En mi paÃs, Nicaragua, geográficamente ubicado en el redundante centro de América Central, a los escritores más jóvenes los asedian, a veces hasta el tormento, dos grandes atracciones aparentemente opuestas o extrapoladas.
Por un lado está la falseada y relativa celebridad de escritores como Ernesto Cardenal, Gioconda Belli o Sergio RamÃrez, que independientemente de sus grandes cualidades literarias se les muestran, quizás sin quererlo, como rutilantes espejismos del éxito, la fama y la figuración, que en este caso los escritores en ciernes podrÃan estar asumiendo como un fin en sà mismo.
Por otro lado está la atrayente y excesiva oscuridad marginal (disfrazada a veces de autenticidad literaria) y el falso “malditismo†que algunos de esos jóvenes parecen encontrar, equivocadamente, en otros autores nicaragüenses como Carlos MartÃnez Rivas, Beltrán Morales o Lizandro Chávez Alfaro; que fueron tan buenos como oscuros, ocultos y huraños; reacios a la luz de los focos mediáticos o al escrutinio público de sus vidas personales.
Hubo un tiempo, cuando yo también era muy joven y pretendÃa hacerme escritor, en que muchos llegamos incluso al extremo de desear emular el martirio social o el destino trágico y al mismo tiempo glorioso de escritores truncos que al mismo tiempo fueron héroes, a la larga inútiles, como Roque Dalton, Otto René Castillo, Javier Heraud o Leonel Rugama.
Pero hablando de narradores, y en un paÃs donde la tradición novelÃstica es relativamente árida, el asunto de por qué y para qué escribir, que también mantiene en dilemas parecidos a muchos otros escritores de Centroamérica; deberÃa llevarnos a reflexionar con algo más de profundidad acerca del destino de la novela, o de la verdadera literatura, en un tiempo en que el reflejo cultural de nuestras pobres aldeas convive y se relaciona, al menos en el espacio virtual de las tecnologÃas, a un mismo nivel con el llamado primer mundo.
Una de las formas de hacerlo, al menos para mÃ, ha sido explorar, tanto la obra como las reflexiones acerca del género realizadas, por ejemplo, por autores como el estadounidense Jonathan Franzen (1959), un escritor relativamente joven que, pese a abogar recurrentemente por la novela seria, social o total, frente a la facilidad que supone sucumbir a la exigencia colectiva o mercantil; sorprendentemente ha obtenido celebridad y ha concitado los más importantes premios que, en un paÃs como el suyo y desde su propia perspectiva literaria, suponen cierta significación ambigua.
Franzen es considerado actualmente uno de los mejores novelistas jóvenes norteamericanos. Ha publicado Ciudad veintisiete (1988), Movimiento fuerte (1992), Las correcciones (2001) y Libertad (2010). Su consagración nacional e internacional, sin embargo, llegó con Las correcciones, su tercera novela en orden cronológico de publicación. Pude leerla hasta en el año 2007: edición en castellano de Seix Barral (2002), con traducción de Ramón Buenaventura.
Una vez absorbido por la lectura de los primeros capÃtulos, algo que me sorprendió, al volver con repentina curiosidad a la solapa, fue la relativa juventud del autor, y no porque bajo su foto se dijera que con ella ganó el National Book Award en Estados Unidos, o porque fuese considerada por la crÃtica “una de las novelas americanas más impresionantes de los últimos añosâ€; sino porque, ya con bastantes páginas leÃdas, estaba perfectamente claro de que tenÃa entre mis manos una gran novela, es decir, una novela seria, hecha para perdurar, y sobre todo: inmejorablemente escrita.
Al finalizar las 734 páginas de sus siete capÃtulos, recordé mis limitadas lecturas de algunos autores estadounidenses contemporáneos, como De Lillo, Wolfe, Doctorow o Auster, y me aventuré a concluir, para mà mismo, que acababa de leer una de las más inteligentes y humanamente conmovedoras novelas norteamericanas, en efecto, de los últimos años; el tragicómico fresco de una familia de clase media, que es a su vez el fresco prototÃpico de la sociedad estadounidense finisecular, representada en casi todas sus diferentes áreas de realidad.
