El capitán dice adiós

/
José Emilio Pacheco | Foto: Angélica Martínez | WikiMedia Commons

Tengo ante mí, sobre la mesa, Tarde o temprano, el libro que reúne la poesía completa de José Emilio Pacheco. El volumen, publicado por el FCE, es extenso –lo conforman poco más de 800 páginas–, pero su lectura no resulta fatigosa ni asfixiante. Al contrario: el Pacheco que encuentro hoy, al releer los poemas de Tarde o temprano, me parece, desde el principio, tan familiar y tan próximo como el Pacheco que encontré ayer, en la adolescencia, cuando leí Las batallas en el desierto y El principio del placer. Acaso esa sea la mayor virtud de la obra del poeta mexicano: su calidez, su hospitalidad, su tentativa de hacer de la literatura un lugar de encuentro y comunión del hombre con su pasado y consigo mismo.

Los temas que atraviesan el universo poético de Pacheco no son distintos de aquellos que recorren sus mejores cuentos y novelas. Desde su primer libro de poesía, Los elementos de la noche, hasta el último, La edad de las tinieblas, el poeta regresa, una y otra vez, a sus consabidas obsesiones: la memoria y el olvido, el deseo y el abandono, el amor y la muerte, la Historia y la cotidianidad. En el fondo, toda su obra no es más que una variación incesante del mismo tema: el tiempo –ese “hondo segundo”– que se deshace en nuestros brazos.

Y, sin embargo, la poesía de Pacheco, más que que llevar a cabo una reflexión histórica o metafísica sobre el transcurrir del tiempo, busca ser, en sí misma, tiempo en movimiento. Mientras que para Octavio Paz el poema representaba la concreción del “instante” –es decir, el momento en el que se anulan el pasado, el presente y el porvenir–, para Pacheco éste constituía, por el contrario, la presencia visible de la movilidad del tiempo. Dicho de otro modo: Pacheco quería que el poema, escrito o leído, fuera el mejor testimonio del ritmo de la Historia, de sus cambios y sus mutaciones, de sus vicisitudes y transformaciones. Así lo expresa en Aceleración de la Historia, del poemario No me preguntes cómo pasa el tiempo:

«Escribo unas palabras
y al minuto
ya dicen otra cosa,
significan
una intención distinta,
se hacen dóciles
al Carbono catorce:
Criptogramas
de un pueblo remotísimo
que busca
la escritura en tinieblas.»

Fondo de Cultura Económica

Porque para Pacheco la poesía es tan mutable como el individuo, siempre se preocupó por la revisión exhaustiva de sus textos. En cada nueva edición de su poesía, el poeta –quien tiempo atrás afirmó: “no acepto la idea de texto definitivo. Mientras viva seguiré corrigiéndome”– se releía, se corregía, se reescribía. Esta es, quizá, una de las peculiaridades más significativas de su obra: su aguda conciencia que de que la poesía, como nosotros, no escapa a las trampas del envejecimiento y de la muerte. Dado que el mundo cambia, dado que el individuo, y por lo tanto el poeta, se encuentran siempre sumergidos en el devenir, el poema no tiene por qué permanecer fijo. Ya en su Manifiesto, el poeta afirmaba: “Todos somos poetas/ de transición/ La poesía jamás/ se queda inmóvil”. Por ello, el lector que se aproxima a la poesía de Pacheco, se encuentra, a menudo, con distintas versiones de un mismo poema: en algunas ocasiones, las variantes son casi imperceptibles; en otras, se trata de una completa reescritura. Pero, más que un intento de revitalizar su poesía, estas constantes revisiones eran, me parece, la peculiar forma de Pacheco de envejecer con sus poemas.

Borges escribió alguna vez que: “Somos […] el río de Heráclito, quien dijo que el hombre de ayer no es el hombre de hoy y el de hoy no será el de mañana. Cambiamos incesantemente y es dable afirmar que cada lectura de un libro, que cada relectura, cada recuerdo de esa relectura, renuevan el texto. También el texto es el cambiante río de Heráclito”. La afirmación de Borges es justa y sirve para definir el ideal poético de Pacheco: el poema es el río. Este motivo se revela constantemente en su poesía. En Siempre Heráclito, por ejemplo, el poeta afirma:

«El viento pasa y al pasar se desdice.
Se lleva el tiempo y desdibuja el mundo.
Somos la piedra a la mitad del torrente:
siempre igual y distinta a cada segundo,
pulida por las incesantes aguas del cambio.»

