Jesús Cárdenas | Foto: Ismael Rojas Pozo

Los refugios que olvidamos

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Jesús Cárdenas | Foto: Ismael Rojas Pozo

Jesús Cárdenas (Alcalá de Guadaira, Sevilla, 1973) se encuentra sin duda en el apogeo de una etapa prolífica —con todo lo bueno y malo que ello conlleva— de su carrera como poeta. Desde que en el año 2005 fuese merecedor del premio José María de los Santos por su obra titulada Algunos arraigos me vienen hasta nuestros días, el autor sevillano ha publicado seis interesantes poemarios: La luz de entre los cipreses, Mudanzas de lo azul, Después de la música, Sucesión de lunas y el libro que nos ocupa. Los cinco últimos libros han sido publicados con una periodicidad de libro por año, lo cual manifiesta un envidiable estado de inspiración, no tanto por cantidad, sino en su caso, por calidad.

Ya en la cubierta de Los refugios que olvidamos, encontramos la singular obra pictórica titulada Manchas de invierno del pintor sevillano Jorge Mejías Garrón. En esta pintura el autor representa la abstracción de un rostro humano que parece fundirse con texturas invernales, —o una abstracción del invierno fundiéndose con texturas humanas— y son precisamente esos dos elementos, el ser humano y la naturaleza, esa insinuación de identidad entre el maremágnum sombrío, ese aparente frío y ese estremecedor gesto anónimo, los factores principales de este manual de confesiones.

Pero la pintura de Garrón no se queda ahí, su juego de estratos y de capas revela más analogías que las argumentales. Por ejemplo, cuatro son los colores principales de esta obra: azul, negro, albo (o blanco mate) y rojo. Cuatro son también los bloques en que se divide el poemario. Mientras que los colores azul, negro y albo armonizan entre sí, el artista utiliza el rojo para dar una vigorosa pincelada —en la hipotética sien del rostro— que rompe con ellos y reclama su importancia en el lienzo. Resulta que esa oposición cromática, ese antitético pigmento encuentra su traslación en el texto, precisamente en los títulos de los cuatro bloques, y por extensión, en el contenido de los poemas.

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La primera parte del libro se titula La humedad, este mismo sustantivo ya posee connotaciones invernales, además de evocación del agua, de materia blanda y cuerpo ajado: «Se hizo invierno en la flor. / Su halo se muestra al jardinero». Por el contrario, el siguiente apartado del poemario lleva por título Hojas secas: «Un cielo tan otoñal sin aristas de labios / en la noche preclara vierte la sed sin límites / donde cada silencio es ardiente vacío, lienzo en blanco». Huelga decir que toda su semántica es inversa. Lo mismo sucede con el tercer y cuarto bloque, Anclaje y Sumideros respectivamente, en ambos casos un singular contrapuesto a un plural. La lucha de contrarios, aquello a lo que asirse y lo que nos arrastra, de lo firme y seguro (refugio) a lo inestable y amenazador. La intemperie y el miedo, itinerario vital, de experiencias rotundas que como el propio poeta indica en la parte final del libro, sugieren ese cambio de ciclo —que nada tiene que ver con la aritmética— tan drástico como necesario.

El tono embebido en elegía de Jesús Cárdenas empuja a su poesía al dramatismo, su representación lírica es dolorosa, pero también compartida. El lector no es un convidado de piedra en este espectáculo, es «flor y jardinero, tarde muda, un tronco más». El hipotético lector participa en estos versos porque la humanidad del poeta, su necesidad misma de expresarse, conlleva implícita también la de comunicarse. La apasionada poética de Jesús Cárdenas rompe la tercera pared del libro abierto e involucra en sus aguas a sus intrépidos observantes.

Desde ese virtual tercer segmento del triángulo, mirada y conciencia del traductor se ahorman a la densidad equilátera del verso. Todo se reconoce, nada parece extraño:

«Como hojas verdes lloviznadas,
tus ojos brillaban a oscuras
con destello de astro en la noche,
con el resplandor propio de la vida.»

Los refugios que olvidamos se compone de cincuenta poemas, en su mayoría de poesía amorosa, sin embargo el tono metafísico y celebratorio de otros pasajes temporales en la bibliografía de su autor ha derivado en domada experiencia y cierto pesimismo. Un paño sombrío se cierne sobre todo esplendor descrito aquí, y aunque no lo corrompe ni apaga, ya no es lo mismo saber que ahí está:

«Al principio, eran manos asustadizas,
huidizas a la luz, sólo a oscuras,
en secreto, se hallaban a sus anchas.
[…] Veranos e inocencia aniquilados
los viste mi memoria de oro viejo.»

El poeta nos habla de refugios, de chiqueros finitos donde salvaguardar la esperanza que ve amenazada su existencia por fuerzas muy superiores: «Era tu voz el único refugio / señalado en la cumbre«. Nos hace creer que ese fuerte destinado a protegernos es un lugar físico, cuando en verdad esa entidad protectora no es otra que quien lo lee y comprende, la homóloga carencia al otro lado de la escritura: «Entonces, cómo lo hago, madre, sin sentir este frío, / sin temblar, qué escribo para salvarme». El sujeto lírico busca redención en la palabra poética, quizás el verdadero último refugio de «un hombre medio cuya causa excede su salvación: Ya desde por la mañana se entiende / lejos de todos, cerca del abismo, / muy cerca del temblor, de los sollozos. // Insiste en aferrarse a cada libro, / a lo único que le queda. Fin de etapa».

Quizás a ese fin de ciclo anunciado siga un cambio de registro poético. Hasta ahora el amor ha sido el motor principal de una poética que ha dado seis frutos, distintos, jerárquicos, pero unidos por su vibración en una misma frecuencia.

La tesis es la esperanza, la antítesis el miedo; en manos del lector está configurar la síntesis de tan tremenda combinación.

Esos refugios ideales van cambiando a lo largo de nuestra vida. Su morfología muta al paso de nuestras necesidades. La desesperación por encontrarlos, conservarlos o recobrarlos se agudiza con el tiempo y su peor carcoma es el olvido. No solo un ejercicio de memoria puede anclarnos a ellos, también de autobúsqueda, desbrozo y desnudez. En los altares de la verdad lo humano es siempre duda, volubilidad, es siempre ambiguo.

De la futura antología total de Jesús Cárdenas, esa que algún admirador de su poesía formará cuando su autor haya cruzado el arco iris estigio, podrá extraerse un poemario accidental formado por poemas involuntarios; me refiero a esos poemas que este autor viene no escribiendo en los índices de primeros versos de casi todos sus libros. Los refugios que olvidamos no podía quedar al margen de ese holográfico glosario y también contiene versos luminosos para aquel que se tome la molestia de buscarlos:

«[…]

Erotismo de la hoja,
tarde muda,
el amor no muere, se reinventa:
crisálida del cielo.

Hoja expresionista,
la doble vida esquinas:
conjetura un refugio.

Transparencia líquida,
casa abandonada,
reflejo de un solitario sin rencores;
detrás,
la puerta,
tentaciones,
cuerpo derramado.»

José Antonio Olmedo

José Antonio Olmedo López-Amor (Valencia, 1977). Escritor y poeta, crítico literario y cinematográfico, ensayista, cronista, articulista, divulgador científico. Titulado en audiovisuales. Redactor y colaborador en más de treinta medios de comunicación digitales e impresos

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