Tengo ante mÃ, sobre la mesa, Tarde o temprano, el libro que reúne la poesÃa completa de José Emilio Pacheco. El volumen, publicado por el FCE, es extenso –lo conforman poco más de 800 páginas–, pero su lectura no resulta fatigosa ni asfixiante. Al contrario: el Pacheco que encuentro hoy, al releer los poemas de Tarde o temprano, me parece, desde el principio, tan familiar y tan próximo como el Pacheco que encontré ayer, en la adolescencia, cuando leà Las batallas en el desierto y El principio del placer. Acaso esa sea la mayor virtud de la obra del poeta mexicano: su calidez, su hospitalidad, su tentativa de hacer de la literatura un lugar de encuentro y comunión del hombre con su pasado y consigo mismo.
Los temas que atraviesan el universo poético de Pacheco no son distintos de aquellos que recorren sus mejores cuentos y novelas. Desde su primer libro de poesÃa, Los elementos de la noche, hasta el último, La edad de las tinieblas, el poeta regresa, una y otra vez, a sus consabidas obsesiones: la memoria y el olvido, el deseo y el abandono, el amor y la muerte, la Historia y la cotidianidad. En el fondo, toda su obra no es más que una variación incesante del mismo tema: el tiempo –ese “hondo segundoâ€â€“ que se deshace en nuestros brazos.
Y, sin embargo, la poesÃa de Pacheco, más que que llevar a cabo una reflexión histórica o metafÃsica sobre el transcurrir del tiempo, busca ser, en sà misma, tiempo en movimiento. Mientras que para Octavio Paz el poema representaba la concreción del “instante†–es decir, el momento en el que se anulan el pasado, el presente y el porvenir–, para Pacheco éste constituÃa, por el contrario, la presencia visible de la movilidad del tiempo. Dicho de otro modo: Pacheco querÃa que el poema, escrito o leÃdo, fuera el mejor testimonio del ritmo de la Historia, de sus cambios y sus mutaciones, de sus vicisitudes y transformaciones. Asà lo expresa en Aceleración de la Historia, del poemario No me preguntes cómo pasa el tiempo:
«Escribo unas palabras
y al minuto
ya dicen otra cosa,
significan
una intención distinta,
se hacen dóciles
al Carbono catorce:
Criptogramas
de un pueblo remotÃsimo
que busca
la escritura en tinieblas.»
Porque para Pacheco la poesÃa es tan mutable como el individuo, siempre se preocupó por la revisión exhaustiva de sus textos. En cada nueva edición de su poesÃa, el poeta –quien tiempo atrás afirmó: “no acepto la idea de texto definitivo. Mientras viva seguiré corrigiéndomeâ€â€“ se releÃa, se corregÃa, se reescribÃa. Esta es, quizá, una de las peculiaridades más significativas de su obra: su aguda conciencia que de que la poesÃa, como nosotros, no escapa a las trampas del envejecimiento y de la muerte. Dado que el mundo cambia, dado que el individuo, y por lo tanto el poeta, se encuentran siempre sumergidos en el devenir, el poema no tiene por qué permanecer fijo. Ya en su Manifiesto, el poeta afirmaba: “Todos somos poetas/ de transición/ La poesÃa jamás/ se queda inmóvilâ€. Por ello, el lector que se aproxima a la poesÃa de Pacheco, se encuentra, a menudo, con distintas versiones de un mismo poema: en algunas ocasiones, las variantes son casi imperceptibles; en otras, se trata de una completa reescritura. Pero, más que un intento de revitalizar su poesÃa, estas constantes revisiones eran, me parece, la peculiar forma de Pacheco de envejecer con sus poemas.
Borges escribió alguna vez que: “Somos […] el rÃo de Heráclito, quien dijo que el hombre de ayer no es el hombre de hoy y el de hoy no será el de mañana. Cambiamos incesantemente y es dable afirmar que cada lectura de un libro, que cada relectura, cada recuerdo de esa relectura, renuevan el texto. También el texto es el cambiante rÃo de Heráclitoâ€. La afirmación de Borges es justa y sirve para definir el ideal poético de Pacheco: el poema es el rÃo. Este motivo se revela constantemente en su poesÃa. En Siempre Heráclito, por ejemplo, el poeta afirma:
«El viento pasa y al pasar se desdice.
Se lleva el tiempo y desdibuja el mundo.
Somos la piedra a la mitad del torrente:
siempre igual y distinta a cada segundo,
pulida por las incesantes aguas del cambio.»
Una paradoja central recorre la poesÃa de José Emilio Pacheco: el poeta escribe siempre sobre aquello que se extravÃa en el tiempo, pero no hace sino sumarse, de esta forma, al infinito rÃo de Heráclito. El hombre, el tiempo, las cosas, se pierden, no para dar paso a su desaparición, sino para incorporarse al flujo eterno de las horas. O, como él mismo señalaba en su ContraelegÃa:
«Mi único tema es lo que ya no está.
Sólo parezco hablar de lo perdido.
Mi punzante estribillo es nunca más.
Y sin embargo amo este cambio perpetuo,
Este variar segundo tras segundo,
Porque sin él lo que llamamos vida
SerÃa de piedra.»
