“Ella no era un sueño, sino con mucho una realidad que daba tormento a mi memoria. No un fantasma, sino un recuerdo sin vestigio, sin prueba alguna de haber sucedidoâ€.
Tras una larga trayectoria como escritor, iniciada en 1991, Ojos negros (Sexto Piso, 2019; excelente traducción de Vanesa GarcÃa Cazorla), es la primera novela del escritor francés Frédéric Boyer que se publica en España. Anteriormente, se habÃan editado su poemario En mi pradera (Sexto Piso, 2015) y su adaptación, ilustrada por Serge Bloch, de la Biblia (Sexto Piso, 2016).
La historia de Ojos negros nace de un recuerdo de infancia que el narrador resucita constantemente a través de una narración fragmentada, asentada en un cierto sentido cronológico lineal, para trazar una educación sentimental y sexual que tiene, como fin y fracaso último, encontrar en los cuerpos un amor idealizado que, quizá, ni fue amor, pero que en la mente del narrador permaneció como tal. De pequeño, cuando cuenta con apenas seis años, una mujer joven dejó que descubriese su cuerpo sin mediar palabra. De ella solo recuerda sus dos hermosos ojos negros. Pero con el paso del tiempo, llegará a dudar de si aquello en verdad existió y su recuerdo, en verdad, se sustenta tan solo en la frustración: aquel instante se vio interrumpido en el colegio religioso en el que estudiaba, no viendo más a aquella mujer. Aturdido, el niño se creará un personaje, un amigo imaginario o, más bien, otro yo al que llama Lago y a quien confiesa, a lo largo del libro, su vida sentimental y sexual. Porque Ojos negros, es, entre otras cosas, una suerte de confesión -San AgustÃn planea sobre sus páginas: Nemo te quaerere valet nisi qui prius invenerit («Nadie es capaz de buscarte si antes no te ha encontrado»)- de un hombre adulto que quiere recuperar no tanto su infancia como entender un momento de ella tan fundacional como doloroso de cara al deseo y que dejó una huella imborrable en él.
“¿Podemos olvidar lo que desde siempre hemos estado buscando sin haberlo encontrado jamás? ¿Olvidar lo que jamás ha sido un recuerdo para nosotros y que, sin embargo, nos requiere como una presencia desconocida desde el pasado? Es asà como a veces volvÃa a pensar en Ojos Negros. ¿La habÃa perdido? ¿La echaba de menos? Mientras crecÃa, me preguntaba acerca de su identidad supuesta, de la realidad de nuestro encuentro, de nuestros juegos. ¿HabÃa existido realmente?â€
Boyer crea en Ojos negros un itinerario confesional en clave personal y que, sin embargo, posee la suficiente proyección para que los temas tratados alcancen resonancias mayores. A través de sus páginas da forma a una meditación poética y humanista sobre el tiempo y la sombra, en la edad adulta, que puede extenderse en forma de recuerdos, en este caso, de uno en particular cuya veracidad atormenta al narrador; si bien, en el fondo, entiende que la búsqueda, también la duda, ha sostenido gran parte de su vida. También es un relato sobre la posible naturaleza efÃmera de un amor idolatrado y mitificado que se manifestará a lo largo de los años en los cuerpos de otras mujeres, con relaciones más o menos normativas, algunas de ellas directamente de sumisión, buscando en sus rostros aquellos ojos negros que lo marcaron. Aparecen en la dulce Jay, en la aterradora Goethe, en la piadosa tÃa Jeannette, en la apaciguadora Vivianne, en la confusa Diane…
Una vida sexual y sentimental marcada por la ausencia, la plenitud herida y perdida y cierto gozo en la frustración permanente, alzada como única posibilidad de seguir hacia delante en la vida. A Boyer no le interesa la sexualidad por su componente erótico; tiene más interés en ahondar en cómo esos cuerpos, esas relaciones, profieren al narrador de epifanÃas abortadas como lo fue su primera relación en la infancia, como si hubiese quedado marcado para siempre en una perpetua insatisfacción. AsÃ, el narrador es hombre y niño a la vez atravesado por una melancolÃa que nace de la imposibilidad de recuperar no tanto la infancia como tal sino como añoranza de un estado inocente, casi edénico.
“Es posible que esto sea lo único que queda de la infancia. Altas murallas que ni escondÃan ni protegÃan nada. Una historia perdida relatada por un fugitivo. Para mà con ese punzante sentimiento en el corazón de tener la certeza de un inexorable final y de saber, con todo, que finalizarla no pondrá término a ese misterio de la infancia. No hay más remedio que resignarse. Nunca morimos en el abrigo azul de una madre, el que ella vestÃa cuando dábamos nuestros primeros pasos en un parquecillo, cerca de la Promenade des Anglais. Pero perdemos nuestra vida queriendo reencontrar ese abrigo, a sabiendas de que nada lo igualará por vano que sea. Porque, sÃâ€.
Y, sin embargo, Boyer conforma un texto restaurativo en el que el tiempo real es reconstruido por escrito para permanecer indefinidamente con el fin de poder descubrir e inventar. Convoca y reactiva el pasado como vehÃculo para allanar el camino hacia el futuro a través de la escritura. Porque Ojos negros, con un estilo que nos hace evocar a Pascal Quignard o Pierre Michon, supone un ejercicio de escritura que persigue evocar un tiempo, presente y pasado, desde la abstracción de un recuerdo que pudo o no existir, ser real, pero que ha condicionado una existencia lejos de todo conato de plenitud. El narrador, insatisfecho, se alza como metáfora de un presente irreal lleno de dudas: ante la cruda realidad puede aparecer la ensoñación de un mundo puro en su inocencia, con un significado casi metafÃsico por encima de lo corpóreo y lo material. Y para conseguirlo, Boyer despliega una escritura precisa, directa, para que cada palabra traduzca una experiencia humana.
Ojos negros proyecta la lucha de la literatura con la realidad, esto es, la posibilidad de mediante lo literario dar forma a unas ideas que, a través de cierta abstracción, acaba poseyendo mimbres de lo real. Porque el narrador intenta recomponer y comprender su pasado a través de su relato. Al igual que con cada cuerpo busca las formas de aquella Ojos Negros, con la literatura, intenta vencer al tiempo y recuperar el recuerdo de manera plena.
“De esa posesión imaginaria del recuerdo por la que creemos que, si cesamos de poseerlo como un recuerdo, éste dejará de existir. Negándonos a comprender que no hay recuerdo viviente sino en el exterior, por fin liberado de esa pasión del apego y de su repetición, con la que lo único que construimos es una memoria defensiva: un castillo vacÃo habitado por soldados muertos convencidos de continuar su asedio a la espera de la caballerÃaâ€.