Treinta y seis mujeres es el tercer poemario de Gema Palacios (Zaragoza, 1992), Compañeros del crimen (Ediciones Paralelo, 2014) y Morada y plata (Ebediziones, 2013) le preceden. Esta joven autora ha encontrado acomodo en El sastre de Apollinaire, sello editorial en proyección ascendente, gestionado hábilmente por AgustÃn Sánchez Antequera. Si fácil es entregarse como editor a ese brote cantautoril del que algunos sacan buen partido, y no tanto pecho, Sánchez Antequera ha escogido el camino difÃcil. Apuesta en esta ocasión por Gema Palacios, exponente de una generación poética —liderada por Elvira Sastre y coetánea a la generación aludida— que ha florecido lÃricamente durante el último lustro, pero demuestra haber perdido su tiempo cribando la arena de las letras, y como buen forty-niner, en cada nueva entrega nos ofrece su selecto yacimiento.
Libro dedicado a tres mujeres; una cita de la poeta rusa Marina Tsvietáieva: «La poesÃa es el ser, el no poder hacer de otra manera», nos previene de ese irrevocable fervor poético al que está abocado todo letraherido. Un fervor que en este poemario se concentra en una defensa de lo femenino, si es que tal distinción puede hacerse, además de un inconformismo moral e intelectual, a lo que hay que añadir el amor. Estas tres vetas nucleares confluyen y conforman, de manera indisoluble, los rasgos caracterÃsticos de la identidad del hablante lÃrico.
Tres maneras de nombrar el vacÃo es un preludio que además de revelar la fascinación que siente la autora por la estética arábiga, expone sin titubeos su radical postura ante el machismo endémico que carcome la sociedad:
«Las mismas mujeres que ahora recobran la voz,
ahora hablan.»
Esas tres maneras de nombrar el vacÃo a las que alude el epÃgrafe, se corresponden con los tres actos en los que se divide el libro, si tomamos El lugar para ser como una coda prorrateada en cuatro partes.
A su vez, dichos actos ya anticipan catafóricamente en el tÃtulo la direccionalidad de una mirada que comienza su recorrido en las manos, para dirigirse después a los labios y terminar en los ojos de quien enfrenta. Esa ascendente visión de lo metafÃsico en lo fÃsico viene condicionada por el tÃtulo de su primera parada: Palabras-palma de la mano, término utilizado por la citada Marina Tsvietéieva —heroÃna en quien la autora reconoce sus propios valores— en una de sus cartas a Abraham Vizniak. De esa construcción compuesta por «palabra» y «palma», dos naturalezas diferentes unidas para formar una nueva y ambivalente figura, la poeta arguye la idea para componer, de la misma forma, los tÃtulos de los sucesivos bloques. Asà encontramos Labios precipicio y Ojos horizonte, dos bellas aposiciones sustantivas que además de señalar las coordenadas de la geografÃa humana, asocian cada una de ellas al campo semántico de algo que puede ser, al mismo tiempo, estremecedor y majestuoso.
Uno de los rasgos caligráficos llamado a significar la disidencia moral proclamada en los versos, es la irreverencia ortográfica. Los poemas comienzan con mayúscula y terminan con punto final, pero carecen de cualquier interrupción ortográfica que no sea la ruptura sisrremática de los continuos encabalgamientos, tan solo espaciados por la distancia estrófica:
«Te sueño horizontal
la piel de arena
desierto entre los labios conocidostu voz asÃ
mullida y plenatemblor constante en que me hundo
y mano.»
La ausencia de comas, puntos y otros signos, favorece las elipsis, e invita a agudizar sus cualidades interpretativas al lector más atento. Si en el primer bloque, los poemas son más breves que en el resto, en el conjunto del libro, tanto los espacios en blanco, como un aparente uso caótico de la sangrÃa, serán constantes de principio a fin.
Gema Palacios utiliza con mayor frecuencia el uso de la primera persona como direccionalidad de su voz lÃrica; un yo, por fuerza, teatralizado y mÃnimamente diseminado entre las personas del verbo, que aspira a ser trasunto de su voz interior:
«Dadme
un vaso de agua
que no sacie mi sed sino que me convierta
en la única criatura
que lama la palma de su manoYo quiero tener sed de mà misma.»
