finisecular, representada en casi todas sus diferentes áreas de realidad.

Pero una novela inteligente y postmoderna –pensé entonces– no puede ser (según lo que algunos críticos insisten en subrayar) tan clara y sencillamente digerible; aun cuando sea tan voluminosa y aparentemente densa. A menos que sea, como en efecto lo es, parte de la inmensa saga de novelas realistas que en el mundo han sido, pero al mismo tiempo escrita y construida con la perspectiva de un autor obcecadamente contemporáneo, aunque profundamente deudor de la gran tradición narrativa de su país.

En fin, otro narrador realista, pero lo suficientemente lúdico, diestro y versátil como para ser considerado postmoderno por los críticos llamados por él mismo “ciber-visionarios”, que hoy día abundan, incluso, hasta en nuestro exasperante tercer mundo.

La novela está narrada, en todos sus capítulos (“St. Jude”, “El fracaso”, “Cuanto más lo pensaba, más se enfadaba”; “En el mar”, “El generador”, “Unas últimas navidades” y “Las correcciones”) por una voz omnisciente que no deja de hacer guiños, insertar ironías, asumir tonos de sorna y sonreír al lector con mordacidad mientras describe el derrumbe de una familia gringa normal, que finalmente, como todo en esta época de incesantes correcciones, se las arregla para seguir funcionando, aun sobre las ruinas humeantes de su propia normalidad.

Es una voz omnisciente ambigua, cuyo tono recuerda –a quien ha leído los ensayos de Franzen– la propia voz del autor, y que particularmente en el cuarto capítulo (“En el mar”) se vuelve más entrometida, introduce más comentarios punzantes y corrosivos en la descripción que nos lleva –a bordo del crucero Gunnar Myrdal– al clímax de la decrepitud: el deterioro físico y mental de Alfred, patriarca de la familia Lambert, en medio de la angustia moral de Enid, su mujer, paralizada ante el dilema de saldar su deuda con la vida mediante la sumisión, o seguirlo haciendo pero bajo los gratificantes efectos del Aslan y las recetas anti-depresivas del joven doctor Hibbard.

Y es precisamente la voz narrativa escogida por Franzen para narrar esta voluminosa novela, lo que nos hace remitirlo a la vieja y aparentemente inacabable tradición realista de la literatura (aunque también sea al mismo tiempo una novela vanguardista, postmoderna o agudamente contemporánea).

Como el narrador entrometido y ambiguo de las grandes novelas realistas, o como el narrador autoritario y aleccionador de Los Miserables, la voz omnisciente de Las correcciones trata de hacernos comprender, a través de la experiencia privada y la conducta personal de los miembros de una familia, el contexto público en el que sobreviven como individuos.

Pero esa voz narrativa, que con sus guiños y comentarios nos muestra la patética comicidad con que reaccionan las conductas humanas frente a la Historia, es decir, frente a la tiranía de los contextos sociales y sus extenuantes complejidades; en Las correcciones se nos descubre finalmente como el inclemente relator de una realidad trágica. Y subrayo la palabra porque, según el mismo Franzen, es la que mejor describe la visión que todo buen novelista tiene del mundo.

“Por trágico entiendo sólo cualquier tipo de narrativa que suscite más preguntas que respuestas… El realismo trágico preserva el convencimiento de que siempre se mejora gracias a un esfuerzo; de que nada dura para siempre; de que si lo malo del mundo supera a lo bueno, es por un ligerísimo margen”, afirma Franzen en su famoso artículo “¿Para qué molestarse?”, también conocido como “El ensayo del Harper´s”, que forma parte del libro Cómo estar solo (Seix Barral, 2003; traducción al castellano de Jaime Zulaika. p.107).

¿Pérdida de autoridad o de interés masivo; o bien decadencia e inevitable muerte de la novela en los tiempos actuales? Para Franzen tales gritos de alarma se reducen a simples accidentes de la Historia; al hecho de que, en sus tiempos de auge (finales del XIX y principios del XX) la novela no tenía tantos competidores. Ahora la distancia entre el autor y el lector –dice– se ha reducido extraordinariamente.