Pero una novela inteligente y postmoderna –pensé entonces– no puede ser (según lo que algunos crÃticos insisten en subrayar) tan clara y sencillamente digerible; aun cuando sea tan voluminosa y aparentemente densa. A menos que sea, como en efecto lo es, parte de la inmensa saga de novelas realistas que en el mundo han sido, pero al mismo tiempo escrita y construida con la perspectiva de un autor obcecadamente contemporáneo, aunque profundamente deudor de la gran tradición narrativa de su paÃs.
En fin, otro narrador realista, pero lo suficientemente lúdico, diestro y versátil como para ser considerado postmoderno por los crÃticos llamados por él mismo “ciber-visionariosâ€, que hoy dÃa abundan, incluso, hasta en nuestro exasperante tercer mundo.
La novela está narrada, en todos sus capÃtulos (“St. Judeâ€, “El fracasoâ€, “Cuanto más lo pensaba, más se enfadabaâ€; “En el marâ€, “El generadorâ€, “Unas últimas navidades†y “Las correccionesâ€) por una voz omnisciente que no deja de hacer guiños, insertar ironÃas, asumir tonos de sorna y sonreÃr al lector con mordacidad mientras describe el derrumbe de una familia gringa normal, que finalmente, como todo en esta época de incesantes correcciones, se las arregla para seguir funcionando, aun sobre las ruinas humeantes de su propia normalidad.
Es una voz omnisciente ambigua, cuyo tono recuerda –a quien ha leÃdo los ensayos de Franzen– la propia voz del autor, y que particularmente en el cuarto capÃtulo (“En el marâ€) se vuelve más entrometida, introduce más comentarios punzantes y corrosivos en la descripción que nos lleva –a bordo del crucero Gunnar Myrdal– al clÃmax de la decrepitud: el deterioro fÃsico y mental de Alfred, patriarca de la familia Lambert, en medio de la angustia moral de Enid, su mujer, paralizada ante el dilema de saldar su deuda con la vida mediante la sumisión, o seguirlo haciendo pero bajo los gratificantes efectos del Aslan y las recetas anti-depresivas del joven doctor Hibbard.
Y es precisamente la voz narrativa escogida por Franzen para narrar esta voluminosa novela, lo que nos hace remitirlo a la vieja y aparentemente inacabable tradición realista de la literatura (aunque también sea al mismo tiempo una novela vanguardista, postmoderna o agudamente contemporánea).
Como el narrador entrometido y ambiguo de las grandes novelas realistas, o como el narrador autoritario y aleccionador de Los Miserables, la voz omnisciente de Las correcciones trata de hacernos comprender, a través de la experiencia privada y la conducta personal de los miembros de una familia, el contexto público en el que sobreviven como individuos.
Pero esa voz narrativa, que con sus guiños y comentarios nos muestra la patética comicidad con que reaccionan las conductas humanas frente a la Historia, es decir, frente a la tiranÃa de los contextos sociales y sus extenuantes complejidades; en Las correcciones se nos descubre finalmente como el inclemente relator de una realidad trágica. Y subrayo la palabra porque, según el mismo Franzen, es la que mejor describe la visión que todo buen novelista tiene del mundo.
“Por trágico entiendo sólo cualquier tipo de narrativa que suscite más preguntas que respuestas… El realismo trágico preserva el convencimiento de que siempre se mejora gracias a un esfuerzo; de que nada dura para siempre; de que si lo malo del mundo supera a lo bueno, es por un ligerÃsimo margenâ€, afirma Franzen en su famoso artÃculo “¿Para qué molestarse?â€, también conocido como “El ensayo del Harper´sâ€, que forma parte del libro Cómo estar solo (Seix Barral, 2003; traducción al castellano de Jaime Zulaika. p.107).
¿Pérdida de autoridad o de interés masivo; o bien decadencia e inevitable muerte de la novela en los tiempos actuales? Para Franzen tales gritos de alarma se reducen a simples accidentes de la Historia; al hecho de que, en sus tiempos de auge (finales del XIX y principios del XX) la novela no tenÃa tantos competidores. Ahora la distancia entre el autor y el lector –dice– se ha reducido extraordinariamente.
