Michel Houellebecq | Phillippe Matsas | Flammarion

Houellebecq o el signo de los tiempos

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Michel Houellebecq | Phillippe Matsas | Flammarion

Michel Houellebecq abría su novela El mapa y el territorio (2010) con la siguiente cita: “El mundo está harto de mí y yo estoy harto de él”, de Charles D’Orleans. Una frase que condensa gran parte de la esencia de la literatura del escritor francés y que bien podría también prologado su última novela, Serotonina (2019).

Ediciones Anagrama

No es Houellebecq el único escritor francés que ha trascendido en las últimas décadas a nivel internacional, pero sí posiblemente el único que convierte cada novela que edita en una suerte de acontecimiento (no solo literario). Al menos, hasta el momento. Hay en su figura un sinfín de contradicciones, algunas voluntarias, otras quizá no tanto, pero son las que hacen de su obra tan singular y significativa para la narrativa contemporánea. Houellebecq nos cuestiona, si queremos hacerlo más allá de emitir juicios de valores. Su obra contraviene gran parte de lo políticamente correcto integrado en el presente, busca revolver. Hay algo de exhibicionismo en su postura y en su literatura -Houellebecq entiende bien las dinámicas actuales-, pero también una mirada que, guste o no, resulta bastante certera en muchos elementos.

Ya en su primera novela, Ampliación del campo de batalla (1994; edición española, 2001, Anagrama), llevó a cabo un mordaz retrato de los felices años noventa a través de un informático sumido en una vida administrativa y controlada, carente de amor, a un paso de la despersonalización individual a causa de las derivas del neoliberalismo emergente, una mirada básica, aunque no única, en la obra de Houellebecq.

Con su siguiente novela, Las partículas elementales (1998: edición española, 1990, Anagrama), combinaba lo ensayístico y lo narrativo, el relato histórico y el análisis del presente, la literatura mimética -realista- y la ciencia ficción, cerrando su novela en el año 2079, cuando un nuevo hombre ha surgido fruto de la tecnología, sustituyendo al hombre. Las partículas elementales, desde el presente de su escritura, sigue a dos hermanos, Bruno y Michel. El primero vive el desasosiego de la búsqueda de una sexualidad y una vitalidad absoluta, y acabará con sus huesos en un sanatorio mental; por su parte, Michel vive entregado al mundo científico y a una idea del perfeccionamiento del ser humano que contraviene el vitalismo de su hermano. Ambos son hijos de la generación del 68 y Houellebecq intercala en la historia de los dos hermanos un relato histórico de la Francia contemporánea, que, a la sazón, es de la que está hablando, como contexto que sirve más allá del simple marco espaciotemporal. En su segunda novela, ampliaba gran parte de las ideas expuestas en su debut, pero iba más allá al contraponer una vida intelectual con otra básicamente corporal, en un momento de incertidumbre histórica marcada por el devenir del país en las décadas que Houellebecq observa y analiza. Bruno y Michel son hijos de una revolución que, en verdad, no pudo ser y que fue absorbida por aquello contra lo que se luchaba, integrando sus consignas en el sistema y anulando en gran medida, o en casi toda, su alcance.

La contradicción de esos dos personajes, tanto en su confrontación como en lo que representan y en sus pulsiones dramáticas, serán base para los personajes posteriores de Houellebecq, del mismo modo que en Las partículas elementales el escritor francés muestra ya una tendencia a un estilo seco y directo preocupado por confeccionar a los personajes y dotarlos de una compleja entidad psicológica, y por construir una narración donde prime una acción que despliegue la visión de Houellebecq sobre un mundo que irá, novela tras novela, problematizando y extremando.

Si las dos primeras novelas habían provocado algo de controversia, sobre todo en Francia, no era nada comparado con lo que estaba con venir. Su tercera novela, Lanzarote (2000: edición española, 2003, Anagrama), se adentraba de manera más incisiva que las anteriores en la sexualidad a través de un personaje que narra en primera persona su viaje a Lanzarote, donde entablará contacto con Rudi, un inspector de policía luxemburgués que intenta dejar atrás un matrimonio fracasado, y Pam y Bárbara, dos alemanas lesbianas que viven el sexo sin tapujos, sin pudor y sin fronteras. Mirada ácida sobre los modos turísticos y el sexo como organizador de relaciones sociales e individuales, Lanzarote, en su brevedad, parecía más a una especie de tratamiento, de boceto, de ideas que más adelante desarrollará con más profusión, si bien introduce algunos elementos, como la secta de los azraelianos, que rompen el tono con su absurdidad que muestra una realidad confusa, extraña, de derivas inexplicables.