Los poemas del primer apartado carecen de tÃtulos, únicamente son enumerados por cifras romanas; en el segundo apartado, en cada poema esplende un epÃgrafe propio; y será en el tercer y último apartado troncal, donde la autora utilice los versos de Alejandra Pizarnik para titular sus poemas, a modo de glosa.
En ocasiones, a sà misma, y en otras, a un interlocutor que no responde, la poeta se interroga en su propia descripción, se acerca o aleja de su propia conciencia de ser en cada pensamiento, en cada relato; parece que interpela, pero en verdad se descubre a golpe de verso, un verso que somatiza un dolor incandescente entre lo reflexivo y sensorial:
«Qué innato ver prever cada resquicio
cada nuevo insomnio
cada testamentoYo
no soy salvo en tu aroma.»
Imaginario repleto de abismos y soledades, su virulenta mezcla de amor y dolor provoca una cascada de adjetivos; más inquietante en su sustantivación, las aposiciones se suceden en una suerte de constatación del poder del nombre: Donde empieza la palabra te apareces; doble articulación del lenguaje cuya proposición nominal anticipa y enardece un particular lirismo:
«voz rasguño
fantoche mujer
formato página
formato angustia.»
Gema Palacios no esconde sus referentes literarios, al contrario, los expone a las claras a través de citas o alusiones directas; de esta forma encontramos a: Julieta Valero, Olga Novo o Luisa Castro, quienes actualizan concomitancias con Virginia Woolf y las citadas Pizarnik y Tsvietáieva, a quienes está dedicado el poemario. Y lo mismo ocurre con el apartado masculino, que también lo hay, representado por: Borges, Rosales o Rilke. De distintas geografÃas y temporalidades ha bebido la autora. Realismo y surrealismo conviven en sus poemas, de corte intimista, donde conatos de romanticismo son rápidamente disueltos por versos existencialistas que golpean con toda su verdad.
Versos blancos y libres, de lenguaje sencillo y descalabrados en un espacio-tiempo de gramática herida, en ellos, una noción de irracionalidad anega las zonas deprimidas de una orografÃa volcánica:
«A veces gimo y no se produce sonido alguno
como bien sabesParpadeo dos veces antes de sustraerme el órgano vital
me doy a bocanadas por si la hipérbole
y sÃ
has venido a dar de comer a los pájaros.»
Este tercer bloque, titulado SimetrÃas, además de vincularse a los versos de Pizarnik, puesto que los poemas nacen a partir de sus versos, a modo de cadáver exquisito, la autora señala que han sido escogidos en simetrÃa con una selección de fotografÃas de la artista Francesca Woodman; no cabe duda de que la inclusión de dichas fotografÃas hubiese engrandecido el conjunto.
En este bloque, la autora se descubre, y también advierte una grave soledad. Su actitud estética, lejos de parecer impostada, se naturaliza en su humana heredad. Nada es trivial a su mirada, asà sus versos se enriquecen en imágenes y destilan velados aforismos y no tan velados tintes de erotismo:
«Entonces muevo los brazos compulsivamente
muevo mi vida hasta perder el tacto
y todo es frenesÃ
y todo es nieblaSu memoria es mi memoria es mi huracán.»
En un lugar para ser supone un broche expeditivo a una obra que crece y se adensa conforme va avanzando. La sensibilidad de Gema Palacios hiere, porque acusa y señala, y se hace admirar y temer, pues no se rinde y doblega. Su visión histórica no olvida los calvarios impuestos a mujeres dique que abrieron brechas libertarias:
«A todas las mujeres que han sido silenciadas
a lo largo de la Historia.»
En esta coda, la rotundidad en sà misma y sus posibilidades como mujer, se concretizan paulatinamente, conforme nos acercamos al final. No hay más seguridad y certeza que la lucha, el propio enfrentamiento, contra sà mismo y el mundo, será la única vÃa hacia la dignidad:
«Porque estoy aquÃ,
porque temo y deseo la belleza con tanta ferocidad
que no puedo entregarme al abrazo sin oponer resistencia;»(único poema del libro con presencia de comas).
Treinta y seis mujeres: treinta y seis poemas de una autora en decidida proyección ascendente. La poesÃa de Gema Palacios, henchida de un romanticismo que alude a la muerte de lo divino en la flaqueza y contradicción de lo humano, no busca condescendencia, sus poemas son denuncia y homenaje, constatación de una actitud firme y coherente que enfrenta a cuanto no asume, a cuanto cree injusto, y lo hace con una efervescencia poética que inocula su propia fuerza interior.