“La literatura tiene una función, aparte del entretenimiento, como una forma de oposición social. Las novelas, en definitiva, algunas veces encienden debates polÃticos o se involucran en ellos… Los poetas y los novelistas de un paÃs son a menudo los que están obligados a actuar como las voces conscientes en tiempos de fanatismo religioso o polÃtico†(Cómo estar solo, 105).
Aun en un contexto tan distinto como el de Centroamérica, la idea de Franzen acerca de la función de la novela puede revelarnos la importancia de visualizar los pliegues y la difusa vinculación entre las distintas y aparentemente antÃpodas fuerzas que intervienen en el placentero proceso de lectura y escritura. Nos recuerda que hay una fina vinculación entre el proceso de crear y organizar nuestras novelas, nuestros pequeños mundos alternativos, y el cuadro histórico y social más amplio que nos rodea.
Para Franzen la novela no puede ni debe pretender cambiar absolutamente nada, sino que debe, siempre, procurar la preservación de algo. “Los novelistas están preservando una tradición de lenguaje preciso y expresivo; una costumbre de mirar a los interiores que hay por debajo de superficies…â€.
¿Comprensión de la experiencia privada? ¿Misterios? ¿Conductas? Los novelistas “están preservando a una comunidad de lectores y escritores, y la forma en que los miembros de esa comunidad se reconocen mutuamente es que nada en el mundo les parece simpleâ€.
Según su propia confesión, para Franzen la tarea de recobrar, como novelista, una perspectiva trágica, supuso volver a conectar su proceso creativo individual con una comunidad de lectores y escritores, es decir, la recuperación de un sentido de la Historia. “El realismo trágico –afirma– produce el efecto perverso de convertir a sus adeptos en cuasi optimistas… No ofrece una opinión sobre si esto es bueno o malo. Se limita a representarloâ€.
Y hablando de realismo: recuerdo ahora cuando, en el año 2005, durante una visita de Mario Vargas Llosa a Nicaragua, logré hacerle una entrevista, y casi al final de nuestro diálogo le dije que me resultaba curioso notar que la mayorÃa de sus novelas –si no todas– constituyen revisiones crÃticas de la realidad y la Historia.
“Hombre –me respondió el peruano–, es que yo me formé asÃ, mi vocación nació dentro de esa idea de la literaturaâ€. Luego me comentó que ahora hay escritores nuevos para quienes la literatura es sobre todo un juego, un ejercicio brillante, y no creen en la responsabilidad histórica del escritor. “Algunos también hacen una literatura light –me dijo–, que está más de modaâ€.
Entonces le recordé que él habÃa confesado abiertamente sus variaciones de opinión respecto a la relación Literatura-PolÃtica o Historia-Literatura. “Lo que usted opinaba a finales de los cincuenta, por ejemplo, no es lo mismo que piensa ahora –le dije–, cuando dice creer que la literatura no puede ser utilizada como un elemento polÃticoâ€.
El novelista respondió con tranquilidad que sÃ, que muy joven estuvo influido por ese sentimiento, “entonces muy generalizadoâ€, de que a través de la literatura se podÃa influir en los cambios históricos y sociales.
Me dijo que en eso habÃa algo de ingenuidad, “un cierto romanticismoâ€, pero ahora más bien creÃa que esa influencia “no es tan inmediata, no puede ser tan planificada, y es muchas veces imprevisible y muy sutilâ€. Pero de lo que sà estaba plenamente convencido era de que “la buena literatura siempre desarrolla un espÃritu crÃticoâ€.
Es precisamente lo que sucede con la narrativa de Franzen, para quien recobrar una perspectiva trágica a través de la novela supone el doble y perseverante esfuerzo de lograr conectarse con una comunidad de lectores cada vez más reducida –o, según dicen algunos, demasiado selecta–, pero al mismo tiempo mostrar ante el “gran público†la profundidad de ciertos temas recurrentes de la literatura. Y de cierta forma eso también supone recuperar el verdadero sentido de la Historia.