Con Plataforma (2001: edición española, 2002, Anagrama) se produce una suerte de perfeccionamiento de todo lo que había trabajado, radicalizándose más si cabe en su acercamiento a la realidad occidental. En ella, Michel, ha perdido a su padre en un crimen pasional, algo que parece no haber afectado demasiado a un personaje que posee los trazos que poblaran las figuras humanas de las novelas venideras de Houellebecq: cínico, misántropo, nihilista, sexualmente obsesionado -aunque en el fondo, anhelando un amor romántico imposible- y pensador incorrecto de la realidad que lo rodea. Si los personajes anteriores se movían bajo una desorientación a la que se enfrentaban desde cierta pasividad, a partir de Plataforma esa sensación crecerá, pero mostrando una cierta resistencia, no siempre con resultados, pero sí al menos rebelándose contra la realidad en la medida de lo posible. Además, con Plataforma, Houellebecq comenzó su diatriba contra el islamismo: no en vano la novela termina en Tailandia con un atentado contra turistas en el que fallecerá su amante, con comentarios que conducirían al escritor a los tribunales franceses.

Michel es un hombre sin atributos consciente de su mediocridad a la par que un observador muy agudo de las derivas de la sociedad en el nuevo milenio, aunque francamente extremo, para diseccionar con gran sentido del humor no exento de matices oscuros la decadencia de Occidente y de sus valores, de una sociedad del bienestar agotada y del fracaso de la socialdemocracia y, por supuesto, del comunismo, a la par que mostrando el sexo como un negocio con el tercer mundo basada en un racismo oculto en el deseo hacia el otro. Houellebecq se las ingenia para componer un fresco que habla en presente y que dispara hacia todo y hacia todos, que no esconde su ánimo de crear polémica, pero también asume que la literatura, sea mejor o peor en su estilo y construcción, posee, y debe poseer, ese aliento contestatario desde la visión del autor. Luego está, por supuesto, que el lector entienda o comparta sus razones.

Con La posibilidad de una isla (2005, edición española, 2005, Anagrama) retoma en cierta manera ideas de Lanzarote sobre la sexualidad contemporánea, también de Plataforma, como las descripciones explícitas de las relaciones, y lo extrema en un contexto de ciencia ficción que tiene como fin último lanzar una mirada sobre la muerte del ser humano en un modo cercano a Las partículas elementales. Por tanto, una suerte de novela compendio de las anteriores que el escritor resuelve con una mirada asentada en la ciencia como forma de supervivencia para el hombre cuando las religiones y la organización social ha sucumbido. La clonación, tema por entonces muy presente en la literatura, se presenta como la solución para postergar al ser humano y, de paso, lograr la inmortalidad. Daniel, a quien en el futuro sus dos clones, Daniel 24 y Daniel 25, leen y comentan, es un cómico famoso, provocador y cínico -claro trasunto del escritor- que se hace rico, se casa, primero, con la redactora de una revista para jóvenes, Isabelle, y, después, casi con cincuenta años, se separa y casa con una joven actriz porno. Alrededor de estas relaciones, lanza una mirada hacia el cuerpo y su decrepitud, la obsesión por la belleza y el envejecimiento, la confrontación de lo científico con lo religioso, y anticipa de las revueltas islámicas que luego se sucederán. Una novela extraña y errática, fallida en su conjunto, pero que tiene mucho de respuesta de Houellebecq a su propia realidad y a su condición, en esos momentos, de escritor-estrella absoluta.

Cinco años tardó en publicar su siguiente novela, en un momento en el que era cuestionado, dentro y fuera de su país, en cuanto a si, en realidad, se podía hablar de escritor y de sus novelas de literatura o de simples artefactos de calado provocador, más interesados en lanzar diatribas contra todo con el afán de vender y ser famoso. De hecho, en este punto, Houellebecq estaba muy inmerso en el sistema social que se ocupa de atacar en sus novelas, una contradicción inherente a su figura y que alimenta continuamente. Y cuando más se debatía sobre su hondura literaria, publica El mapa y el territorio (2010: edición española, 2011, Anagrama), con la que logra el prestigioso Premio Goncourt. Lo cual quizá no signifique nada, pero desde luego supuso una suerte de asentación de Houellebecq en tanto a novelista relevante por encima de toda controversia y de ser, como afirmó Fernando Arrabal, un “cabrón expiatorio”.

