Javier Moreno | Foto: Adriana Vázquez | Candaya

Ser isla y mapa a la vez

Javier Moreno construye en 'Null Island' una novela que funciona como un espejo en el que no se refleja la verdad ni la realidad sino la ficción

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Javier Moreno | Foto: Adriana Vázquez | Candaya

Null Island, la quinta novela de Javier Moreno (Murcia, 1972), es una reflexión sobre la soledad de los seres humanos en el mundo real y la soledad de los personajes literarios en las ficciones que habitan, pero no es una novela sobre esas dos distintas soledades, sino acerca de ambas como una sola. No es poco hallazgo: lo común es que las novelas no establezcan, no entiendan o no perciban siquiera esa diferencia. Una novela sobre la soledad es casi siempre acerca de nuestra soledad o la soledad de alguien más representada en el abandono, la misantropía, la tristeza o la marginalidad de los personajes dentro de la ficción. Otras veces, más raramente, una novela lidia con el tema de la soledad del escritor o la del lector, pero estos son, como aquellos, personas encarnadas en personajes, son reflejos. Más inusual pero todavía posible es imaginar una ficción en la que un personaje se anonade al descubrir que es un ser imaginario, como ocurre en ciertos cuentos de Cortázar o en varios cuentos de Kafka, aquella posibilidad que maravillaba hasta el abismo a Jorge Luis Borges.

En Null Island hay otra cosa: una suerte de conmiseración por la soledad de quienes habitan el mundo real y una conmiseración comparable por la soledad de quienes habitan mundos ficticios (todo esto bajo la sospecha de que el mundo real es un mundo ficticio). En algún momento de la novela, esas dos soledades se funden en una misma, y algún personaje se intuye abandonado en el mundo real y se descubre intentando comunicarse con otro que ha pasado a habitar, para él, un mundo imaginario y por tanto inalcanzable. Incluso si queremos leer en eso una metáfora de nuestra soledad, de la soledad de nuestro mundo de redes sociales y, proféticamente, de este mundo del año 2020, de confinamientos y distanciamientos, en el que incluso en el diálogo no dejamos de estar solos y alejados, la novela no se queda en esa representación o en esa metáfora, sino que, a través de ella, nos hace pensar, como con un vértigo, en cuán abominable y cuán doblemente solitaria debe ser la soledad del personaje de una ficción en la que apenas existen uno o dos personajes más y donde, lloviendo sobre mojado, algunos de ellos desaparecen o se alejan. Solo después de percibir eso es que nos preguntamos, como en un pensamiento demorado o retrasado o diferido, qué pasa con nosotros mismos, qué diferencia hay entre vivir en un cuento de personajes abandonados y vivir en un mundo de personas que se abandonan unas a otras, voluntaria o involuntariamente, todo el tiempo. La pregunta abismal (otra vez borgeana, creo yo) es: si no hay diferencia, ¿por qué insistimos en creer que son dos cosas distintas?

El nombre “Null Island” corresponde al lugar de encuentro de la línea ecuatorial de la tierra con el primer meridiano, o, en otras palabras, el punto de los 0° Norte y Este y 0° Sur y Oeste en el globo terráqueo. También es el punto adonde Google Earth nos envía si cometemos el pecado cartográfico de pedirle buscar coordenadas inexistentes o imposibles, como desterrándonos (literalmente) por el error. Ante un nombre tan cargado de simbolismos, el lector tiene el impulso intuitivo de pensar que “Null Island”, en la novela, es algo así como el lugar de la ficción, en el sentido de ficción como algo que no es ni verdadero ni falso ni real ni irreal, sino ficticio, es decir, un espacio que no está dentro de los límites de nuestro espacio lógico-racional.

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Dicho con otras palabras: si trazáramos una línea meridiana que dividiera lo real de lo irreal y otra ecuatorial que separara lo verdadero de lo falso, el punto de cruce de ambas sería el lugar de la ficción (ese otro destierro). Mi interpretación del sentido del nombre y de esas coordenadas puede ser dudosa (yo no soy ni topógrafo ni geógrafo y mi cartografía se confunde con la cartomancia) pero pienso que en el nombre hay una señal que Javier Moreno nos pone en frente como una puerta abierta, para hacernos ingresar en ese terreno solitario de su ficción, que es el terreno solitario de todas las ficciones. Juntemos esos elementos y tenemos ante nosotros un escenario donde es posible descubrir lo que anoté líneas arriba: en esa invitación es que Null Island nos hace sentir personajes de ficción y, cuando eso pasa, el destino de los personajes de la ficción nos duele personalmente, porque nos damos cuenta de que no somos diferentes, que somos solo tan reales o tan irreales como ellos y que esa irrealidad de fondo es la que nos deja solos: nuestra soledad es nuestra irrealidad.

Extrañamente, en la lectura de Null Island, no sentimos que los personajes de la novela nos representan, sino una cosa más terrible: que somos nosotros. Pero de inmediato sentimos una cosa incluso más terrible: que nosotros los representamos a ellos. La novela tiene esa virtud peculiar de no funcionar como signo, sino como un mecanismo que decodifica el signo que somos nosotros: es un libro que nos lee.

La primera parte, cuyo título es Falacia, nos coloca permanentemente en los pensamientos de un narrador que, entre otras cosas, se propone la posibilidad de escribir una ficción sin personajes. Y parece lograrlo al convertir otras cosas en el centro de sus observaciones: conceptos, etimologías, descubrimientos léxicos (lenguaje). Incluso el hecho “biográfico” central del narrador, que es su súbita impotencia sexual, lo conduce por un lado al médico pero sobre todo lo conduce a reflexionar sobre la ficción, sobre la idea de ficción. Es decir, lo conduce al lenguaje. La segunda parte, Soria, y la tercera, Null Island, sin embargo, están bastante concentradas en contar historias de una manera mucho menos idiosincrática: para comenzar, en ellas los personajes toman o retoman un lugar central, hay un argumento, hay una historia más tradicionalmente “humana”.