¿Estamos los escritores centroamericanos dialogando, o bien, confrontándonos, con nuestra propia tradición literaria? ¿En realidad queremos huir de cualquier enfrentamiento con esa tradición? ¿En el afán de ser únicos, auténticos, “universalesâ€, “literariamente respetables y vendiblesâ€, terminamos siendo demasiado excéntricos, indiferentes, exhibidores de una retórica literariamente erudita y de malabares estéticos y estructurales, pero finalmente vacÃos de contenido?
Con excepciones, eso es lo que se especula ahora respecto a muchos nuevos narradores latinoamericanos. Aunque no puedo asegurar si sucede lo mismo entre los centroamericanos, porque sigue siendo difÃcil leerlos, conocerlos. Y eso es algo que tiene que ver con problemas de industria editorial, de desarrollo económico, de fragmentación y aislamientos geográficos y polÃticos. Pero también puede ser un asunto de actitud literaria.
Creo que nuestro lugar como escritores está en una especie de encrucijada, en una confluencia de diversos caminos, que a la larga vienen siendo dos. Porque si, como dicen, la alquimia de todo escritor de ficción es una mezcla de experiencia, observación, emoción e ideas, en Centroamérica eso se resume en dos cosas: Memoria e Historia.
Carlos Fuentes llamó a Bernal DÃaz del Castillo el primer novelista de América: “nuestro primer novelistaâ€, dijo. Su Historia Verdadera de la Conquista de la Nueva España, escrita precisamente desde Centroamérica, pretende ser una crónica histórica: memoria que quiere ser Historia y viceversa.
Sin embargo Fuentes la asume como la primera gran novela de América, y la asume asÃ, entre otras cosas, por su carácter titubeante: al desplegarse como relato, la voluntad épica titubea. “Pero una épica vacilante –dice Fuentes– ya no es una épica: es una novela. Y una novela es algo contradictorio y ambiguoâ€.
Por eso me llaman la atención los novelistas centroamericanos que despliegan su imaginación para intentar “llenar los vacÃos históricos†o “rectificar las distorsiones de la Historia†(como pretendió Bernal DÃaz), o para dar voz en sus ficciones a “los excluidos de la Historiaâ€.
Sin embargo, no deberÃamos obsesionarnos tanto con la idea de llenar los “vacÃos históricosâ€, si con eso olvidamos que también debemos dejar algún registro de nuestras propias vidas, de nuestros propios contextos generacionales; si con eso también olvidamos que nuestras propias vidas están llenas de significado.
Después de leer la novela y los ensayos de Franzen me di cuenta de que, muy probablemente, los escritores, especialmente los narradores de ficción, son casi los únicos capaces de comprender que los seres humanos somos individuos complejos. Y esa complejidad no es más que el reflejo de la Historia en nuestros propios contextos personales, es decir, la Memoria.
Pero en Latinoamérica, especialmente en Centroamérica, Historia y Memoria son como dos hermanas que no siempre están de acuerdo. Para los escritores centroamericanos el problema de preservar nuestra individualidad y nuestra complejidad como seres humanos, desafortunadamente está demasiado relacionado con la inútil, y sin embargo irrenunciable tarea de intentar conciliar Memoria e Historia.
El “problema de estar solo†en una cultura de masas que, desde un muy cercano primer mundo, es ruidosa y distractora; para los escritores centroamericanos no creo que pueda resolverse escapando de un pasado y un presente dramáticos; algo que a veces implica también la resignada aceptación (incluso la celebración) del hecho de ser escritores y poder aislarnos de los problemas del mundo.
¿Debemos abandonar el sentido de responsabilidad social como escritores, y tan solo escribir ficción por la pura diversión de hacerlo? Es la pregunta que se hace Franzen en Cómo estar solo, sin dar una respuesta categórica a lo largo de 319 páginas. Pero también es la misma pregunta que, lamentablemente, los escritores centroamericanos nos seguimos haciendo cada vez más en silencio.