El mapa y el territorio recupera al mejor Houellebecq, el de Las partículas elementales, y abandona en cierta medida los juegos estilísticos de las dos anteriores, siempre con la sensación de una búsqueda formal para retratar el fin de lo conocido. Quizá, ese sentido literario errático, era, si no la mejor, sí quizá la más consecuente manera de retratarlo. Pero en El mapa y el territorio parece ceder a sus deseos sociológicos y sitúa al escritor por encima, con una novela en cierta manera más “convencional”, incluso “clásica”, alejándose del cinismo y el nihilismo, o, al menos, tamizándolo con una narración más seca y dramática, más amarga, para hablar de una sociedad mercantilizada e instrumentalizada.

Ahora bien, cabe pensarse la novela como una respuesta irónica, en relación con su personaje, Jed, fotógrafo y pintor, y a la imagen pública de Houellebecq. Que aparezca como personaje en la novela y tenga, además, un final tan horrible, apuntan hacia esa posibilidad. Como ocurre en otras obras, El mapa y el territorio se narra desde un futuro que analiza el devenir de Jed en tres etapas diferentes de su carrera que va de lo abstracto a lo figurativo para acabar en videogramas, en simulacros de lo real. A partir de él, Houellebecq, aunque desde una posición menos acentuada en su agresividad literaria, vuelve a incidir en el proceso de decadencia del ser humano, en este caso, además, con cierto espacio para momentos emocionalmente casi inauditos en su obra, como es el caso de la relación entre Jed y su padre. O con la relación entre Jed y Olga, una vez más, mostrándose Houellebecq, como luego hablaremos con Serotonina, como un romántico menos virulento de lo que pretende en ocasiones. El territorio ficcional que crea en El mapa y el territorio habla sobre una realidad más interesada en sus representaciones y en sus falacias que, en lo tangible, en lo real, incluso, en cierto sentido de lo industrial. Aparece en sus páginas un Houellebecq más melancólico que de costumbre para trazar esa mirada hacia una realidad que se desvanece sin remedio de vuelta atrás.

El 7 de enero de 2015 llegaba a las librerías francesas Sumisión. Ese mismo día se producía el trágico atentado terrorista contra la revista satírica francesa Charlie Hebdo, muriendo doce personas y resultando heridas otras once. En el número anterior, la revista había dedicado la portada al escritor francés: «Las predicciones del mago Houellebecq: En 2015, pierdo mis dientes y en 2022 haré el Ramadán». En su novela, fabula con la llegada al poder en 2022 de Mohammed Ben Abbes, un presidente musulmán moderado del partido ficticio Fraternidad Musulmana, y cómo François, un profesor universitario de literatura especializado en el escritor francés decadente y converso Joris-Karl Huysmans, sopesa si convertirse al islam para avanzar en su carrera en La Sorbona. En ese contexto de conmoción, histeria e instrumentalización de lo sucedido, Houellebecq fue situado en medio de los debates, acusado de islamofobia y de alentar con su literatura y declaraciones a la extrema derecha. De hecho, debió abandonar la promoción del libro y llevar escolta durante un tiempo.

Resulta interesante, no obstante, acercarse a Sumisión llevando a cabo un ejercicio de abstracción sobre el propio contexto creado por Houellebecq, es decir, ver la novela de una manera más amplia, como la visión de una sociedad arribista y amoral, capaz, como el personaje, de reconvertirse para tener más éxito profesional y social. François pierde toda connotación como individuo, como singularidad, dentro de un sistema que exige de él unas características poder llegar más alto. La mirada de Houellebecq, una vez más, es la de un mundo decadente y sin valores en la que el pensamiento personal acaba ahogado, absorbido, por lo dominante, por los valores en alza, sean cuales sean estos en cada momento determinado. Una mirada, dentro de la abstracción que proponemos, nada alejada de una cierta realidad en la que las corrientes ideológicas, del signo que sean, cada vez más condicionan a los individuos y, estos, en un gran porcentaje, sin pudor alguno, se añaden a ellas. Un mercado ideológico en el que el mejor postor, el que mejor sabe moverse dentro de sus parámetros, logra alcanzar posiciones mayores. Sumisión es una mirada crítica hacia lo anterior, también hacia las concesiones por la corrección política que Houellebecq entiende su país está llevando a cabo con el islam. Una mirada extrema en una novela con la que el escritor francés consigue aunar lo emprendido en El mapa y el territorio a modo estilístico, pero dentro de unas coordenadas menos melancólicas y más agresivas en su mirada, sin abandonar un sentido del humor amargo.