Una paradoja central recorre la poesía de José Emilio Pacheco: el poeta escribe siempre sobre aquello que se extravía en el tiempo, pero no hace sino sumarse, de esta forma, al infinito río de Heráclito. El hombre, el tiempo, las cosas, se pierden, no para dar paso a su desaparición, sino para incorporarse al flujo eterno de las horas. O, como él mismo señalaba en su Contraelegía:

«Mi único tema es lo que ya no está.
Sólo parezco hablar de lo perdido.
Mi punzante estribillo es nunca más.
Y sin embargo amo este cambio perpetuo,
Este variar segundo tras segundo,
Porque sin él lo que llamamos vida
Sería de piedra.»

La singular concepción que Pacheco tiene de la lectura permea, en al menos dos sentidos, su obra poética: por un lado, tenemos a un autor que se vuelca sobre su poesía para intentar plasmar en ella las huellas de su propia evaporación; por otro, a un lector que construye su universo literario con base en las relecturas de poetas que, como él, se preocuparon por el correr del tiempo. Pacheco lee a los otros para leerse a sí mismo, pero, a medida que sus lecturas se transforman, su poesía también lo hace. Quizá la mejor muestra de ello sean sus Aproximaciones, es decir, las libres traducciones que Pacheco hizo de poetas como T.S. Eliot, Ezra Pound, Baudelaire, Rimbaud, entre otros. Para él, sobra decirlo, no se trataba de simples traducciones, sino de “poemas escritos a partir de otros poemas”, es decir, de poemas de su propia autoría elaborados a raíz de una lectura anterior. Esto se observa, por ejemplo, en la famosa traducción de Pacheco de los Cuatro Cuartetos de Eliot:

 «â€¦â€“pero no hay competencia:
Sólo existe la lucha por recobrar lo perdido
Y encontrado y perdido una vez y otra vez
Y ahora en condiciones que parecen adversas.
Pero quizá no hay ganancia ni pérdida:
Para nosotros sólo existe el intento.
Lo demás no es asunto nuestro.»

La crítica suele dividir la producción poética de Pacheco en dos grandes bloques: antes y después de No me preguntes cómo pasa el tiempo. En sus primeros dos libros de poesía, Los elementos de la noche (1963) y El reposo del fuego (1966), la preocupación central de Pacheco parecía ser la forma del poema, la elección de la palabra precisa y el ritmo exacto de los versos. Ambos volúmenes recibieron el reconocimiento por parte de la crítica y posicionaron a Pacheco a la altura de los grandes poetas de su generación. Los textos de este libro son oscuros y complejos; su estilo, por otra parte, mantiene una notable coherencia temática, y tiene ya como núcleo la naturaleza corrosiva del tiempo. En Los elementos de la noche, el poeta afirma:

«Bajo el mínimo imperio que el verano ha roído
se deshacen los días.
En el último valle
la destrucción se sacia
En ciudades vencidas que la ceniza afrenta.
La lluvia extingue
el bosque iluminado por el relámpago.
La noche deja su veneno.
Las palabras se rompen contra el aire.
Nada se restituye ni devuelve
El verdor a la tierra calcinada.
Ni el agua en su destierro sucederá a la fuente
Ni los huesos del águila volverán por las alas.»

A partir de No me preguntes cómo pasa el tiempo (1969), Pacheco adquiere, por fin, el tono conversacional, diáfano e intenso, que prevalece en el resto de su producción poética. Los poemas de este libro son esencialmente políticos –la guerra de Vietnam, la muerte del Che Guevara, entre otros– o bien históricos –como el poema titulado Manuscrito de Tlatelolco, en el que Pacheco recrea la masacre del 68 a partir de la relectura de textos aztecas–. A este volumen pertenece Alta traición, uno de sus poemas más memorables:

«No amo mi patria
Su fulgor abstracto
es inasible
pero (aunque suene mal)
daría la vida por diez lugares suyos,
cierta gente,
puertos, bosques, desiertos, fortalezas,
una ciudad deshecha, gris, monstruosa,
varias figuras de su historia,
montañas
–y tres o cuatro ríos.»