Para cuando encontramos estas historias, que pueden ser incluso románticas, sobre todo en la tercera parte, sin embargo, ya tenemos muy metidas en la cabeza las ideas expuestas por el narrador de la primera parte, y por eso nos preguntamos qué hacen todos estos personajes aquí, qué pasó con el proyecto de la novela sin personajes, qué pasó con el plan de ese narrador a quien incluso la palabra “personaje” le sonaba ridícula.

Una primera respuesta es: la idea de una novela sin personajes no excluye la idea de una novela con personas; personas como uno o como cualquiera; y esas son las personas sobre cuyas vidas estoy leyendo: no personajes, sino personas. Hay algo más objetivo y menos conceptual en ser una persona; tal vez lo que disgustaba al narrador inicial era la naturaleza puramente ideal, puramente conceptual, de un personaje. Una segunda respuesta es: tal vez buena parte de las ideas que presenta el narrador en la primera parte, aunque las presente de buena fe, están en directa contradicción con las otras dos partes de la novela; tal vez toda la primera parte, el alegato a favor de la novela sin personajes, es, como lo dice su título, una falacia, un argumento falaz.

Pero Null Island se mueve entre ambas respuestas, sin aceptar ninguna, e intenta que cada una funcione sobre la otra como un prisma o como un catalejo dudoso. En esa incertidumbre, el lector, sin dejar su función de signo inscrito en el libro, se convierte además en un descifrador del signo, rol que parece más tradicional, y lo sería, en efecto, si no fuera el caso que el signo y el lector siguen siendo uno mismo. Lo ostensiblemente original, entonces, es que el lector no intenta descifrar el libro desde afuera, sino desde adentro, convertido en parte de él, no en el sentido convencional (¿bajtiniano?) en el que todos tratamos de leer cualquier ficción colocándonos temporalmente en los zapatos de sus personajes, saltando del lugar de uno al lugar de otro, sino en el sentido, altamente no convencional, altamente innovador, de actuar, nosotros, como un texto que trata de leerse a sí mismo.

Consideremos este pasaje: “Saber ausentarse, pensaba Santiago en esos momentos, era un don, y Elvira era una maestra en el arte de devenir cosa, solidaria con la taza humeante que sostenía en la mano”. Este es uno de esos fragmentos de la novela, en este caso cerca del final, que hacen pensar en la idea de soledad como uno de los centros de la ficción. Pero, aun en este momento de la narración, “ausentarse” parece ser una virtud, a pesar de que la ausencia de un personaje implica la soledad del otro. “Ausentarse”, en la novela, significa “devenir cosa”, volverse un objeto en el mundo, lo que parece convertir a cada persona en un elemento de la soledad de las otras. Eso, a su vez, implica concebir a cada persona como un elemento en la historia de las demás, lo que reafirma su condición de seres narrados y nuestra condición de seres ficticios.

Un poeta peruano, Mario Montalbetti, lingüista y filósofo del lenguaje, suele reflexionar acerca del lenguaje más o menos en estos términos: el lenguaje se anquilosa, se endurece, se vuelve fórmulas, reiteraciones, nos obliga a hablar usándolo, con sus lugares comunes y sus frases hechas y sus significados rebajados por la repetición. La respuesta creativa ante ello es escribir no usando el lenguaje sino contra él, en lucha con él, hay que depurar el lenguaje de sus fórmulas, solo así se puede decir algo. Las cosas que decimos siguiendo fórmulas, no las decimos nosotros: las dice el lenguaje. Las cosas que decimos escapando de las fórmulas son una liberación (como las cosas que dice, escapando del lenguaje de su locura, el personaje de Piglia en La loca y el relato del crimen).

Una de las premisas que el narrador de la primera parte de Null Island sostiene, y que se mantiene en efecto en el resto de la novela, es su alergia al “lenguaje circunstancial”. Eso produce un lenguaje narrativo impresionante que atraviesa el texto entero, porque uno entiende la intención de crear, no repetir, la intención de decir sin fórmulas. Tal rasgo es suficiente para hacer de Null Island un libro osado y arrebatador en su quietud y valiente y aventurado en su tendencia a la reflexión. Null Island tiene una rara habilidad para dejar al lector con la impresión de que, a despecho de su aparente escasez de “acontecimientos”, es casi una historia de aventuras, como cabe esperar de una buena novela que implique islas y mapas, solo que, en este caso, las islas somos nosotros y los mapas también. Eso hace de Null Island una de esas novelas que aparecen cada mucho tiempo, novelas sorprendentes, que implican un descubrimiento, novelas que dicen algo que hasta el momento de su escritura no estaba previsto en nuestro lenguaje.

Gustavo Faverón

Gustavo Faverón Patriau (Lima, 1966) es autor de las novelas' El anticuario' y 'Vivir abajo', así como de libros de crítica e historia y teoría literaria, y editor o coeditor de otros volúmenes, entre ellos 'Bolaño salvaje'. Periodista por muchos años, reside en Estados Unidos desde hace veinte. Allí obtuvo el doctorado en literaturas hispánicas, en Cornell, y ha sido profesor en Stanford, Middlebury y Bowdoin (actualmente), donde además dirigió el Programa de Estudios Hispanos y el Programa de Estudios Latinoamericanos.

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