
El término novela sigue siendo una categorÃa hueca: un repositorio simplista para los millones de actos gratuitos a los que adjudicamos ese nombre. Trasunto del neocapitalismo, el género sigue nutriéndose de novedades, en la teorÃa como en la práctica, artefactos fieramente consumistas. PodrÃamos acusar al uruguayo Felipe Polleri (Montevideo, 1953) de irresponsabilidad, por habernos incitado al candor, “porque lo blanco siempre le gana a lo negro, aunque lo negro sea la realidad, la verdad, escondida debajo de miles de manos de pinturaâ€. Con todos sus frenéticos conatos de distancia proletaria, la post-ilustrada fe en un nihilismo que discierne los lineamientos que conectan lo que podemos saber a lo que podemos hacer.

Desentrañada la maraña neurofibrilar de la dialéctica, en La inocencia (Editorial :Rata_, 2018), se procede a una crÃtica de la respuesta tardoliberal a nuestra ingenuidad pseudoburguesa. Traza el autor de El rey de las cucarachas (2001) el inhumano perfil de un ser auto-indulgente, entregado al solipisismo, porque “nadie soporta leer lo que escribo, ni siquiera yo mismo y yo menos que nadie, aunque me esté riendo como ahoraâ€. Frente al hechizo de las polÃticas identitarias, la diversión de jugar a solas mientras arde el mundo. Indiferente al incendio, la honradez del absolutismo egoÃsta del que, al despreciar las perspectivas poscoloniales, hace emerger los bienes iterativos.
Completado el ajetreo de la pureza, cedemos al discurso deliciosamente impráctico. Además de la visión de la existencia bajo la apariencia del excursus (groucho) marxista, La inocencia se dispone a añadir controversias:
“Solamente en ciertos estados, el sueño o una dulce agonÃa, podemos ver el mundo tal cual es, es decir, bello y conmovedor†(Las muchachas de Pocitos).
Argumentar junto al rioplatense significa abandonarse a los vestigios del descrédito, marchar hacia barricadas aún por construir. Frente a la idea de sentido, el sinsentido de la exculpación. Más allá de la emoción levemente turbia, en los márgenes del torrente de palabras, un humor irreverente, un impulso antierudito, a base de dadaÃstas heurÃsticas.
Previa al irrisorio espectáculo de la multiculturalidad, la narrativa dizque moderna: para ser tomado en serio, el autor de ¡Alemania, Alemania! (2013) adopta la apariencia del farsante. La nouvelle resultante es el cadáver de papel y cartón en el estante de la contemporaneidad, “por amor al arte de la ventriloquÃa y otros amores y otros odios de los que también hay que ocuparse si uno, como los grasas, quiere vivir o, mejor dicho, vivir a vecesâ€. El dÃa es demasiado corto para pasarlo escribiendo, parece concluir el escritor. Se afana para ello en un puñado de páginas salvajes, no ingurgitadas por el canon, un irresponsable cóctel molotov contra los bastiones de lo poéticamente correcto.
Si la sensación de desesperanza es apenas una función de nuestra falaz autoconciencia, una vez aceptada la naturaleza engañosa de nuestras elecciones, lo que procede es asumir los llamamientos de la sofisticación violenta:
“Me encojo de hombros y escupo al suelo, al barrio, y me voy, caminando, entre los muertos, en busca de la vida porque fuera de Pocitos me gusta, a veces, vivir, aunque haya nacidoâ€.
El mensaje de Polleri se dirige asà al lector que se odia a sà mismo a través de los libros, esa vanguardia elitista que se enfrenta a todo avance, ese peón atrapado en el túnel de la verborrea, esperando la venida de la inocente revolución polleriana.