Pacheco concibió también, a la manera pessoana, la existencia de dos heterónimos a quienes dio el nombre de Julián Hernández y Fernando Tejada, los cuales aparecen por primera vez en el apéndice titulado Cancionero apócrifo, al final de No me preguntes cómo pasa el tiempo. Los poemas de Hernández y Tejada vienen acompañados de datos biográficos verosímiles, pero a fin de cuentas falsos. En la semblanza de Tejada, por ejemplo, Pacheco escribe: “En cierto modo Fernando Tejada parece un continuador de Julián Hernández, a quien seguramente nunca leyó”. Los poemas de ambos heterónimos son límpidos y contundentes, en modo alguno inferiores a los otros poemas de Pacheco. Prueba de ello es Los amores, en donde Tejada lee y parodia la obra de Pierre de Ronsard:

«Cuando los dos estemos muertos
nada habrá de estas rosas
ni de estos versos.
Mientras dure el amor
ámame, entonces.»

La visión que Pacheco tiene de la memoria no es, pese a todo, enteramente pesimista. Para el poeta, no es el tiempo el que pasa, sino nosotros; no se trata, por tanto, de intentar recuperar aquello que de una forma u otra se ha perdido, sino de aprender a mirar al pasado de frente para encarar con valentía el presente que se esfuma. Así se observa en Certeza, del libro Ciudad de la memoria (1986-1989) y Mañana de La arena errante (1992-1998):

Mañana

«El alba está lejana.
No sé qué busca el pájaro
entre la noche densa.
Habla, murmura, insiste.
Se acerca a la ventana.
Dice que el sol no ha muerte.
Y existe otro mañana.»

Certeza

«Su vuelvo alguna vez por el camino andado
No quiero hallar ni ruinas ni nostalgia.
Lo mejor es creer que pasó todo
como debía.
Y al final me queda
una sola certeza:
haber vivido.»

He mencionado ya que la poesía de Pacheco no es enteramente pesimista. Habría que añadir que, pese a que no abandona nunca el rigor formal, suele también ser humorística. Su obra entera es una ardua defensa de la poesía, pero lo que en ella defiende es, ante todo, su transitoriedad, su tentativa de recrear una belleza que es en sí misma efímera. O, como explica en el poema El segundero:

«Digo instante
Y en la primera sílaba el instante
Se hunde en el no volver.»

Tras el fallecimiento de José Emilio Pacheco, en enero de 2014, algunos críticos han querido ver en su obra el cumplimiento de una profecía: la muerte del poeta y, con ella, la muerte de su poesía.

El capitán

«El viejo capitán sale a cubierta
Y dice adiós.
Es la última tormenta.
Se hundirá con su barco.»

Todo lo contrario: el capitán se ha hundido con su barco, sí, pero nosotros, los marineros, seguimos nadando a contracorriente.

Liliana Muñoz

Liliana Muñoz (Mérida, 1989) es crítica literaria y coeditora de la revista electrónica Criticismo. Estudió la Licenciatura en Lengua y Literatura Hispánicas en el Tecnológico de Monterrey. Ha colaborado en diversas revistas y suplementos, como Confabulario, Letras Libres, La Palabra y el Hombre, Oculta Lit y Criticismo.

Deja una respuesta

Your email address will not be published.

Este sitio usa Akismet para reducir el spam. Aprende cómo se procesan los datos de tus comentarios.

Previous Story

La comunidad del anillo, una mañana bajo el CERN

Next Story

Enésima apostilla a ‘El Quijote’

Latest from Críticas

La memoria cercana

En 'La estratagema', Miguel Herráez construye una trama de intriga que une las dictaduras española y

Adiós por ahora

Eterna cadencia publica 'Sopa de ciruela', volumen que recupera los escritos personales de Katherine Mansfield