La singular concepción que Pacheco tiene de la lectura permea, en al menos dos sentidos, su obra poética: por un lado, tenemos a un autor que se vuelca sobre su poesÃa para intentar plasmar en ella las huellas de su propia evaporación; por otro, a un lector que construye su universo literario con base en las relecturas de poetas que, como él, se preocuparon por el correr del tiempo. Pacheco lee a los otros para leerse a sà mismo, pero, a medida que sus lecturas se transforman, su poesÃa también lo hace. Quizá la mejor muestra de ello sean sus Aproximaciones, es decir, las libres traducciones que Pacheco hizo de poetas como T.S. Eliot, Ezra Pound, Baudelaire, Rimbaud, entre otros. Para él, sobra decirlo, no se trataba de simples traducciones, sino de “poemas escritos a partir de otros poemasâ€, es decir, de poemas de su propia autorÃa elaborados a raÃz de una lectura anterior. Esto se observa, por ejemplo, en la famosa traducción de Pacheco de los Cuatro Cuartetos de Eliot:
 «â€¦â€“pero no hay competencia:
Sólo existe la lucha por recobrar lo perdido
Y encontrado y perdido una vez y otra vez
Y ahora en condiciones que parecen adversas.
Pero quizá no hay ganancia ni pérdida:
Para nosotros sólo existe el intento.
Lo demás no es asunto nuestro.»
La crÃtica suele dividir la producción poética de Pacheco en dos grandes bloques: antes y después de No me preguntes cómo pasa el tiempo. En sus primeros dos libros de poesÃa, Los elementos de la noche (1963) y El reposo del fuego (1966), la preocupación central de Pacheco parecÃa ser la forma del poema, la elección de la palabra precisa y el ritmo exacto de los versos. Ambos volúmenes recibieron el reconocimiento por parte de la crÃtica y posicionaron a Pacheco a la altura de los grandes poetas de su generación. Los textos de este libro son oscuros y complejos; su estilo, por otra parte, mantiene una notable coherencia temática, y tiene ya como núcleo la naturaleza corrosiva del tiempo. En Los elementos de la noche, el poeta afirma:
«Bajo el mÃnimo imperio que el verano ha roÃdo
se deshacen los dÃas.
En el último valle
la destrucción se sacia
En ciudades vencidas que la ceniza afrenta.
La lluvia extingue
el bosque iluminado por el relámpago.
La noche deja su veneno.
Las palabras se rompen contra el aire.
Nada se restituye ni devuelve
El verdor a la tierra calcinada.
Ni el agua en su destierro sucederá a la fuente
Ni los huesos del águila volverán por las alas.»
A partir de No me preguntes cómo pasa el tiempo (1969), Pacheco adquiere, por fin, el tono conversacional, diáfano e intenso, que prevalece en el resto de su producción poética. Los poemas de este libro son esencialmente polÃticos –la guerra de Vietnam, la muerte del Che Guevara, entre otros– o bien históricos –como el poema titulado Manuscrito de Tlatelolco, en el que Pacheco recrea la masacre del 68 a partir de la relectura de textos aztecas–. A este volumen pertenece Alta traición, uno de sus poemas más memorables:
«No amo mi patria
Su fulgor abstracto
es inasible
pero (aunque suene mal)
darÃa la vida por diez lugares suyos,
cierta gente,
puertos, bosques, desiertos, fortalezas,
una ciudad deshecha, gris, monstruosa,
varias figuras de su historia,
montañas
–y tres o cuatro rÃos.»
Pacheco concibió también, a la manera pessoana, la existencia de dos heterónimos a quienes dio el nombre de Julián Hernández y Fernando Tejada, los cuales aparecen por primera vez en el apéndice titulado Cancionero apócrifo, al final de No me preguntes cómo pasa el tiempo. Los poemas de Hernández y Tejada vienen acompañados de datos biográficos verosÃmiles, pero a fin de cuentas falsos. En la semblanza de Tejada, por ejemplo, Pacheco escribe: “En cierto modo Fernando Tejada parece un continuador de Julián Hernández, a quien seguramente nunca leyóâ€. Los poemas de ambos heterónimos son lÃmpidos y contundentes, en modo alguno inferiores a los otros poemas de Pacheco. Prueba de ello es Los amores, en donde Tejada lee y parodia la obra de Pierre de Ronsard:
«Cuando los dos estemos muertos
nada habrá de estas rosas
ni de estos versos.
Mientras dure el amor
ámame, entonces.»
La visión que Pacheco tiene de la memoria no es, pese a todo, enteramente pesimista. Para el poeta, no es el tiempo el que pasa, sino nosotros; no se trata, por tanto, de intentar recuperar aquello que de una forma u otra se ha perdido, sino de aprender a mirar al pasado de frente para encarar con valentÃa el presente que se esfuma. Asà se observa en Certeza, del libro Ciudad de la memoria (1986-1989) y Mañana de La arena errante (1992-1998):
Mañana
«El alba está lejana.
No sé qué busca el pájaro
entre la noche densa.
Habla, murmura, insiste.
Se acerca a la ventana.
Dice que el sol no ha muerte.
Y existe otro mañana.»Certeza
«Su vuelvo alguna vez por el camino andado
No quiero hallar ni ruinas ni nostalgia.
Lo mejor es creer que pasó todo
como debÃa.
Y al final me queda
una sola certeza:
haber vivido.»
He mencionado ya que la poesÃa de Pacheco no es enteramente pesimista. HabrÃa que añadir que, pese a que no abandona nunca el rigor formal, suele también ser humorÃstica. Su obra entera es una ardua defensa de la poesÃa, pero lo que en ella defiende es, ante todo, su transitoriedad, su tentativa de recrear una belleza que es en sà misma efÃmera. O, como explica en el poema El segundero:
«Digo instante
Y en la primera sÃlaba el instante
Se hunde en el no volver.»
Tras el fallecimiento de José Emilio Pacheco, en enero de 2014, algunos crÃticos han querido ver en su obra el cumplimiento de una profecÃa: la muerte del poeta y, con ella, la muerte de su poesÃa.
El capitán
«El viejo capitán sale a cubierta
Y dice adiós.
Es la última tormenta.
Se hundirá con su barco.»
Todo lo contrario: el capitán se ha hundido con su barco, sÃ, pero nosotros, los marineros, seguimos nadando a contracorriente.