“Yo ya no tenía apenas esperanza de ser feliz, pero todavía ambicionaba escapar a la demencia pura y simple”.

Serotonina, su nueva novela, es a nivel formal una obra mucho menos cuidada que las dos anteriores, aunque sigue apostando por un estilo directo y sencillo, al menos en apariencia, para centrarse en Florent-Claude, un hombre de cuarenta y siete años medicado con antidepresivos que liberan serotonina, la cual tiene tres consecuencias adversas: nauseas, desaparición de la lívido e impotencia. Houellebecq crea, como suele ser común en sus obras, un periplo existencial alrededor del personaje, desde un presente en el que, de nuevo jugando a profeta, el escritor retrata el malestar de la Francia actual anticipando las protestas de los “chalecos amarillos” en un momento determinado de la novela.

“Después de la vida adulta, la vida profesional, no es más un lento y progresivo estancamiento, sin duda por eso las amistades de la juventud, las que entablas durante los años de estudio y que en el fondo son las únicas verdaderas, nunca sobreviven a la entrada en la madurez, evitamos volver a ver a los amigos de juventud para no confrontarnos con los testigos de nuestras esperanzas frustradas, con la evidencia de nuestro propio aplastamiento”.

Serotonina es ante todo el relato de un hombre que añora la imposibilidad de haber podido tener una relación duradera a través del recuento de aquellas que dejaron marca en su vida. Con un tono tragicómico, con incisión y bastante humor negro, Houellebecq en el fondo presenta en su nueva novela, al menos a través de su personaje, la negación de una realidad sin amor. Si en obras anteriores, bajo las descripciones de sexualidades descarnadas y de un mundo funcional y corrupto hasta en el sexo, ya había aparecido cierto conato de romanticismo en Houellebecq, en Serotonina se hace incluso más evidente. Y lo hace dentro de un relato amargo y algo enloquecido, en el que la cierta demencia del personaje se proyecta con un estilo de frases largas, en ocasiones erráticas y descuidadas, como los pensamientos del personaje. No es en cuestiones de estilo su mejor novela y tampoco propone en su conjunto una narración tan armada como en otras, algo repetitiva y morosa en determinados pasajes, girando demasiado sobre sí misma, lo cual, de nuevo, ayuda a potenciar el estado mental del personaje, pero también transmite la sensación de una novela alargada en extremo. Hay algo de descuido en Serotonina, más interesado en la partes -o en algunas de ellas- que en crear un ritmo o una estructura lógica.

Al igual que Houellebecq presenta esa mirada hacia el amor, y hacia su falta y, por ende, hacia un mundo sin sentido en su carencia, también aparece el escritor más provocador con comentarios de todo tipo hacia las mujeres, las religiones y hacia cualquier asunto, en ocasiones con humor, en otras con cierta infantilización. Pero con ello consigue, no hay más que leer algunas reacciones contrarias a su novela, mostrar el moralismo pueril de quienes, a pesar de trabajar en el terreno de la ficción, se escandalizan por sus descripciones. En este sentido, Houellebecq consigue sus propósitos en cada novela, sea mejor o peor, esté más o menos conseguida, porque revela lo que anida detrás de gran parte de la sociedad actual y de quienes tienen, a su vez, voz para expresarse. Una corrección política que no entiende de pensamiento crítico -porque se podría usar a Houellebecq de muchas maneras mejores que el mero escándalo- y sí de mostrarse ofendidos por sus posturas, por su mirada, por sus descripciones.

“Es así como muere una civilización, sin trastornos, sin peligros y sin dramas y con muy escasa carnicería, una civilización muerte simplemente por hastío, por asco de sí misma, qué podría proponerme la socialdemocracia, es evidente que nada, solo una perpetuación de la carencia, una invitación al olvido”.

Israel Paredes

Israel Paredes (Madrid, 1978). Licenciado en Teoría e Historia del Arte es autor, entre otros, de los libros 'Imágenes del cuerpo' y 'John Cassavetes. Claroscuro Americano'. Colabora actualmente en varios medios como Dirigido por, Imágenes, 'La Balsa de la Medusa', 'Clarín', 'Revista de Occidente', entre otros. Es coordinador de la sección de cine de Playtime de 'El Plural'.

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