“La literatura tiene una función, aparte del entretenimiento, como una forma de oposición social. Las novelas, en definitiva, algunas veces encienden debates políticos o se involucran en ellos… Los poetas y los novelistas de un país son a menudo los que están obligados a actuar como las voces conscientes en tiempos de fanatismo religioso o político” (Cómo estar solo, 105).

Aun en un contexto tan distinto como el de Centroamérica, la idea de Franzen acerca de la función de la novela puede revelarnos la importancia de visualizar los pliegues y la difusa vinculación entre las distintas y aparentemente antípodas fuerzas que intervienen en el placentero proceso de lectura y escritura. Nos recuerda que hay una fina vinculación entre el proceso de crear y organizar nuestras novelas, nuestros pequeños mundos alternativos, y el cuadro histórico y social más amplio que nos rodea.

Para Franzen la novela no puede ni debe pretender cambiar absolutamente nada, sino que debe, siempre, procurar la preservación de algo. “Los novelistas están preservando una tradición de lenguaje preciso y expresivo; una costumbre de mirar a los interiores que hay por debajo de superficies…”.

¿Comprensión de la experiencia privada? ¿Misterios? ¿Conductas? Los novelistas “están preservando a una comunidad de lectores y escritores, y la forma en que los miembros de esa comunidad se reconocen mutuamente es que nada en el mundo les parece simple”.

Según su propia confesión, para Franzen la tarea de recobrar, como novelista, una perspectiva trágica, supuso volver a conectar su proceso creativo individual con una comunidad de lectores y escritores, es decir, la recuperación de un sentido de la Historia. “El realismo trágico –afirma– produce el efecto perverso de convertir a sus adeptos en cuasi optimistas… No ofrece una opinión sobre si esto es bueno o malo. Se limita a representarlo”.

Y hablando de realismo: recuerdo ahora cuando, en el año 2005, durante una visita de Mario Vargas Llosa a Nicaragua, logré hacerle una entrevista, y casi al final de nuestro diálogo le dije que me resultaba curioso notar que la mayoría de sus novelas –si no todas– constituyen revisiones críticas de la realidad y la Historia.

“Hombre –me respondió el peruano–, es que yo me formé así, mi vocación nació dentro de esa idea de la literatura”. Luego me comentó que ahora hay escritores nuevos para quienes la literatura es sobre todo un juego, un ejercicio brillante, y no creen en la responsabilidad histórica del escritor. “Algunos también hacen una literatura light –me dijo–, que está más de moda”.

Entonces le recordé que él había confesado abiertamente sus variaciones de opinión respecto a la relación Literatura-Política o Historia-Literatura. “Lo que usted opinaba a finales de los cincuenta, por ejemplo, no es lo mismo que piensa ahora –le dije–, cuando dice creer que la literatura no puede ser utilizada como un elemento político”.

El novelista respondió con tranquilidad que sí, que muy joven estuvo influido por ese sentimiento, “entonces muy generalizado”, de que a través de la literatura se podía influir en los cambios históricos y sociales.

Me dijo que en eso había algo de ingenuidad, “un cierto romanticismo”, pero ahora más bien creía que esa influencia “no es tan inmediata, no puede ser tan planificada, y es muchas veces imprevisible y muy sutil”. Pero de lo que sí estaba plenamente convencido era de que “la buena literatura siempre desarrolla un espíritu crítico”.

Es precisamente lo que sucede con la narrativa de Franzen, para quien recobrar una perspectiva trágica a través de la novela supone el doble y perseverante esfuerzo de lograr conectarse con una comunidad de lectores cada vez más reducida –o, según dicen algunos, demasiado selecta–, pero al mismo tiempo mostrar ante el “gran público” la profundidad de ciertos temas recurrentes de la literatura. Y de cierta forma eso también supone recuperar el verdadero sentido de la Historia.

¿Estamos los escritores centroamericanos dialogando, o bien, confrontándonos, con nuestra propia tradición literaria? ¿En realidad queremos huir de cualquier enfrentamiento con esa tradición? ¿En el afán de ser únicos, auténticos, “universales”, “literariamente respetables y vendibles”, terminamos siendo demasiado excéntricos, indiferentes, exhibidores de una retórica literariamente erudita y de malabares estéticos y estructurales, pero finalmente vacíos de contenido?

Con excepciones, eso es lo que se especula ahora respecto a muchos nuevos narradores latinoamericanos. Aunque no puedo asegurar si sucede lo mismo entre los centroamericanos, porque sigue siendo difícil leerlos, conocerlos. Y eso es algo que tiene que ver con problemas de industria editorial, de desarrollo económico, de fragmentación y aislamientos geográficos y políticos. Pero también puede ser un asunto de actitud literaria.

Creo que nuestro lugar como escritores está en una especie de encrucijada, en una confluencia de diversos caminos, que a la larga vienen siendo dos. Porque si, como dicen, la alquimia de todo escritor de ficción es una mezcla de experiencia, observación, emoción e ideas, en Centroamérica eso se resume en dos cosas: Memoria e Historia.

Carlos Fuentes llamó a Bernal Díaz del Castillo el primer novelista de América: “nuestro primer novelista”, dijo. Su Historia Verdadera de la Conquista de la Nueva España, escrita precisamente desde Centroamérica, pretende ser una crónica histórica: memoria que quiere ser Historia y viceversa.

Sin embargo Fuentes la asume como la primera gran novela de América, y la asume así, entre otras cosas, por su carácter titubeante: al desplegarse como relato, la voluntad épica titubea. “Pero una épica vacilante –dice Fuentes– ya no es una épica: es una novela. Y una novela es algo contradictorio y ambiguo”.

Por eso me llaman la atención los novelistas centroamericanos que despliegan su imaginación para intentar “llenar los vacíos históricos” o “rectificar las distorsiones de la Historia” (como pretendió Bernal Díaz), o para dar voz en sus ficciones a “los excluidos de la Historia”.

Sin embargo, no deberíamos obsesionarnos tanto con la idea de llenar los “vacíos históricos”, si con eso olvidamos que también debemos dejar algún registro de nuestras propias vidas, de nuestros propios contextos generacionales; si con eso también olvidamos que nuestras propias vidas están llenas de significado.

Después de leer la novela y los ensayos de Franzen me di cuenta de que, muy probablemente, los escritores, especialmente los narradores de ficción, son casi los únicos capaces de comprender que los seres humanos somos individuos complejos. Y esa complejidad no es más que el reflejo de la Historia en nuestros propios contextos personales, es decir, la Memoria.

Pero en Latinoamérica, especialmente en Centroamérica, Historia y Memoria son como dos hermanas que no siempre están de acuerdo. Para los escritores centroamericanos el problema de preservar nuestra individualidad y nuestra complejidad como seres humanos, desafortunadamente está demasiado relacionado con la inútil, y sin embargo irrenunciable tarea de intentar conciliar Memoria e Historia.

El “problema de estar solo” en una cultura de masas que, desde un muy cercano primer mundo, es ruidosa y distractora; para los escritores centroamericanos no creo que pueda resolverse escapando de un pasado y un presente dramáticos; algo que a veces implica también la resignada aceptación (incluso la celebración) del hecho de ser escritores y poder aislarnos de los problemas del mundo.

¿Debemos abandonar el sentido de responsabilidad social como escritores, y tan solo escribir ficción por la pura diversión de hacerlo? Es la pregunta que se hace Franzen en Cómo estar solo, sin dar una respuesta categórica a lo largo de 319 páginas. Pero también es la misma pregunta que, lamentablemente, los escritores centroamericanos nos seguimos haciendo cada vez más en silencio.

Erick Aguirre

Erick Aguirre Aragón (Managua, 1961). Es escritor y periodista. Ha publicado poemarios, ensayos y novelas: ‘Pasado meridiano’, ‘Un sol sobre Managua’, ‘Conversación con las sombras’, ‘Con sangre de hermanos’, ‘Juez y parte’; ‘La espuma sucia del río’; ‘Subversión de la memoria’, ‘Las máscaras del texto’; ‘La vida que se ama’ (Poesía, 2011), ‘Diálogo infinito’.

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